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Categoría: Urbanos

El fantasma de tu perfume

Que hay de malo en perseguir los sueños
Que hay de malo en soñar despierto
Son los sueños, realidad o sueño (Jarabe de Palo)

La mañana se esfumó como aquella noche en que no tuve fuerzas ni argumentos para retenerte en mi habitación. Tu partida me condujo a la media botella de ron que sobraba. Un refugio que me permitió conciliar el sueño. De aquel instante, el departamento fue invadido por tu presencia fantasmagórica paseándose por el balcón, la cocina y el baño, que deja en mí una melancolía de muelle tras el temporal.
En la madrugada me despierto al oler tu perfume que se cuela por la ventana y el ducto del calefón. Cada brazo etéreo de tu fragancia es una mirada de detective, auscultando que las cosas sigan igual que ayer y que las circunstancias no tomen un giro contrario a los ímpetus de mujer fatal, que lo que quiere lo consigue y, lo que no desea, lo mantiene como un as bajo la manga. No puedo ocultar en mis desvelos que este ir y venir, de negativas y otras veces sí, con pasión y los ojos envalentonados de concupiscencia, me deja con más de una interrogante. Observo que el calendario fotográfico de la pared, con días en rojo y tachados con tu nombre, delata que lo que pasa por mí es una condena de melancolía, extrañamiento y soledad.
Intento, pero no puedo sacarte de mi mente. Menos logro borrar la sonrisa de mi nariz al intuir que estás de vuelta. Que te quedan dos semáforos, un ceda el paso y cinco minutos para estacionar en la calle de adoquín donde vivo. Antes que suene el timbre o golpees, ya has enviado a tu comitiva de espectros que registra el pasillo, el ascensor, la conserjería y los jardines del condominio, como aquella vez que bajé al gimnasio y la bicicleta se sentía más liviana como si pedalearas conmigo.

Decido abrir mis ojos en un acto consciente para que desaparezcas. Busco la quietud del silencio, pero me atormenta como si fuera el más fuerte de los ruidos que esta ciudad obsequia sin que lo pida. Enciendo la radio y cada canción me lleva a un momento vivido, a otro que aún respiro y a un tercero que espero alguna noche compartir con tu piel. Pierdo la noción del tiempo al adivinar cuando regresarás, o la fecha del próximo estreno para ubicarme, a tientas, en la última fila y disfrutar de coreografías de flamencos y cisnes. De tu última presentación con el ballet, mantengo el boleto a modo de diminuta postal que nunca enviaste de tu gira por Europa.
Esta espera se hace lánguida e inútil, con un cuarto de Bacardi acechando mi garganta, seca, como la ventolera pampina. Con el vaso en mi mano y la mirada etílica buscando esa luna, testigo de nuestro primer beso, surge una ráfaga de ideas que perforan esta habitación, a ratos extraña y que por semanas te extraña. No veo esperanzas en esta aventura de vivir sin pensar en mañana, la misma que me llevó una tarde ochentera a tatuarme en letras góticas Carpe Diem. Un arrebato interior me clama el típico a la cresta con ella y con cada rima que brotó; un sorbo al trago y una bocanada de marihuana detienen la decisión que se incuba en mi mente. Escarbo en las fotografías que hurté de tu diario de vida y en recortes de prensa con las actuaciones en el Municipal. Te imagino en la costumbre semanal de ensayos y compras en el mall recién inaugurado, y en esa capacidad de conducir y maquillarte las ojeras al mismo tiempo. Recuerdos que comienzan a transformarme en un gusano de mezcal, cuyo hálito es un golpe a la mandíbula del alma.

Cierro el ojo derecho –no quiero extraviar totalmente tus pasos- y veo que ordenas el traje de fiesta, estirado como un cadáver que aguarda un espíritu que le señale un gesto amistoso o de complicidad. Quizás esa vestimenta se conforme con que le evoquen tiempos mejores, con ceremonias de abolengo y eventos fashion. La falda y estola yacen, en sus últimos estertores, sobre la cama como colchas de cabaret porteño, de amarillo atardecer y gotas de espejuelos. Encajes, tirantes y vuelos se despliegan con desesperación; un dorado halo persigue a ciegas un cuerpo delgado que sepa de cadencias. Noto que el vestido baja sus pies del lecho y se para frente al espejo, igual que tú, te mira y lo miras, te hace un guiño y brotan sutiles margaritas de tus mejillas; el vestido responde cortésmente, igual que cuando abres con sigilo la puerta del conductor evitándome el trámite de meter la llave en la chapa y me recibes con una caricia en mi cabello. Te vislumbro en aquel agasajo de realeza y añoras –tanto como yo- a esa sombra que se iluminó en una servilleta recordándote poemas de Gonzalo Rojas y canciones de Silvio Rodríguez.
Cierro el otro ojo, pues, necesito verte. No me basta con esa volátil y balsámica huella que encapsulan en cien milímetros o adosan como promoción gratuita en revistas de moda. Me imagino atravesando el espejo de mi casa, que me rememora una disipada vida donde cada fracaso era el aliciente para intentarlo de nuevo. Ese mismo espejo, que luego de decirnos adiós, me refleja difuso y te muestra. Lo cruzo sin trizas ni cortes y aterrizo en tus jardines. Leí en un libro sobre doncellas y caballeros, que no hay más bella princesa que la inmaculada. Lo dudo y me animo a buscarte entre habladurías y cóctel. Otra vez mi nariz es la linterna en este ambiente que parece sacado de un cuento de hadas. No se percatan de mi presencia -creo que el salto al espejo me dejó cierta transparencia-. A rastras llevo un paracaídas que me aflige tanto como al mar acariciar la arena sin recibir un beso. Lo primero es buscar tu silueta. Las luces se encienden y apagan al ritmo de una banda sonora que ni se acerca al trinar jadeante cada vez que nos encontramos. Sin embargo, en esa escena percibo una bruma y gelidez, similar a la de un desayuno dominical junto un cuerpo que no es el tuyo. Aquella que retozó en mis sábanas no se iguala a la puesta de sol que pincelan tus caderas ni al amanecer ofrendado por tus pechos apuntando a la cordillera.
Le saco la mordaza al silencio y aprieto play a la nicotinosa voz de Joaquín Sabina:
Puedo ponerme humilde y decir que no soy el mejor, que me falta valor para atarte a mi cama,
puedo ponerme digno y decir toma mi dirección, cuando te hartes de amores baratos, de un rato me llamas.

Una nube me acurruca en la alfombra, manchada por pisadas de invierno y vino tinto de amistades que se acercan mucho a la fidelidad. Acostarme ahí es amortiguar otra caída en ese intento de conquistarte en las alturas. Aunque la panorámica es imborrable, y puedo sujetarme en la oreja de la luna, el riesgo de regresar en solitario es tan posible como que un temeroso beso se trueque en un leve choque de narices y frentes.
Ahora estoy con mis dos ojos bien cerrados en esta parodia de mozo que se mete en tu exclusiva fiesta. Desearía cambiar los canapés y brochetas que sostengo por fotos de ambos, de la mano, en el Parque Forestal. O que el flash oficial de esta gala registre aquel bendito roce de nuestros hombros y no me reconozcas, o tal vez sí, pero me lo dices entre líneas: “Humm, que huele rico, me recuerda algo”. Y coges unos camarones ensartados en una varilla no sin antes tocar mi mano en que llevo la bandeja. No hago un gesto receptivo. Culpo al letargo, a la eterna espera que me retiene ya cuatro semanas sin ir al trabajo y dejar agónico al teléfono de tanto sonar. Ni te comento de las cartas, cobranzas y avisos que se han arrumbado a la puerta. No me sorprendería y tampoco me afecta que cortaran el gas y el agua. Hace días que no conozco la ducha ni el clásico café de tardes frías, junto a tu gentil aseo de sacarme las puntas partidas de mi avanzada calvicie. Esta fatiga interna aliada a la melancolía me recomienda ponerle una almohada a mis párpados y verte traspasar el espejo del living, con el mismo traje de fiesta, diciendo que me extrañabas, frase que cierras con un “amor”. Y nos fundimos en más ron y peti buché, al tiempo que nuestra piel se ve gozosa en el vidrio reflectante. Mis labios encuentran abrigo en los tuyos, en un infantil juego donde buscar y pillar significaba ganarle años a la candidez. Mis manos se confunden en tus pechos. Mientras yo ejecuto la coreografía de duende-bailarina que llevas dentro, tú te sorprendes entregada, con una piel embetunada de éxtasis, que rememora mis jornadas de fútbol en que mojaba la camiseta. Tras unas horas de sudor, lágrimas y semen, la pausa nos permite navegar en este calmo río de recónditos placeres, muchos temidos por tu pasado y añorados por mi presente.

En un acto de felicidad instintivamente abro los ojos. Me derrumbo al suelo de este cielo gris como una otoñal mañana de Cartagena, y una brizna chilota me conduce a una lastimera realidad. Se mete al comedor y a mi nariz el nauseabundo término de la feria de la esquina (calculo que no quedan cebollines ni brócolis para preparar tu salsa preferida). Vista y audición se aguzan con el tranco perezoso de famélicos caballos, de pelaje pardo y mirada apagada. Me distraigo con la lluvia reciclada del camión municipal y giro hacia el espejo: me veo semejante al caballo overo de mi padre, de cuerpo herido por tanto viaje entre la hacienda y el pueblo más cercano; agotado por tanto bulto que cargó en su larga vida; lo veo pastar cerca del estero y pienso que ahora sólo sirve para una que otra trilla, eso si es que escasean yeguas y bueyes.
Pongo un disco de la uruguaya Canoura y me recuesto en el sofá. Canta que jamás le pediría a su amante que se enfrente a dragones. Le conmueve mucho más verlo “haciendo la comida” y que esté cerca “para cuando no haya musas inspirando mis canciones”. Me sucede lo mismo, susurro al aire.
La voz pastosa de la cantautora apura un crepúsculo en mis ojos y me lleva flotando a la cocina. Tropiezo contigo, te contemplo por un rato y luego es más fuerte mi estómago que protesta por alimento. Camino hacia el refrigerador y estás aquí y ahora, dispuesta, y dispuesta a brindar con un vino y dos copas. Huelo que cocinas mi plato favorito. El calor del ambiente crispa tu cabello como buscando afirmarse a un cometa; se eriza como la crin de la yegua alazán que algunas veces cabalgué por los valles de Colchagua, salvaje como tú, de pocas ocasiones domada y muchas querida. Me ofreces un vaso y me quedo con los dos. Huelo el buqué del primero, que me lleva a tu perfume de lavanda y rocío, a amaneceres en el desierto florido y a conchitas que recogimos en Isla Negra. En el paladar, me traslada al paraguas que compartimos en un partido de fútbol; a la fila que hicimos juntos en una oficina colocadora de trabajo; al colorinche chaleco que me regalaste en una feria de Angelmó y a tantas jornadas abrazados mirando las volutas que surgían de la chimenea. El segundo vaso lo bebo al seco para acortar el sabor amargo de tu ausencia, y me quedo explorando tus instantes tristemente bellos para entender porqué este letanía me entumece cada vez que escribo tu nombre. Te veo revolver la olla que bulle de pastas a punto. La sartén, sostenida por dedos con uñas pintadas, disfruta por la garúa de champiñones, crema, queso y palabras que rememoran una perfecta coreografía de flamencos aplaudida la función anterior. Siento tus yemas dibujar un mapa en mi espalda; es el tesoro a una espera que dejó secuelas si tomo en cuenta la cesantía a cuestas, una despensa vacía y varias botellas esparcidas por la casa. Recortes de diario y páginas arrancadas de libros escenifican el papel mural de esta habitación, de la cual también cuelgan retazos de poesía, canciones, prólogos y escritos en confort. Esas caricias me impiden ver la luz de la noche, las percibo como si estuvieras examinando la guía turística que te lleva a mi corazón. Es el botiquín de primeros auxilios en caso de otra melancolía en el mes de los gatos. Tus dedos recorren mi rostro, dejando entrever que las venas del cuello delinean el placer sumergido entre mis omóplatos y nuca. Apago la cocina y me pellizco para constatar que no es un sueño, que es real, tan verdad como el trovador gemido de un cubano por el parlante: Hay días que en tu sacrificio, acaricio tu fantasma, pero donde iba el delirio, no oigo tu respiración.

Busco un plato para comer. De repente siento humedecer mis labios –reconozco que no quiero abrir los ojos- y cada segundo se degusta como helado de vainilla con baño de chocolate en una primavera adolescente. Mis manos dejan el servicio, la salsa y los espaguetis para grabarte mi pasión en tus pechos y caderas. Reconozco lo delgado y sutil de tu figura, ese brío al tocarte, aquel incesante palpitar cada vez que tu nariz maquilla mis mejillas. Te devuelvo el gesto con pestañas rozando tu ombligo. Quiero ver y verte. Ceñirte a mis brazos y muslos. Me hago de fuerzas, consigo levantar la frente y abrir los ojos. Advierto que las manos mágicamente te retienen y mis labios empapan con un puñado de lágrimas una bufanda que lleva algo de ti.
Datos del Cuento
  • Categoría: Urbanos
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