Un circo de cemento y acero, a veces también cristal, bajo el sol abrasador o la más inmisericorde de las lluvias. En las entrañas de ese monstruo una pradera de verde y cal, dos redes en los extremos, silenciosas, acechantes...
El público llena las gradas, que como terrazas andinas cubren las paredes del coliseo, algunos llevan la cara pintada como el que murió decapitado por Escocia, otros banderas o símbolos de su raza. Parece que está a punto de estallar una guerra, pero tan sólo es un juego. Del corazón de la mole surgen veintidós gladiadores, la piel cubierta con fina tela, los pies protegidos por piolets... Dos de aquellos guerreros se apostan recelosos ante las redes, como centinelas de un antiguo castillo, y los otros se dispersan por el tapete, pareciendo estar a punto de comenzar una partida de ajedrez humana.
Gritos de júbilo y enemistad revolotean sobre las cabezas de las fichas, mientras un hombre de negro lanza al aire una moneda que decidirá el comienzo de la batalla. En el centro, en medio de un círculo sagrado, una bola de cuero espera ser pateada sin piedad por la gloria o desdicha de aquellas gentes, y a lo lejos, en los costados de ese litúrgico tablero, otros dos jueces observan impasibles la escena.
Pronto la áspera esfera que reposa en la cal se pondrá en movimiento y habrá comenzado por fin la lucha por el destino y la gloria en la que nadie muere, pero en la que sí, las más de las veces, la nota predominante es Sangre, Sudor y Lágrimas.