Ella los conocía muy bien.
A los hombres hipócritas que miraban, escandalizados, los conocía bien.
Las miradas que le acusaban, las conocía bien.
Muchos ojos la miraban con temor. Temor, por lo que podría decir en ese momento de juicio público. Temían que fueran descubiertos ante la muchedumbre y magistrados.
Ella, tenía sus ropas rasgadas que no cubrían del todo sus muslos muy bien torneados.
Sus pechos voluptuosos y firmes nunca habían sido succionados por un lactante, pero sí por hombres ávidos de sexo y lujuria que le señalaban como pecadora.
Su cabellera negra y frondosa caía en forma desordenada sobre sus desnudos hombros.
Estaba atendiendo a Yerimot, un forastero de la tierra de Judá quien - después de un largo viaje - estaba ansioso por tener entre sus brazos a una mujer, que le hiciera sentir bien y aplacase su soledad y ansiedad.
Ella sabía mucho de hombres.
No había mujer en las cercanías de Jerusalén que tuviera la capacidad de escuchar las penas, los miedos, los sueños y fantasías, los fracasos íntimos de los hombres con sus esposas. Nadie se le igualaba.
Ella sabía tratarlos muy bien.
Era una gran consejera, una traumaturga del corazón.
Cargaba sobre si el pecado de su profesión más, los pecados, frustraciones, vacíos y lujurias de muchos hombres que, a escondidas acudían a su casa y terminaban en su lecho.
Tenía catorce años de experiencia. Se había iniciado en la prostitución, a los veinte años en el norte, en la tierra de Galilea.
Originalmente era de Betsaida pero, cuando tenía seis años, su madre viuda se mudó al otro lado del lago, un poco más al sur, a la ciudad de Magdala.
Su vida había sido muy dura.
Le habían condenado porque no había respetado la ley al acercarse a un leproso, amigo suyo, para llevarle provisiones en las afueras del pueblo.
Los levitas le habían declarado impura y amenazado con expulsarla de toda actividad social si ella no cumplía lo que mandaba la ley para esas ocasiones, es decir, esperar y mantenerse alejada de todos durante siete días. Ella no lo hizo.
Los sacerdotes y escribas, fueron implacables en el cumplimiento de la ley y la rechazaron públicamente declarándola impura y pecadora.
Sus amigas, muy a escondidas, siguiendo el ejemplo de ella - pues destacaba ante todos por su espíritu solidario - le proveían de alimentos y agua.
Su expulsión de la ciudad de Magdala se debió a que, un día desesperada y con ánimo de vengarse ante tanta injusticia e hipocresía, llamó a los sacerdotes para decirles que había guardado los siete días de purificación y que, en ella no había ninguna mancha blanca en su piel (lepra) , ni sus ropas estaban impuras, ni su casa y nada cuanto en ella cupiera.
Les mandó decir que estaba arrepentida y quería ofrecer los sacrificios que la ley mandaba y reconocer públicamente su desobediencia y pecado.
Los sacerdotes para dar cumplimiento a la ley, debían presentarse en la casa de la persona impura, para luego certificar que en ella no había impureza. Para cerciorarse bien – pues el caso había tomado características de escándalo – fueron tres.
Todo transcurrió en forma normal, pero cuando los sacerdotes estaban por certificar que no había impureza en ella, ni en su casa, ni en todo cuanto en ella había, les dijo:
Una cosa debo manifestarles.
Mi cuerpo tiene flujo de sangre desde hace dos días y ustedes han ingresado a mi casa, han tocado la ropa de mi cama y han tocado mi cuerpo.
La reacción de los sacerdotes no se hizo esperar.
Se dieron cuenta en la trampa que habían caído pero, muy tarde.
Ella, los había hecho impuros y les dolía, sobremanera, no poder presentarse en la sinagoga pues debían cumplir rigurosamente con la ley.
Era una impureza sexual.
Debían lavar muy bien su cuerpo y sus vestidos, quedando impuros hasta la tarde de ese día, es decir, podían ejercer sus funciones el día siguiente.
Varias veces lo habían tenido que hacer, pero nunca les habían tendido una trampa de “esconder” la impureza.
Fue expulsada de la ciudad y, gracias a un sacerdote muy prudente y justo, salvó su vida pues, por la gravedad y conmoción que había causado su rebeldía, merecía un castigo aún mayor.
Es así como llegó a Jerusalén, una ciudad cosmopolita donde siguió ejerciendo la prostitución.
Ahora tenía ante sí a uno de los sacerdotes que, en Magdala había caído en su trampa.
Estaba junto a los fariseos y escribas.
Era el que más gesticulaba ante la muchedumbre.
Estaba en su casa, cuando unos hombres irrumpieron violentamente en su pieza y la sacaron en vilo.
Se encontraba semi-desnuda, durmiendo junto a su cliente quien ya había cancelado sus servicios en forma muy generosa.
Fue arrastrada por las angostas calles de la ciudad, la ingresaron al Templo por la puerta doble, dejándola en el atrio de los gentiles.
¡No la lleven al atrio de las mujeres! – decían algunos.-
¡Déjenla por acá y llamen al Galileo! – Gritaban otros gozando el aprieto que sufriría ese hombre llamado Jesús.
Ella no podía contra los fuertes brazos de sus captores.
Sabía cual sería su suerte.
La muerte.
Tenían la evidencia: su cliente, un forastero que gemía y pedía clemencia y que le dejaran irse en paz.
Era muy temprano y el frío envolvía su morena y suave piel que había sido recorrida por las manos de muchos hombres de distintas latitudes.
Allí estuvieron un buen tiempo.
¿Qué esperan? ¡Malditos mentirosos! – gritaba ella.
¿Qué derecho tienen de humillarme así?
¿Cuántos de ustedes han estado conmigo?
¡Malditos! ¡Hipócritas! ¡Mal nacidos!
Sus gritos, llenos de furia e indignación, poco a poco fueron bajando su volumen.
El pánico comenzó a envolver su prestancia ante el gran número de hombres que se acercaban para observarla y decirle toda suerte de improperios.
El corro de hombres se abrió para dar paso a los fariseos y escribas. Ellos hicieron una seña a un par de hombres que la levantaron en vilo y la llevaron al interior del Templo.
Ya no gritaba.
Gemía.
Se había entregado a su suerte.
Sus pies ya habían comenzado a sangrar por el roce con la tierra y las piedras.
De improviso, los dos hombres la dejaron en el suelo y se alejaron unos pasos.
Con sus manos trató de cubrirse bien sus pechos y parte de sus extremidades expuestas a la visión de la muchedumbre.
El frío, el miedo, se habían apoderado de su voluntad y todo su cuerpo se movía en forma desordenada por las convulsiones.
Los murmullos fueron dejando paso al silencio.
Ella levantó la vista y nuevamente pudo distinguir a varios rostros de los hombres que habían visitado su casa a escondidas.
El silencio fue roto por uno de los fariseos que dijo:
“Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio.”
Nuevamente el silencio entró a sus oídos.
“Moisés nos mandó en la Ley apedrear a estas mujeres” – agregó un escriba con voz gruesa y temblorosa.
El fariseo que primero había tomado la palabra acusando a la mujer, le preguntó:
“Tú, ¿qué dices?
La mujer, siguiendo las miradas de los hombres, reparó en uno que estaba a unos diez metros de ella.
¿Quién será ése?
¡Nunca le he visto!
En su incómoda situación, la mujer se preguntaba acerca del hombre que tenía ante sí y que guardaba silencio.
Jesús, miró a la muchedumbre que le rodeaba expectante.
Se sabía experta en hombres pero, ése que estaba a unos pocos metros ante ella no coincidía con los arquetipos que se había hecho de ellos.
Era diferente, muy distinto.
Su porte, su manera de mirar, su modo de enfrentar a tantos y que, con su silencio parecía dominarlos, le hacía ser muy singular.
Era mujer y, la intuición en la mujer es algo insondable.
Algo presentía.
Algo fugaz y tan enigmático que – ella - con toda su experiencia en hombres, no podía entender ni descifrar.
Avanzó en su dirección.
Sintió su mirada limpia, serena, profunda, misteriosa.
Algo extraño recorrió todo su cuerpo.
Su pecho acusaba la aceleración del flujo sanguíneo.
Se sentía descubierta.
Sentía que, la mirada de ese hombre desconocido, la sabía toda.
Nunca antes hombre alguno le había hecho sentir tantas cosas al mismo tiempo.
Sintió temor.
Vio cómo se agachó y “se puso a escribir con el dedo en la tierra”.
Nuevamente comenzaron a surgir las preguntas en la mujer que estaba allí semi-desnuda ante la mirada de todos.
Se sentía sofocada.
Un calor comenzó a recorrer todo su cuerpo.
En su intimidad sintió la humedad de la orina que no había podido controlar a causa del miedo.
Reconoció el olor de ésta.
De pronto observó cómo el extraño hombre posó su mirada en ella sin dejar de escribir con su mano en la tierra.
Sintió una frescura en su rostro, una especie de brisa la envolvió.
Su corazón – lo sentía – comenzó a calmar su ritmo.
¡Qué extraño!
¿Qué tienes en tu mirada? – se preguntaba inquieta y asustada a la vez.
¿Quién eres?
Una voz ronca la sobresaltó.
Era un escriba que volvió a preguntar:
¿Qué dices al respecto?
¡Sí! – dijo otro con voz delgada – hemos venido a preguntarte a ti porque sabemos que eres un profeta.
¡Un profeta!
¿Estoy ante un profeta?
Cerró los ojos por unos breves segundos como tratando de asumir el momento que estaba viviendo.
Volvió a mirarle, ahora, con otros ojos.
¡Un profeta!
Eso eres ¡Un profeta!
Su mirada recorría cada hito de la figura que tenía ante sí.
Siguió cada movimiento que hacía.
Tenía los ojos absortos en lo que escribía con su dedo en la tierra.
Sus labios delgados, los tenía relajados.
Su cabello suelto le permitía solo ver una parte de su rostro relativamente delgado.
Jesús se incorporó.
Allí pudo observar su porte.
No era bajo.
Era delgado pero de contextura recia.
Avanzó unos pasos hacia ella y mirando a sus verdugos dijo:
“Aquel de vosotros que esté sin pecado, que arroje la primera piedra”
Ella se asustó.
Instintivamente cubrió la cabeza con sus temblorosas manos.
Sintió una angustia tremenda a medida que pasaban los segundos.
Ellos tenían piedras en sus manos.
Esperaba el golpe de una pedrada en cualquier parte de su cuerpo.
La espera era tensa, angustiante.
Sentía que le faltaba el aire, que sus piernas estaban acalambradas.
Levantó la vista y allí lo vio nuevamente, mucho más cerca. “Escribía en la tierra”.
Jesús la miró por unos instantes y nuevamente siguió escribiendo en la tierra.
Sintió unos golpes suaves y secos.
Miró. Eran las piedras que algunos estaban dejando caer en forma disimulada.
Asombrada observó cómo, poco a poco, los hombres se iban alejando del lugar, “comenzando por los más viejos”.
Se animó y se sentó sobre sus talones cubriendo sus intimidades.
Por primera vez sentía vergüenza que vieran sus pechos y piernas.
Solo quedaron un par de niños curiosos que se habían soltado de la mano de sus padres y que, muy pronto – ante el llamado de éstos – se marcharon presurosos al lado de ellos.
Por sus ojos comenzaron a brotar lágrimas que llegaban solo hasta los pómulos de su cara y se perdían en la seca tierra del lugar.
Miró a Jesús que se había incorporado y que se acercó a ella.
Quería hablar, agradecerle, preguntar su nombre.
Por sus labios no pudo emitir sonido alguno.
Escuchó su voz nuevamente.
“Mujer” – dijo mirando a su alrededor – “¿Dónde están?”
Ella se incorporó un poco.
Ahora estaba arrodillada ante Jesús.
Como no decía nada, Jesús volvió a preguntarle:
“¿Nadie te ha condenado?”
Con su rostro inundado por las lágrimas, le miró y respondió:
“Nadie, Señor”
Sintió la mirada de él.
Limpia, tierna, profunda, serena, llena de fuerza, auténtica, divina.
Luego escuchó su voz llena de autoridad, que le hizo sentirse amada. Profunda y delicadamente amada.
“Tampoco yo te condeno”.
Él extendió sus manos y le ayudó a levantarse y salir de su postración.
Algo extraño recorrió todo su cuerpo.
Sintió por primera vez que la tomaban con ternura, cariño, que la respetaban de un modo sin igual.
Y, nuevamente escuchó su voz,
Ahora era distinta.
Era una voz pausada, gruesa, profunda, llena de autoridad.
“Vete y, en adelante no peques más”
Ella se terminó de cubrir y se alejó casi corriendo.
Saltaba como niña mientras corría.
Llevaba tres días encerrada en su casa.
Se sentía extraña, distinta, confundida.
No podía olvidar el rostro de Jesús.
Quería verle.
Por primera vez sentía en su corazón que amaba a un hombre.
Unos golpes delicados anunciaron la llegada de alguien a su casa.
No se movió del lugar.
En esos días varias personas habían golpeado la puerta de su casa.
Por la ventana distinguía a los antiguos clientes y a otros nuevos que acudían porque, otros les habían dado su dirección.
Simplemente no abrió la puerta a nadie.
En su corazón aún sentía las palabras del profeta que salvó su vida:
“¿Dónde están?”
“¿Nadie te ha condenado?”
Recordaba su mirada, sentía aún el roce de su piel en sus manos.
Y, sus palabras:
“Tampoco yo te condeno”
Rememoraba lo que sintió cuando escuchó esas palabras.
“Tampoco yo te condeno”
Su mirada. El calor y ternura de sus manos cuando la levantó y ordenó:
“Vete y, en adelante no peques más”
Tres días llevaba encerrada pensando dónde ir, qué hacer.
Tres días planteándose una nueva vida.
Su rostro, su mirada, su piel, su porte no lo podía sacar de su mente.
Él, todo, la había envuelto en algo tan extraño.
Se sentía incierta, inquieta, insegura.
Ella solo sabía atender hombres, escucharles, hacerles sentirse felices por un momento a cambio de dinero.
¿Qué hago ahora?
¿Dónde voy?
Los golpes en la puerta se volvieron a repetir.
Eran delicados, suaves.
Dudó por unos instantes.
Se sentía extraña, distinta.
¡Me perdonaron la vida! – se dijo
¡Me sentí amada y respetada!
¡No volveré a lo mismo!
¡No volveré!
Se acercó a la puerta y, sin abrirla preguntó:
¿Qué desea?
¡La mujer que antes vivía aquí se fue a otra ciudad! – dijo usando otra melodía y tono de voz.-
Al otro lado de la pesada puerta de madera, después de un breve silencio, se escuchó la voz de una mujer:
¡Ábrenos!.
¡Nosotras somos discípulas de Jesús! – dijo otra.-
¡Sabemos lo que hizo contigo!
¿Quieres venir con nosotras?
Era la madre de los hijos de Zebedeo, dos pescadores de Cafarnaún, acompañada de Juana mujer de Cusa y Susana.
Ella abrió la puerta e ingresaron las tres mujeres a su casa y le contaron todo acerca de Jesús.
Al día siguiente, fueron a su casa dos antiguos amigos suyos que venían por sus servicios.
Como la puerta no estaba del todo cerrada, ingresaron.
Se cansaron de esperar y se marcharon frustrados a otro lugar.
LA MUJER ADÚLTERA
(texto Bíblico)
Jesús fue al monte de los Olivos.
Pero de madrugada se presentó otra vez en el templo, y todo el pueblo acudía a él. Entonces se sentó y se puso a enseñarles.
Los escribas y fariseos le llevan una mujer sorprendida en adulterio, la ponen en medio y le dicen:
“Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés nos mandó en la Ley apedrear a estas mujeres.
¿Tú, qué dices?.
Esto lo decían para tentarle, para tener de qué acusarle.
Pero, Jesús inclinándose, se puso a escribir con el dedo en la tierra. Pero, como ellos insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: “Aquél de vosotros que esté sin pecado que arroje la primera piedra”.
E inclinándose de nuevo, escribía en la tierra.
Al oír estas palabras, se iban retirando uno tras otro, empezando por los más viejos; y se quedó solo Jesús con la mujer que estaba delante.
Incorporándose Jesús le dijo:
“Mujer ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado?.
Ella respondió. “Nadie, Señor”.
Jesús le dijo: “Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más”.
Evangelio según San Juan 8,1-11
Muy bueno el cuento. No me imaginè que se pudiera hacer algo de un Evangelio Lo felicito