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La peregrina

LA PEREGRINA

Mi padre había sufrido un ataque. Ahora estaba enterrado.
Desde una terraza, un gorrión echó a volar y se posó en la rama de un árbol de la avenida por la que en ese momento yo transitaba. Pió y se alejó volando. Eso es todo lo que recuerdo de aquella mañana de enero. El cielo se ponía oscuro y hacía frío. Por última vez sentí el roce de sus labios en mis mejillas, y su mano que se cerraba dulcemente sobre la mía. Un fulgor de sol, un fulgor de luna y otro de estrellas.
Soy María, tengo treinta y tres años y aquí empieza la historia en la que decidí ir a Jerusalén.
El tren se detuvo en una estación extranjera. En mitad de la noche subió un viajero y entró en mi departamento, depositó su maleta sobre la red encima del asiento, se sentó y miró por la ventanilla. El cielo estaba negro. Un farol, con un haz de luz polvoriento y débil, daba luz triste al reloj clavado en una pared de aquella desangelada estación.
-¿Qué hacemos dentro de estos cuerpos? dijo mi compañero.
-Creo que nos llevan, y nos sirven para viajar desde el interior dónde debe habitar el alma, contesté yo.
-¿Qué?
-Quiero decir, que los cuerpos, lo mismo son maletas y nos transportamos a nosotros mismos, ¿Conoce a El Greco?
-No, ¿Es algún famoso?
-Es un español, bueno, exactamente no, era cretense.
Un lamento lejano, como un perro herido, se escuchó.
-¿Es un animal? dije.
-¿Usted qué cree?
-Creía que era un amigo suyo.
-No, me refería a ese lamento que llega del exterior. El Greco es un pintor, aparece en Toledo y estableció un taller. Murió hace mucho tiempo.
El reloj de la estación dio las doce campanadas de media noche. El lamento lejano paró bruscamente.
-Ha empezado un nuevo día desde este momento, ¿Hace usted un peregrinaje? preguntó el viajero.
-Sí, es algo personal, busco solamente huellas.
-¿Es usted católica?
-Sí, practicamente todos los europeos lo somos de alguna manera.
El hombre hablaba un español muy correcto.
-Ustedes los europeos utilizan frecuentemente estas palabras: practicamente, exactamente, probablemente, etc, no sé si son positivas o negativas, ¿Usted qué cree?
-No, dije. La palabra practicamente, practicamente no quiere decir nada.
El hombre rió.
-Es usted muy ágil, me ha ganado y probablemente me he dejado ganar.
-De todas formas y en mi caso es probablemente miedo al viaje. Me eché a reir.
El reloj de la estación dio las doce y treinta. El sueño se apoderaba de mi. Desde un parque, detrás de las vías, llegaron los chillidos de los grajos.
-Hace tiempo, leí la Biblia y los Evangelios, son libros sabios y complicados.
-¿Complicados?
-Me refería a Jesucristo.
-Jerusalén, es una ciudad santa, ¿Usted hace también un peregrinaje?
Mi compañero, aplastó fuertemente su cigarrillo con el pie y dijo:
-¡Voy a morir!, ¡Me quedan ya pocos días!
Se acomodó en su asiento y dijo:
-Tal vez deberíamos dormir, no tenemos muchas horas de sueño. Mi próximo tren sale a las tres de esta madrugada, supongo que no tendremos ocasión de volvernos a ver con la apariencia que nos hemos conocido, es decir, nuestros actuales equipajes. Le deseo buen viaje.
-También se lo deseo a usted.
El tren se detuvo, lo vi bajar y se perdió en la noche hasta confundirse con parte del andén.
Continué dentro del compartimento. La noche era suave y húmeda. Desprendía una intensa fragancia a hierbas. Un transbordo tras otro, pensé.
En el asiento de al lado, ahora desocupado, se sentó una mujer acompañada por un niño que se sentó a su lado. La mujer me dio las buenas noches.
-Buenas noches tenga, ¿Cuánto tiempo vamos a estar aquí detenidos?, pregunté a mi compañera.
-Ochenta y cinco minutos, dijo ella.
Salí hasta el pasillo minúsculo y en la escalerilla del vagón me fumé un cigarrillo. Luego me dirigí de nuevo hacia mi asiento con sueño y cargada de santa paciencia, me dispuse ya sentada a esperar a que el tren se pusiera en marcha. El niño, con una vocecilla cristalina me preguntó:
-¿Vas a Jerusalén?, eres muy guapa, no hablo bien tu idioma, ¿Eres de España?
-Sí, gracias, eres muy amable y viajo a Jerusalén, respondí.
-Nosotros vamos visitando templos, dijo su madre.
-¿También hacéis un peregrinaje?
-No, nosotros recorremos los templos porque mi hijo es profeta, lee el alma de los peregrinos, sólo pedimos la voluntad.
-Sí, veo el pasado y el futuro, ¿Quieres saber cual es tu vida?, dijo el chiquillo.
-Sí, estoy deseando saberla.
-Dice mi hijo que si puede mostrarle la palma de su mano derecha.
Alargué mi brazo con la palma de la mano extendida y el crío la sujetó entre sus manecillas. Atentamente, miró los surcos y tocó las líneas de la piel de mi palma.
-¿Entonces?, pregunté.
-Lo siento, dice mi hijo que no es posible, porque tu eres otra mujer.
-¿Ah sí?, ¿Quién soy yo?
-Eso no importa, es sólo la apariencia del mundo, lo que cuenta es el alma.
-¿El alma?, creía que dentro de nosotros también cuenta la vida, la suma de nuestros días vividos, lo que hemos sido, lo que seremos. Si soy otra, me gustaría saber donde está mi alma, preguntale quien tiene mi alma en este momento.
-No puedo decirtelo. Si es sólo tu vida ¿De qué te sirve saberlo?, dijo el niño.
-Tienes razón, no sirve de mucho, pero intenta averiguar donde está mi alma, ¿No eres un adivino?
El niño hizo un gesto con su pequeña mano, y sus dedos dibujaban olas en el aire de un mar imaginario.
-Dice que estás en medio del mar, en un navío que se balancea, no ve nada más, sólo luces.
Saqué de mi bolso unos billetes y se los entregué, les di las gracias. Miré por la ventanilla, el tren se perdía en la noche y encendí un cigarrillo. El cielo era casi negro, la sombra de la vegetación al borde de la vía. Mi próxima estación no debía de estar lejos. En un instante, el mundo había cambiado.
Datos del Cuento
  • Autor: Carmen
  • Código: 10555
  • Fecha: 21-08-2004
  • Categoría: Urbanos
  • Media: 4.99
  • Votos: 77
  • Envios: 0
  • Lecturas: 4256
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