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Leñador

La tarde comienza a caer y una fina llovizna acaricia las pocas y amarillentas hojas que aún quedan en los árboles del jardín.
La llovizna, limpia silenciosa y delicada las hojas cubiertas de partículas de polvo. Así caen, con suaves y ondulados movimientos sobre el amarillento y natural césped. Una tras otra, como si fueran solidarias con su suerte de convertirse en tierra, sucumben a causa del peso del polvo y de la fina llovizna que, mezclada con las partículas de tierra volátil, se convierten en una suerte de delicado y sutil tarquín.
Caen en silencio sobre la alfombra verde amarillenta del espacioso jardín que separa la casa de la calle, donde aún se escuchan los gritos de algunos niños que juguetean por allí en unas viejas y destartaladas bicicletas y otros, que corren tras una pelota que un día orgullosos y felices con sus ojos chispeantes mostraron a sus amigos y diciendo: “tengo pelota nueva”. Claro, era brillante y de color blanco y negro muy bien definidos. Ahora el balón que da botes sobre el irregular suelo es de un color plomizo y su superficie que antes era de una redondez uniforme, es casi ovalada.

Su mirada quiere encontrar a los dueños de esas voces y gritos llenos de vida y alegría.
Hace un esfuerzo y frunce un poco el ceño como para ayudar a su perdida y triste mirada en su infructuosa búsqueda. Quiere contagiarse de esa expresión de vida transparente, inocente, desprejuiciada, para darse ánimo y enfrentar la larga, sufrida, temida y tediosa noche.
Entre ramas y hojas sentenciadas ve una cabeza y unos brazos que se mueven en forma desordenada. Suspira.
Atrapó entre sus pupilas al hijo de su vecina. En ellas, que son de un color café claro, se mueve y salta el hijo de su vecina, despreocupado de la noche oscura y silenciosa que tanto le atormentará, de los crujidos de las viejas y añosas maderas del cielo y piso de su casa de madera colorada.
Es el hijo de doña Carmen - el atrapado en las pupilas color café claro de Roberto - la señora gorda y de brazos velludos que es buena para dar recetas médicas a base a puras yerbas. Ña Carmela – le dicen – siempre cuenta historias del campo. Ella, vivió parte de su pobre y sufrida infancia en casa de su abuela, perdida entre bosques y copihues.
Allí está el hijo de la Carmela encerrado en sus pupilas y que atrapa la pelota plomiza y mojada, lanzando un grito de júbilo por haber evitado que ésta transpusiera la imaginaria línea de un improvisado arco con un par de piedras que habían encontrado junto al camino.
Por unos instantes le atrapa en su visión. Cierra sus ojos como queriendo que sus cortas y tiesas pestañas lo dejen allí, encarcelado en sus pupilas e imagina sus ojos negros y su cara casi morada de lo moreno que es. Sus manos partidas de tanto jugar con tierra y por la fría y gruesa agua del pilón con las que, día a día, tiene que mojar y lavar su esculpida piel de niño de población rural.
Imagina sus dientes blancos y saltados de su explosiva risa, sus piernas flacas y llenas de marcas y cicatrices de tantas caídas. Sus zapatillas gastadas y grandes heredadas de Julián su hermano mayor. Y sus calcetines que nunca se los había visto ceñidos a sus delgadas pantorrillas porque los elásticos habían sucumbido a las friegas y friegas en las anchas y callosas manos de la Carmela en la artesa, que tenía como tapón un corcho de chuica de vino tinto que él le había regalado.
Sintió nostalgia, soñó volver a su niñez y jugar como ellos.

Entre sus manos tiene un pañuelo que, en su tiempo había sido de un blanco considerable, ahora es de un color amarillento y que aún conserva en uno de sus extremos un bordado que dice Felicidades. Así: Felicidades.
Con ese trozo de género casi transparente por lo gastado que está, limpia sus cansados y vacíos ojos con los que cada vez tiene que hacer un mayor esfuerzo para mirar.

Está apoyado en el respaldo de una silla de mimbre que ha soportado más de cuarenta años de uso y cuidado. El respaldo es de una noble y costosa madera, curvo y muy lustrado. Su mano derecha la tiene apoyada sobre el delgado punto de apoyo de la silla y la izquierda, sobre el borde de la ventana casi empuñada porque, en ella, tiene el auxilio de sus llorosos y cansados ojos. En uno de sus extremos bordado tiene escrito Felicidad. Así: Felicidad.
Sin mirar el estado de ese trozo de género que guarda como un gran recuerdo de su viejita que había fallecido hace un par de años, la señora María, se lo llevó a sus secos e irritados ojos que estaban rodeados de una piel color café, curtida y de floja consistencia.
Luego de rozar con el pañuelo su ojo izquierdo con su temblorosa mano, lo dirigió a su roja y pronunciada nariz que tenía varios pequeños cráteres producto de su juventud desordenada y alcoholizada. Frotó las portezuelas de su nariz en forma mecánica y luego introdujo el húmedo trozo de género amarillento bajo la manga de su deshilachado chaleco plomo que su viejita le había tejido veinte inviernos atrás.

Los gritos y risas ya no están al alcance de sus oídos. Y toda la atracción por el mundo exterior - que se vestía de noche plomiza y fría - dejó de ser lo que le había hecho olvidar su soledad, su abandono y un presentimiento trágico que no podía explicar.
Se acercó al velador que estaba junto a su cama para mirar la hora. Entre sus manos tomó el viejo reloj despertador, poseedor de una cabeza similar a la de un casco de soldado. Era de esos que, cuando suenan, levantan hasta los muertos. Era un recuerdo de muchos años pues sus padres se lo habían regalado cuando salió llamado para hacer el servicio en la marina. El puntero grande estaba por llegar al número siete y el pequeño, estaba entre el seis y el siete. Así VI y VII. Por unos instantes se distrajo mirando un pequeño puntero cuyos movimientos estaban muy unidos al tic-tac-tic-tac que, en los desvelos de la noche machacaban sus oídos como si estuviera dentro de la sala de máquinas del viejo barco de guerra que fue su hogar mientras hizo el servicio en la marina.
Tic-tac. Tic-tac.
Tenía dos puntos de apoyo el dueño del tic-tac. Uno de ellos se había roto cuando se cayó de la cómoda de cuatro cajones y tenía que equilibrarlo con un trozo de cartón cada vez que lo tomaba para ver bien la hora.
Era todo un ritual. En eso demoraba un par de minutos, porque era un hombre muy detallista y le gustaban que todas las cosas estuviesen en su lugar y, bien.
Dejó escapar unos improperios porque el trozo de cartón se le había caído y, al tratar de alcanzarlo en su vuelo hacia el suelo a causa de la natural fuerza de gravedad, pasó a llevar un vaso con agua de toronjil a medio consumir que tenía sobre el viejo velador para beber durante la noche.

Ya no era el “flasch” como le decían sus antiguos y extinguidos compañeros de la marina. Su mano derecha torpe y lenta no pudo con la veloz caída del vaso verdoso que había comprado a un vendedor cuatro meses atrás y que canceló en dos cuotas mensuales de dos pesos cada una.
El choque fue inevitable. Estalló y produjo una explosión que asustó a un pequeño ratón que miraba moviendo su pequeña nariz en el otro extremo del desaseado dormitorio de doce metros cuadrados.
El pequeño roedor, impulsado por su larga cola, giró y desapareció entre un junquillo de una de las esquinas del dormitorio, justo detrás de un viejo baúl de madera y cuero que contenía los más variados e increíbles recuerdos de él y de su viejita, la María.
Estalló en mil pedazos que se esparcieron en más de un metro cuadrado. El trozo más grueso del vaso, que antes había sido una botella de cerveza, terminó golpeando la vieja bacinica que tenía varias partes “saltadas” por antiguos golpes. Tenía un lado medio hundido y “saltado” – cerca de la oreja que permitía se tomase - que dejaba ver un fondo medio azulado oscuro. Ése fue porque, su viejita se enojó el día que cumplían dos años de matrimonio. Él había llegado de una partida de cartas con sus amigos, muy avanzada la madrugada, en un estado de ebriedad que no se podía sostener de pie. Además, que, con su borrachera y fuerte voz había logrado despertar a Rubén que después de arduo trabajo, su viejtita, logró se durmiera.
¡Está muy fregado! – decía ella en su ignorancia – ¡Porque le están saliendo los dientes!.
En ésa bacinica, llena de historias y de orinas sanas y enfermas había detenido su loca carrera el trozo del vaso con agua de toronjil. Era la parte de abajo, la más gruesa. Esa.
Se sentó sobre la cubrecama de lana que había tejido su viejita. Tenía varios cuadros de distintos colores y era bien pesada y abrigadora.
Por unos instantes la vio sentada en la silla de cubierta de mimbre haciendo un ovillo de lana y él, en otra que se rompió, sentado con los dos brazos abiertos, cansados y tiesos sosteniendo la madeja que su viejita había comprado en el almacén de la esquina del pueblo, ése que estaba al frente de la “mercería” de don Juan.
Miró al suelo y vio cómo el aguita de toronjil se escurría por entre las separaciones que, con el tiempo y uso, se habían producido en las tablas de alerce fijadas a gruesas vigas de roble con clavos de cobre. El resto era absorbido por la reseca madera que hacía varios meses no era acariciada por el “chongo” cubierto de un viejo trapo con cera roja, esa bien hedionda para espantar las pulgas y arañas – como decía su viejita – El viejo “chongo” para ésas ocasiones, se vestía con su pinta “dominguera”: un viejo chaleco de lana de alpaca y, que altivo y tieso por la velocidad del roce, lograba que las tablas de alerce dieran un brillo especial.
El viejo “chongo”, con el tiempo, fue convertido en un simple palo que sirvió para guiar una mata de tomate que había crecido junto a la salida de la cocina, porque su viejita había tirado unas pepas “por su salía” una matita. Allí terminó su vida el viejo “chongo” - que por muchos años se vistió de “trapo encerado” y de “lana de alpaca” - enterrado en una tierra blanda, abonada y húmeda que poco a poco fue engangrenando su extremidad inferior hasta hacerle sucumbir por el peso de los rojos frutos de la mata de tomate.

Lamentaba haber quebrado ese vaso que le costó dos meses de pago: cuatro pesos. Cuatro pesos, lo que gastaba y comía en pan en dos semanas.
¡Mañana pasaré la escoba y barreré los trozos del vaso! - se dijo suspirando - mientras comenzaba con el ritual de desvestirse para acostarse en la hundida cama de bronce y de colchones de lana humedecidos por la falta de ventilación.
Después de sacarse la ropa y ponerse el pijama, encendió la vieja radio que tenía sobre una mesa al otro lado de la cama. Era antigua, a tubos, y demoraba unos minutos en calentarse. Después saldría, por el empolvado parlante que estaba sobre la perilla que servía para sintonizar las emisoras, la voz del locutor que siempre le acompañaba por las noches con su programa especial de tangos.
El viejo y cojo reloj señala las siete de la tarde. Ésa era la hora en que “Carlitos” comenzaba su programa especial de tangos y música del recuerdo. Gardel abrió el programa.
“Adiós muchachos compañeros de mi vida...” sonaba por el pequeño y saturado parlante cubierto con una especie de paño plomizo. Allí tenía puesta la vista Roberto. Miraba el parlante. Escuchaba y miraba el parlante transportándose al pasado.
Estaba apoyado sobre el codo del brazo derecho y poco a poco se reclinó sobre la almohada al mismo tiempo que cerraba sus ojos.

Inspiró profundo y por sus fosas nasales ingresó el fresco olor a eucalipto.
Por sus oídos, el ruido de un pequeño estero que venía lleno, los cantos de las aves que le inspiraban para escribir versos de amor a su enamorada María.
Estaba sentado a la sombra de un frondoso árbol que, en lo alto de su grueso tronco tenía dibujado un corazón con un clavo de cuatro pulgadas donde se podían leer las iniciales R.G.G. y M.L.A.
Escribía unos versos para la mujer que le hacía suspirar durante gran parte del día. Cada vez que terminaba su proeza se los entregaba a su hermana menor, que murió de una extraña enfermedad y, que era compañera de Ernestina, hermana de su mujer soñada.

Las aves cantan
porque pueden volar,
y yo suspiro
por volverte a besar.

Siempre llegaba a las manos de María por su hermana Ernestina, cuando ella llegaba de la escuela con sus zapatos empolvados, sus calcetines a media pierna y sus uñas pintadas. Era un pequeño papel y bien doblado, pegado con engrudo que su mamá siempre preparaba para que su hija menor pudiera pegar los recortes de las tareas.
A unos dos kilómetros, María, a escondidas leía los cortos y sentidos versos de Roberto, el joven de largas patillas y camisa a cuadros que nunca cambiaba las botas de medio taco y su gorro de lana aunque lloviera o hiciese un calor endemoniado.
Estaba intranquilo, el papá de María, don Ernesto se había enterado de las citas a escondidas de su hija con el hijo de su compadre don Armando. Ambos habían convenido en una visita de rigor para formalizar el noviazgo de sus hijos. Hasta el momento se habían dado dos besos apurados y el sábado, en dos días más, los dos comenzarían un corto noviazgo.
Preparaba las palabras que debía decir a los padres de María:

No soy rico pero hice el servicio en la marina.
Allí aprendí a trabajar y servir a mi Patria.
Allí me enseñaron a respetar y cumplir lo jurado.
Allí aprendí a ser hombre y honrar lo amado.

Allí estaba ella. Peinada con trenzas y de pelo muy brillante. Con zapatos negros brillantes y calcetines blancos. Miraba al suelo y tenía sus manos pegajosas producto del nerviosismo.
Don Ernesto y Armando, miraban orgullosos a sus hijos.
Quien dio el primer paso fue don Ernesto que, de la mano de María y mirándole fijamente a los ojos, le dijo muy sentido:

Cuida de esta mujer que es hija mía,
de lo contrario tendrás que verte con la ira mía.

Roberto, con un muy bien planchado pantalón gris y gruesas rayas verticales, un peinado correctísimo con el que su madre logró - gracias a la goma natural que pudo sacar de pepas de membrillo a medio madurar y, un poco de jugo de limón – aplastar el remolino que tenía en la base de su frente y otro, atrás, un poco más abajo de la mollera y, que nunca nadie se lo había podido dominar.
¿Me estás aliñando para el matrimonio? – preguntaba entre risas y nervios Roberto a su madre que estaba afanada tratando de acabar con el difícil trabajo de peinar a su hijo, cuando faltaban veintitrés minutos para que se cumplieran las siete de la tarde.
¡Ya! – dijo su madre con aire de triunfo, creo que he ganado esta vez a tus rebeldes pelos. Eran los dos remolinos que más rabias hacían pasar a don Rupertino, el único peluquero del campamento que - a punta de tijera y una máquina muy moderna que le había traído un cuñado de la capital – tenía que luchar y hacer malabares para que no se le notaran en demasía esos remolinos.

Roberto vestido elegante, venciendo al nerviosismo y al movimiento de su descontrolada pierna izquierda que le tiritaba en demasía, recitó su discurso de memoria ante la sentencia de su futuro suegro:

No soy rico pero hice el servicio en la marina.
Allí aprendí a trabajar y servir a mi Patria.
Allí me enseñaron a respetar y cumplir lo jurado.
Allí aprendí a ser hombre y honrar lo amado.

Lo hizo con una mirada tímida que, de vez en cuando, levantaba para encontrar una aprobación en la también tímida sonrisa de su casi ya novia.
Cuando terminó con el breve discurso que tenía preparado – que le pareció interminable – instintivamente movió los dedos índices de ambas manos y los frotó con los respectivos pulgares. Los sintió pegajosos, mojados producto de la ansiedad que le provocaba el momento de la proclamación de su ideario de novio y esposo.
Luego las madres respectivas entregaron a cada hijo un anillo, de esos que venden los comerciantes que van una vez al mes a los campamentos de leñadores. De esos. De un color amarillento que parecen de oro pero que son de un metal blando y barato.
En silencio y con manos temblorosas, Roberto introdujo el anillo en el anular de las húmedas y nerviosas manos de María. Luego, ella, con muy mala puntería, hizo lo mismo en el anular derecho de su prometido.
Vinieron los aplausos y la promesa que el próximo mes, cuando viniera el señor cura, bendijera las argollas y desposara a los novios.
Allí también estaba doña Petronila, su abuela materna sentada en una silla con un cojín, de esos que tejen las abuelas con las sobras de lana después de inventar un chaleco para que el viento del invierno no penetre los cuerpos de sus nietos. Estaba rigurosamente peinada con un moño en su nuca y un peine con dientes largos de madera de álamo que Roberto le había tallado y regalado – mientras se entretenía en alta mar para acortar las noches muy movidas en los mares del sur.-
Doña Petronila tenía su cara llena de arrugas y sus mejillas coloradas, producto del viento que, por varias calendas se había ensañado con su piel en los fríos inviernos y calurosos veranos. Miraba complacida y complaciente la breve ceremonia que se prolongaría en una comida abundante.

Ella había regalado una pequeña vaquilla que hacía dos días venían adosando con toda clase de condimentos.
Estaban sus padrinos y dos compañeros del servicio militar, quienes siguieron en la marina.
El brindis, antecedido por un sentido discurso de su suegro con toda clase de consejos cargados de moral y buenas costumbres para que los novios se guardaran puros e inmaculados para el día en que tenía que venir el “padrecito” y casarlos.

El viento que estaba afuera, al parecer tenía mucho frío porque empujaba con fuerza la ventana como queriendo entrar.
Y, lo logró. Ingresó con violencia y envuelto con un manto gigante de frío.
La ventana golpeó con mucha fuerza un antiguo florero que contenía unas flores plásticas desteñidas y cayó con gran estrépito.
Roberto, que en ese momento tenía entre sus manos una copa de cidra muy helada a punto de hacer efectivo el brindis anunciado por su suegro, se sobresaltó y sintió cómo su cuerpo era envuelto por el frío, que había penetrado junto al viento a su dormitorio.
¡Maldito viento! – dijo – mientras cubría sus espaldas con un poncho negro y grueso, de esos de Castilla, y dejaba caer sus pies al sucio piso de madera que aún tenía trozos de vidrio del vaso que se había caído del velador.
Caminó hacia la ventana que se había abierto mientras tosía y una clavada le traspasaba su encorvada espalda que ya no tenía carnes para ocultar los huesos de la columna y de las “paletas”. Allí sentía el dolor. Debajo de la “paleta” derecha, cada vez que tosía.
Cerró las hojas de la ventana y puso un trozo de cartón entre sus hojas, para cerciorarse que esta vez el viento no las volvería abrir.
El pequeño roedor se asomó por entre los junquillos para observar qué le pasaba a su “vecino” de pieza mientras que roía un trozo de pan que se había caído en un descuido de Roberto bajo la mesa. Fue cuando se tomó un “matecito” a las cuatro y media de la tarde.
Roberto sabía de su existencia y nada hacía por exterminarle. Se sentía acompañado y se imaginaba al ratón Mickey de las revistas de Disney, por eso nada hacía para eliminarle.
“Carlitos” anunciaba el fin del programa, mientras de música de fondo sonaba el tango uno. Eran las ocho de la noche. Escuchó unos comerciales y comenzaron las noticias.

“El precio de la harina ha experimentado un alza por lo que a partir del día siguiente el pan subirá en dos pesos el kilo”.
Miró el calendario como para calcular si tendría suficiente dinero para el fin de mes. Vivía el miércoles 18 de julio de 1974.
Recibía dieciseis pesos mes a mes que iba a cobrar después de hacer una larga fila en el único banco de su pequeño pueblo sureño. Salía muy temprano y lo llevaba Jacinto en su carreta de bueyes a la carretera, de allí tenía que caminar una hora para llegar al “pueblo” para “pagarse”.
Sabía que, a fin de mes, tendría que cambiar unos billetes grandes de varios escudos porque los señores militares habían cambiado la moneda. Con esa “platita” se compraría unos zapatos nuevos porque los únicos que tenía ya estaban muy rotos y el zapatero le había dicho que era el último “arreglo” que “aguantaban”.
Y se puso a refunfuñar:
¡Antes teníamos harta plata y no había nada en que gastarla!.
¡Ahora tenemos cosas para comprar paro la plata no nos alcanza!.
Recordó con rabia y vergüenza cuando fue al pueblo, en febrero de 1974, para “regalar” los anillos que se había puesto con su viejita cuando el curita los casó.

Recuerda que le dijeron unos señores militares:
¡Abuelito!. ¡Esto es pura lata! ¡No valen nada! ¡Guárdelos mejor!
¡Nosotros necesitamos anillos de oro para “levantar” el país!
Allí estaban guardados en un cofre que, cuando cumplieron quince años de casados había comprado en el pueblo y le había regalado a su viejita. Había trabajado muy duro talando pinos para un aserradero y con parte de esa platita le había comprado el “regalito” para su querida viejita que lloró de emoción cuando lo abrió.

¡Faltan veinte días para el fin de mes! – dijo mirando el calendario.
Suspiró y volvió a poner su blanca cabeza sobre la almohada.

“Mueren cinco extremistas en un enfrentamiento con efectivos de seguridad en un patrullaje de rutina en la Pintana” “Según las informaciones entregadas, los terroristas formaban parte de un movimiento guerrillero que se estaba formando en la Capital y que fue totalmente desmantelado gracias a los efectivos civiles”.

¡Malditos comunistas! – dijo con rabia – ¡Tienen que matarlos a todos para que podamos vivir en paz!
¡Ojalá que entienda Jacinto – se decía con mirada de sabio – porque anda diciendo por allí que los militares andan sin uniforme matan y matan gente y los hacen desaparecer!
¡Esos son inventos que escuchan de los rusos en la radio Moscú!
¡Don Roberto! – decía vehemente Jacinto una vez al mes cuando lo llevaba al pueblo - ¿Qué va a saber usté´? ¡Si se la pasa too´ el día encerrado en su casa pues!
¡Déjate de hablar leseras Jacinto! – decía enojado Roberto - ¿A quién le crees? ¿Al general de los militares o a los rusos comunistas que están al otro lado del mundo?
Y, Jacinto que iba a pie con un largo palo en la mano puesto sobre el yugo de la pareja de bueyes que tiraban una carreta cargada de carbón, movía la cabeza como diciendo:
¡Pobre viejo, cree todo lo que escucha a pie e´juntillas!

“Mañana tendremos chubascos en forma intermitente durante todo el día y una temperatura máxima de doce grados”.
“¡Buenas noches! Y no se vayan pues pronto viene don Julio con la múuusica mejicana y las más preciosas rancheras”.

Se incorporó y apagó la radio sin antes cubrirla con un paño que había tejido a croché su viejita para que “no se llenara de tierra”.


Cerró sus ojos y comenzó a sentir su cama suspendida en el aire. Se movía y crujía al mismo compás de su movimiento. Comenzó a sentir los ruidos que los fierros producían al chocar o rozar unos con otros. Con esa sensación comenzó a quedarse dormido. Era una batalla muy dura. Dormir en esos momentos era lo que más quería para descansar del pesado día de trabajo en la cocina del carguero de la Armada.
Le molestaba y dolía bastante su mano izquierda que no había resistido el filudo cuchillo para pelar papas. Fue un descuido tonto.
Lorenzo le había pedido la tabla para picar el cilantro y, en un segundo, mientras desvió su vista para ubicarla antes de pasársela, la filuda hoja del largo y ancho cuchillo había pasado a llevar el dedo índice de su mano izquierda. Fue un corte profundo que le llegó hasta el hueso.
Entre la tripulación se corrió la voz que el cocinero se había cortado un dedo y que a quien le tocara la suerte de “encontrarlo” en su plato, quedaba libre de una guardia nocturna.
Se armó tal alboroto que, el Teniente, a cargo de los novatos marinos, tuvo que intervenir para evitar una psicosis colectiva e informar a sus superiores de los hechos tal como habían sucedido.
El practicante le curó su herida y le puso un par de puntos que le causaron más dolor que cuando el cuchillo penetró sus carnes indicares.
Se daba vueltas y vueltas en su angosto camarote y pensaba en sus padres que estarían recordándole y añorando su presencia en casa. En la estrechez, extrañaba la amplitud de su cama. Su amplia pieza con el brasero en la puerta para calentar el ambiente. Sentía nostalgia de las húmedas mañanas cubiertas de neblina en los bajos donde ellos vivían, la levantada temprano para ordeñar las tres vacas que habían parido dos terneras y un ternero...deben estar grandes – se decía.-
Su compañero de camarote el guardiamarina López, era de sueño profundo y de sonoros ronquidos. Ya estaba acostumbrado a ello.
Navegaban a la altura de la isla Quiriquina y había salido de los astilleros de Talcahuano e iban con rumbo a Valparaíso.
No se dio cuenta en qué momento se quedó dormido. Le pareció que solo durmió unos minutos porque el reloj que le habían regalado sus padres le hizo despertar. Su sonido fue tan estridente como un cañonazo.

Abrió los ojos y se incorporó.
Aún estaba muy oscuro y se extrañó sobremanera.
Tomó entre sus manos el reloj y maldijo su descuido y equivocación.
No era la primera vez que se equivocaba al poner el despertador, ya le había sucedido en otras ocasiones. Pero, esta vez sí que fue un error grande.
Señalaba las 01:45 de la madrugada.
Lo volvió a poner sobre el viejo velador y abrigándose bien, se levantó y tomando su bacinica desocupó su vejiga pues, aparte de la cistitis, su próstata no funcionaba bien. Lo hizo y dejó la bacinica bajo su cama y muy pronto se quedó dormido.
Eran las nueve de la mañana cuando se despertó. A causa del desvelo no sintió el despertador que sonó hasta que el casco del soldado dejó de sonar a causa del pequeño martillo de acero.

Se acercó a la ventana y abrió los postigos de madera para dar paso a la luz de un día nublado y lluvioso. En los árboles ya no quedaban casi hojas. El viento de la noche las había arrebatado del árbol y casi todas yacían indefensas sobre las demás. Algunas habían llegado incluso, en su afán por salvarse del abandono, al borde de la misma ventana. Dos se habían pegado al vidrio de una de las hojas de la ventana.
Suspiró y volvió en dirección a su cama. Se calzó unas zapatillas de levantarse de color café y se dirigió al baño. Volvió a su pieza y terminó de vestirse. Luego salió al exterior e ingresó a la cocina que era una pieza grande de adobe y que tenía una gran cocina en el medio. Tenía seis platos.
Abriendo una de las portezuelas de ésta, comenzó a limpiar los restos de ceniza e hizo un espacio para introducir los cortos pero gruesos leños de eucalipto. Era toda una ceremonia pues demoraba más de media hora en prender esa vetusta y firme cocina de fierro. Allí pasaría gran parte de la mañana pues, después de calentar el agua para tomar desayuno, en una olla aparte también calentaba agua para lavar las partes más íntimas de su cuerpo. Era una costumbre que había adquirido cuando hizo el servicio en la marina y que nunca, nunca lo dejó de practicar.
Después - él sabía muy bien lo que tenía que hacer – ingresaría nuevamente a la cocina que estaría muy abrigada y caliente a causa de la leña prendida y, procedería a “baldearla”. Eso lo hacía todos los días. Su piso era de tierra y siempre le lanzaba un poco de agua y la barría hasta no ver ningún rastro de migas de pan o de alguna cáscara de papa.
Allí se quedaba hasta las once de la mañana, hora en que se tomaba un mate y se disponía a cocinar un plato liviano que a las doce se serviría. Se acompañaba de una pequeña radio a pila que su hijo le había regalado. Su música preferida a esa hora de la mañana eran canciones de su tiempo de juventud. Boleros, canciones de Mujica, Soledad Lamarque y también algunas rancheras mejicanas.
Después de almuerzo se iba a sentar en una pequeña banca que tenía a la salida de su casa. Allí en la vereda y contemplaba a la gente pasar, algunos jóvenes que esperaban una contratación para trabajar en el aserradero que había por allí cerca y otros en la planta de CELCO (Celulosa Arauco y Constitución).
Ese día – él lo sabía – no podría sentarse a reposar el almuerzo en su banquillo. La lluvia era muy cerrada y copiosa.
Sacó unas pocas brasas de la cocina y las puso en el brasero para calentar su dormitorio. Allí se tomó otro mate mientras se disponía a escuchar las noticias en su viejo radio transistor. Era un R.C.A.
Por la tarde recibió la visita de don Manuel. Era un viejo gordo lleno de noticias del sector y que, además, era un ex dirigente del campamento. Andaba escondiéndose de alguien. Eso no le quedó claro a Roberto que sabía que hace unos meses había tenido que viajar a Talca y que después había estado en Santiago. Tampoco le quedó claro las razones de las muchas preguntas que le hizo sobre Jacinto: dónde vendía el carbón, quién se lo compraba y muchas otras preguntas más.
¡Lo que pasa, amigo Roberto – le dijo – es que dicen que andan por aquí algunos extremistas escondidos y hay que tener mucho cuidado!
¡Ah! – le dijo Roberto – yo se nada de esos vellacos porque paso casi todo el día encerrado.

¡Pero, dígame don “Rober”! ¿Ha visto por aquí gente nueva? – preguntó el gigantón.
¡No! La verdad es que a nadie recuerdo...¡Ah! sí uno medio rucio que alcancé a ver el otro día parado frente a la mercería y que me saludó muy amablemente – respondió Roberto.
Y, ¿Cómo era el hombre? – insistió el vecino gordo.
Se veía una buena persona y se llevó varios clavos de los grandes, como cuatro kilos y dos madejas de cordel grueso – respondió recordando el viejo Roberto.-
¡Ahí está! – exclamó su interrogador gordo.
¡Ese es uno de los extremistas que andan por aquí!
Roberto que no entendía nada, le preguntó:
¡Dígame amigo! ¿Cómo le fue en la capital? Porque según me contaron usted anduvo unos meses por allá.
Manuel, con su metro setenta y ocho de estatura y sus ciento treinta kilos, se revolvió en el improvisado cajón donde se había acomodado y le dijo:
¡Bien! ¡Bien! Estuve haciendo unos negocios por allá pero no me fue muy bien.
¡Ah! Dijo Roberto a modo de respuesta.
Roberto se quedó mirándole con el ceño fruncido.
La gente – dijo - por acá comenta que usted se hizo amigo de los militares y que venía con un cargo mas o menos importante....
¡No! Bueno, la verdad es que sí. Me dieron la misión de informar cómo vivimos nosotros y cuáles son nuestras necesidades.
Je-je-je – rió entredientes – usted sabe que nosotros estamos casi en la plena cordillera y vivimos rodeados de bosques.....”oro verde” le llaman.
¡Sí! – dijo Roberto un poco extrañado...¿a quién le importaría si nos falta algo por allá en la capital?
Y el gordo Manuel volvió al ataque.
Lo que pasa es que ahora como hay un gobierno que no es de políticos que andan puro prometiendo por ahí cuando vienen las campañas....ahora el general que gobierna mandó a todos a una gran campaña. ¡Reconstruir nuestra patria!
Y, él está muy preocupado de nosotros que vivimos tan “re´lejos”.
Imagínese nosotros aquí somos como trescientas personas en el campamento...¿qué haríamos si vienen los extremistas y los comunistas a quitarnos nuestras cositas?
¡Dígame! ¿Qué haría un viejo solo y patuleco como usted?
¡Bueno don Rober! ¡Cualquier cosa me avisa! ¿De acuerdo? – dijo a modo de despedida el gordo.
Bueno, bueno – dijo intrigado Roberto
Entonces, ¡En eso quedamos! – Dijo contento el gigantón. ¡Usted me manda llamar y estaré para defenderlo de los comunistas y extremistas badulaques!
¡Buenas tardes! Don Rober...
¡Buenas tardes! – Respondió Roberto mientras el vecino gordo transponía el umbral de la puerta que daba al patio.

Por la tarde, mientras estaba parado junto a su ventana, vio pasar a Jacinto que iba muy bien cubierto y abrigado de la lluvia y del frío.
¡Así que eres comunista carajo! – exclamó.-
Allí se quedó con la vista fija en la carreta de bueyes que le seguía cargada con sacos de carbón que iría a vender al pueblo al día siguiente.
La ampolleta que desparramaba la luz en toda la pieza permitió que viera su rostro arrugado, delgado y de unos pocos pelos canosos reflejado en el cristal de la ventana.
Eso fue como el golpe mágico porque poco a poco vio cómo se desvanecía su rostro del cristal. Los pocos pelos blancos que cubrían su ya muy avanzada calvicie, comenzaron a cobrar color. Se vistieron de negro y observó cómo, poco a poco, su cabeza se cubría de un pelo negro, liso y grueso. Su cara también se fue transformando. La línea de sus arrugas que marcaban el tiempo en el mapa de su cara cual meridianos y paralelos, se fueron extinguiendo para lograr ver nuevamente su rostro juvenil.

Sí. Allí estaba frente al cristal, peinándose porque debía ir al hospital del pueblo para conocer a su hijo, el Rubén que había nacido hace dos días. Nació un martes en la tarde y el aviso le llegó al campamento donde estaba talando un bosque, el miércoles al mediodía.
Estaba allí pasándose una peineta colectiva sobre el grueso y tieso cabello para que su hijo conociera a su padre y no se asustara al verle despeinado.
El jueves había visitas en el hospital de tres a cuatro de la tarde.
Estaba feliz. Había sido papá.
Bajó del campamento en un camión cargado de troncos de pino para llegar a su casa paterna después de tres horas de viaje por caminos llenos de barro, entre tupidos y oscuros bosques.
Su madre le esperaba con ropa limpia y un cajón de madera de roble, muy grande que simulaba ser una bañera que estaba muy bien sellada, se dio un baño de agua caliente que su madre le preparó en cuatro fondos en la cocina a leña. Ella era la más contenta de su primer nieto. Ella tenía muchos regalos para el “Rudencito” - como le decía – tres pares de calcetines celestes, unos pantaloncitos y chalecos del mismo color que ella misma había tejido para su nietecito.
¡Es bien morenito! – decía riendo
¡Salió con harto pelo! ¡Igual que tú!
¡Si cuando lo vi, me acordé cuando nació mi príncipe!
Eso fue allá en Vilches ¿te acuerdas?
¡Sí mamá! – respondió Roberto.-
¡Esa historia me la has contado varias veces!
¡Por Dios Santo! ¡Que la sufrí con mi niño! – continuaba su madre con los recuerdos.
Si tu padre tuvo que salir de noche muy cerrada para ir a buscar a doña Julieta para que me ayudara con el parto. Tu padre se portó como un rey porque atizó el fuego y calentó una olla grande con agua para lavar al recién nacido.
¡Parecías un tizón de espino!
¡Hubieras visto la cara de tu padre cuando te vio! Si es tan bruto, pero mi niño le quitó todo lo de bruto que tenía.
¡Lo hubieras visto hijo!

Sus ojos estaban brillantes y sus toscas manos llenas de cayos se convirtieron en la suavidad de una flor de pensamiento y te besaba como si fueras mariposa de espuma. Poco le duró porque después me lo pasó a mí diciendo:
¡Los niños son cosas de mujeres y no de hombres!
Pero, igual le hiciste aflorar la ternura.
¿Irá a pasar igual con usted mijo?
¡Tiene que ser atento con su señora y muy delicado!
¡Mire que nosotras quedamos muy resentidas y regalonas!
¡Tiene que seguir siendo cariñoso con ella!
¡No la deje nunca de lado! ¿Me oyó hijo? – decía cariñosa y orgullosa su madre.-
¡Sí! Mamá, aunque sea feito mi hijo la querré siempre igual a ella – respondió Roberto.- y agregó muy seguro:
¡No olvide el discurso que dije, cuando me la entregó mi suegro, don Ernesto!

Estaba en la sala del hospital que su señora, compartía con cuatro señoras que también estaban amamantando a sus críos con caras de felicidad y llenas de orgullo.
Allí estaba la Ester que había sido compañera en la escuelita que estaba en el bajo del campamento. Estaba gorda y llena de manchas en su cara. La comparaba con su María que tenía su cara un poco hinchada y una ojeras de color café. No estaba tan gorda como la Ester.
Se veía feliz. Y tenía a Rubén acomodado en su brazo izquierdo pegado a su pecho. Solo se le veía su cabeza y parte de su cara.
¡Bien peluo´salió el carajo! – dijo.-
¡Sí! – dijo la madre del recién nacido – ¡Fíjate en su perfil! ¡Es igual a ti! ¡Igualito!

Él era hombre y los hombres no deben expresar sus sentimientos ante los demás. Así se lo había enseñado su padre. Los hombres no lloran. Se lo había repetido muchas veces su abuela y también el Teniente cuando lo vio un día en su camarote llorando a escondidas y en silencio porque echaba de menos el campo, los bosques y la seguridad de la tierra firme.
Los hombres no lloran. No pueden llorar. Las mujeres son las sentimentales, los hombres no.
Allí estaba, con su corazón que quería arrancarse por lo acelerado que estaba. Entre sus manos tenía el infaltable gorro de lana que estrujaba con frenesí sin darse cuenta. Se lo había sacado para disimular el movimiento de su mano derecha que enjugó dos lágrimas de emoción que se habían escapado de sus negros y redondos ojos que, cuando se cerraban se cubrían con unas pobladas pestañas largas y tiesas.
¡Lindo el carajo! – dijo después.
¡Se parece a ti también! – decía al mismo tiempo que pasaba parte de las barreras del machismo del duro leñador para acariciar el antebrazo derecho de su mujer.
¡Lindo! ¡Igualito a su abuelo!
Se sintió débil de machismo y se inclinó para besar a su compañera y a su hijo que, emitía sonoros ruidos al chupar el pezón de su madre.
Después reparó que había dejado el ramo de copihues blancos y rojos que había cortado en el camino y se los entregó a su suegra para que los pusiera en un frasco de vidrio que estaba sobre un rústico velador de color blanco.

¡Los traje para mi reina que me hizo papá y que me regaló un lindo varón! – dijo tímido al mismo tiempo que se los entregaba a su suegra para que los desempaquetara.

Los golpes insistentes y fuertes en la puerta le hicieron voltear.
¡Roberto! ¡Roberto!
¡Abre por favor!

Se dirigió a la puerta y abrió.
Era Jacinto que venía con cara de susto y todo mojado.
¿Qué pasa? ¡Mira la cara que tienes!
¡Don Roberto!
¿Qué anda diciendo usted por ahí?
¿Cómo? – preguntó Roberto extrañado.
¡Sí pues amigo!
¿No ve que el gordo Manuel me mandó ir a los carabineros del pueblo?
¿Qué? ¿Por qué? ¿Qué hiciste Jacinto? – preguntó Roberto
¿Qué voy a saber yo?
¡Si todo el día me la paso en el bosque y en el quemador haciendo carbón!
¡Fíjese que la gente se aparta de mí ahora!

¿Qué veneno anda vendiendo ese gordo? – preguntó Jacinto con su cara más calmada.-
Me dijeron que está contratado por los de la Junta Militar, para decir quienes son comunistas y extremistas y, quienes se ríen y hablan mal de ese general de gafas oscuras.
Incluso, dicen que tiene un re´buen sueldo.
Doña Clarisa me dijo que era un soplón, de esos civiles como la gestapo que andan tomando gente y nadie sabe más de ellos. No sé hasta qué punto eso es cierto. Eso es lo que dicen por ahí.
Roberto, afirmándose en el dintel de su puerta, dijo en forma solemne:
¡Dime! ¡Carajo!
¡Jura por nuestra bandera que dirás la verdad!
¿Eres uno de esos extremistas comunistas?
¡Don Roberto! – exclamó más asustado aún Jacinto - ¿Cómo se le ocurre? Esos queman neumáticos en las calles y tienen armas modernas. Yo solo quemo palos de espino para hacer carbón y tengo una carabina que me sirve pa´cazar los patos y poder comer y nada más. ¿Cómo se le ocurre?
¿Me lo juras por la bandera y por la Virgen del Carmen, Jacinto? – volvió a preguntar Roberto.
¡Se lo juro por la Bandera, por la Virgencita del Carmen y también por Diosito Santo!
Entonces, carajo: ¡Entra y pasa la noche allá en la cocina! – dijo Roberto.-.
¡Todavía quedan brasas! ¡Atiza un poco más el fuego, así no pasarás frío!
¡Gracias don Roberto! – contestó con su rostro lleno de alegría y alivio Jacinto.
¡Yo sabía que usted tiene buen corazón! – agregó al mismo tiempo que ingresaba a la vieja casa colorada.

En la mañana del día siguiente ambos se encontraron en la cocina.
Jacinto, ya tenía prendido el fuego y el agua caliente para el desayuno.
La conversación se centró en Rubén, que hacía seis meses estaba trabajando en la construcción en la capital.
Hace tres semanas el Sigisfredo me leyó la carta de mi hijo. Me dijo que estaban construyendo unos galpones para unos señores ricos allá en Las Condes y que, cuando se termine la “peguita” vendría para acá.
¡Está igualito a usté´don Roberto! – dijo a modo de cumplido Jacinto.
¡Buena para la pega y harto responsable el cabro pues!
¡Sí! – dijo orgulloso Roberto.
Es maestro carpintero y, de los buenos. Antes que le saliera la “peguita” en la capital, hizo unos muebles para las oficinas del nuevo aserradero.
¡Claro! – acotó Jacinto.
¡Dicen que le quedaron harto lindos!
¡Sí! – dijo Roberto. Hasta acá llegaron los comentarios. Incluso de Constitución le habían llamado otros patrones para que le hiciera unos closet. Pero, es muy aventurero y se fue para la Capital. Allá tiene más posibilidades. Eso dicen.
Allá está muy fregá´la cosa don Roberto. Dicen que hay muchos tiroteos y que apagan las luces temprano y la gente no puede andar en las calles después de las nueve de la noche.
¡Eso lo dicen los comunistas no más para meternos susto! – interrumpió Roberto
¡No!. Es verdad – atropelló Jacinto.- ¡Mañana le voy a traer mi tele con la batería para que sepa bien cómo están las cosas!
¿Mañana? – preguntó Roberto que no tenía en mente seguir dándole techo y refugio a Jacinto.
¡Sí! ¡Si quiere se la traigo esta misma noche!
Roberto se quedó pensativo. No quería seguir teniendo a Jacinto en su casa por lo que decían de él pero, el tener un televisor en su casa le entusiasmó.
¡Bueno! ¡Tráigalo esta misma tarde cuando se oscurezca!
¡Eso! – dijo Jacinto con sus ojos llenos de ilusión.
¡Esta misma tarde se lo traeré!
¡Ah! Y también tiene una radio incorporada para escuchar noticias de afuera. En onda corta se pueden escuchar radios hasta de Japón.
¿Onda qué? – preguntó Roberto
¡Onda corta! Don Roberto.
¡Usted verá! ¡Usted verá!
Y podrá escuchar tangos, tangos. Directo de Argentina
¿Qué le parece?
Y, Roberto haciendo un gesto con su mano para que se fuera luego, quedó pensativo y se preguntó con mucha ingenuidad: ¿Cómo serán los tangos que se escuchan directos de Argentina?


Estaba nervioso. El viejo reloj señalaba las ocho de la noche y todavía estaba en pie.
Esperaba a Jacinto que le trajera el televisor y la radio.
Sintió unos golpes fuertes en la puerta y salió presuroso para recibir a Jacinto.
Se llevó una tremenda sorpresa. Era el gordo Manuel quien golpeaba con insistencia.
¡Don Roberto! ¿Cómo está? – preguntó el gordo a modo de saludo.-
¡Tan tarde! ¿Aún está de pie? – continuó el gordo con voz excitada por la adrenalina.
¿Qué tiene que esté de pie a esta hora?
Espero a Jacinto que me va a traer una cositas – respondió confundido Roberto
¡Ah! – exclamó el gordo a eso venía precisamente yo. Jacinto no podrá venir porque tuvo que viajar a Talca.
¿Sabía usted de ese viaje? – volvió a preguntar el vecino gordo.
A Roberto, el gordo Manuel le comenzó a desagradar. Venía pasado a vino y sus ojos los tenía un poco vidriosos.
¡Nada sabía del viaje a Talca! – respondió el anciano y enfermo Roberto.
¡Dígame Manuel!
¿Es cierto eso que andan diciendo de usted?
¡Qué me importa lo que digan de mí! – dijo desafiante el gordo. ¡Lo que hablan, lo dicen los comunistas hocicones! ¿Usted se pasó para el otro bando? – preguntó el gordo poniendo su dedo índice sobre el pecho de Roberto al mismo tiempo que le intimidaba.-
¡Acuérdese que usted hizo un juramento a la patria y a la bandera!
¡No se olvide de eso amigo! ¡No se olvide!
¡Mire! – agregó con tono paternal y protector.
¡Para que vea que todo lo que dicen por ahí son mentiras y no soy tan malo, le traje un encargo del Jacinto!
Acto seguido desapareció del dintel de la puerta y regresó con dos cajas.
¡Aquí tiene! ¡Esto me encargó el Jacinto que le entregara!
¡Tómelo como un regalo porque no creo que él regrese por acá!
¡Tal vez nunca más lo vuelva a ver! ¿Me entiende viejo?
Y, se los dejó allí. Justo a sus pies para que Roberto los llevara al interior de su vieja casa colorada.
¡Tal vez nunca más regrese por acá! Volvió a decir lanzando una risa al aire mientras volvía sus pasos a la calle, cubriendo los cinco metros que separaban la puerta de ingreso a la vieja casa colorada de la puerta de calle.
Roberto cerrando la puerta y con unas lágrimas de impotencia en sus ojos dijo:
¡Maldito traidor!
¡Eres un carajo!
Eso. ¡Eres un maldito carajo!.

Pasaron dos días hasta que consiguió que el hijo de la señora Vilma, la compañera de Pedro viniera a su casa para que le enseñara cómo instalar la nueva tecnología que tenía envuelta en un par de cajas de cartón.
En el campamento tenía luz eléctrica hasta las ocho y media de la noche, así es que la batería pasó a ser el elemento más importante para poder ver el televisor a la hora de las noticias.

Abelino - el hijo de Vilma - en un dos por tres le instaló todo en su dormitorio. Roberto parecía un niño al ver las imágenes en blanco y negro de un pequeño televisor que – no podía entender cómo podía tener una radio incluida – tenía dos pequeñas antenas que formaban una V.
Se fue el joven y allí quedó Roberto. Con las imágenes del televisor y con el recuerdo de Jacinto que, según el gordo Manuel no volvería nunca más por allí.
Tenía que apretar un botón y el televisor se apagaba. No tenía que dar vueltas a una perilla que estaba rodeada de números para ver y escuchar la T.V., había un solo canal que era Televisión Nacional de Chile. Le dio mucho gusto ver los dibujos animados del gato y el ratón.
¡Pobre gato! – decía - siempre pierde.
Luego ofrecieron una teleserie para mujeres y allí apagó el televisor.
Caminó al otro extremo de su dormitorio y, desde allí observó la maravilla que tenía ante sí.
Si mi viejita estuviera viva, seguro que se la pasaría todo el día viendo la ventanita chica de ese aparato. Suspiró y fue a la cocina para preparar su brasero y un mate, para luego instalarse a ver la televisión.

En la pieza de la cocina, se encontró con un pequeño sobre que estaba puesto disimuladamente cerca del cajón donde ponía el servicio. Decía para don Roberto. Así para don Roberto.
No podía leer bien a causa de su avanzada ceguera del ojo izquierdo, pero sí sabía distinguir y leer muy bien su nombre.
Lo abrió y dentro del sobre había unos billetes, de esos nuevos, de a peso. Eran billetes de cinco y de diez Los contó. Doscientos diez pesos. Toda una fortuna. Con sus manos temblorosas tomó el papel que decía:
“Querido amigo yo sé lo que me espera con ese viejo maricón que anda detrás de mis pasos. Me va a llevar donde los de inteligencia militar y me van a interrogar. Si no vuelvo nunca más por allá haga cuenta que mi equipo de televisión y radio se lo regalé. Y le dejo una platita para que tenga para vivir bien y deje un poco para enterrar mis huesos allá arriba usted sabe donde, en el cementerio viejo que está cerca de la caída de agua”
Se despide s.s.s
Jacinto

Cerró la carta y se sentó con la vista perdida en un salero grande que había comprado con su viejita en la feria del pueblo, allá en Constitución. El salero se fue esfumando a medida que las lágrimas inundaban los hundidos ojos del viejo de la casa colorada.
Hacía tiempo que no sentía angustia por haber perdido a alguien. Eso le causaba la ausencia y suerte de Jacinto.
¿Quién le llevaría hasta la carretera para pagarse?

Con esa inquietud encaminó sus pasos a la casa sin antes pasar un alambre por los fierros que antes habían sostenido un lustroso candado para dejar bien cerrada la cocina.
Hacía frío. La noche ya se había cerrado. Eran las ocho menos un cuarto de la noche. Eso marcaba el viejo y fiel reloj en el velador.


Encendió su vieja radio y por su pequeño parlante escuchó una vieja zamba:
Lloraré, lloraré, lloraré toda la vida,
si la que, si la que, si la que amo tiene dueño
Lloraré, lloraré, lloraré en un silencio profundo
lloraré, lloraré solo y triste en este mundo
Cuando la muerte me lleve por su camino de sombra
el viento te ha de traer en esta zamba que te nombra.
Lloraré, lloraré, lloraré solo y triste en este mundo...

Tomó su mate que había preparado y sin pensarlo dos veces, fue al ropero y de allí sacó una botella de coñac – para él muy fino – “Tres Palos” y vertió una tapa llena del mágico líquido que le ayudaría a olvidar la pena.
El tiempo se le hizo lento. Esperaba que el reloj señalara las nueve de la noche.
Todo estaba listo. Apretó un botón de la nueva tecnología y apareció la imagen de un caballero que comenzaba con las noticias.
Allí vio al general con uniforme de gala, de color blanco y con lentes oscuros en una visitada un pueblo del sur. Había muchas banderas chilenas y, mucha gente que le aplaudía y movía sus banderas. Vio a muchos niños de colegios que se apretaban por ver y tocar al general salvador.
Después pasaron unas noticias de la captura y enfrentamiento de unos extremistas con efectivos de seguridad. Cinco murieron, tres quedaron gravemente heridos y dos se salvaron y fueron pasados a la corte marcial. Dieron la lista de los fallecidos, de los heridos y de los dos que se salvaron y que – según el noticiero – irían a la cárcel:
“Fue aprehendido Eduardo Cailleo Trahuin, un repartidor de diarios de chapa Lalo y Rubén González Lagos un trabajador de construcción y de profesión carpintero cuya chapa es “El leñador”. Según versiones oficiales, este último habría viajado especialmente, el mes pasado, desde el sur donde se preparó en una escuela de guerrilleros en los faldeos de la cordillera de Nahuelbuta.
Ambos serán puestos a disposición de la fiscalía militar por asociación ilícita y porte ilegal de armas. Este es el noveno golpe que sufre el MIR por parte de los efectivos de seguridad. El supremo gobierno invita a todos los compatriotas a denunciar a estos elementos que buscan la destrucción nacional y están en contra del empeño del supremo gobierno de volver a reconstruir nuestra patria.”
Por otra parte, en el exterior un transbordador se hundió en China debido a al sobrepeso y a una mala estiba de su carga, las víctimas superan el número de .......

Y no pudo seguir escuchando más. Era su hijo el que había sido tomado preso. Su Rubencito que estaba quizá donde sufriendo...
¡Él no es extremista! ¡Mi hijo no es comunista!
¡Malditos mentirosos! – gritaba.-
¡No es guerrillero y no viajó el mes pasado a la capital! – decía casi llorando de impotencia.-
¡Malditos mentirosos! – decía con sus dos manos en la cara.- ¡Malditos carajos!
¡Jacinto tenía razón!
¡Maldito carajos!
¡Carajos de mierda!
¡Mi hijo! ¿Por qué con mi hijo?

Con impotencia y su voz enronquecida comenzó a gritar y llamar:
¡Rubén! ¡Hijo mío! ¡Rubencito!
¡Malditos militares mentirosos y carajos del demonio!

Todo comenzó a dar vueltas en su pieza, el aire comenzó a faltar en sus ya gastados pulmones .Poco a poco se fue quedando dormido, recostado sobre la cubrecama a cuadros que había tejido su viejita y con unas fotos de su hijo y de su viejita – que había tomado del velador - entre sus manos.


Abelino, movido por la curiosidad, dos días después, fue a visitar al viejo Roberto para saber si había tenido problemas con el televisor.
Él fue quien dio aviso por radio a los carabineros que se demoraron como seis horas en llegar al campamento de leñadores y derribar la puerta para encontrar al viejo envuelto con una cubrecama a cuadros y las fotos de su hijo y de su viejita apretadas entre sus manos frías y tiesas que nunca más volverían a preparar un mate ni atizar el fuego de la cocina.
En la vieja casa colorada solo quedó viviendo el pequeño ratón que entretenía a Roberto por las noches, con sus pasos livianos y rápidos cuando corría, a oscuras, en dirección del velador para coger alguna miga de pan y llevarlo raudamente a su esquina, detrás del viejo baúl de recuerdos.



Fue sepultado en el viejo cementerio. Allá arriba, cerca de la caída de agua.
Datos del Cuento
  • Categoría: Educativos
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1 comentarios. Página 1 de 1
Polo
invitado-Polo 14-10-2004 00:00:00

Eres un autor y ecritor muy talentoso. Te felicito por el realismo y cercania. Trabajas muy bien los racontos y nos sumerjes en tu fantasìa... casi muy real.

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