Patricio, el viejo vagabundo del lugar tenía como costumbre revisar uno a uno todos los contenedores de basura de la zona que él definía como suya, y ningún otro vagabundo podía acercarse a su territorio sin su consentimiento y mucho menos extraer de sus límites todo aquello que por derecho pertenecía a Patricio, o por lo menos así lo creía él.
En una de sus búsquedas en aquellos lugares inmundos y pestilentes, donde el hedor llega hasta límites insoportables, Patricio encontró un conejo. Era muy pequeño todavía y apenas habia abierto los ojoa. Carecía de pelo y más que un conejo era lo más parecido a una rata imberbe. Al principio le dío asco tocarlo, pues esa piel sonrosada y venosa le produjo repugnancia en un primer momento, parecía una gominola; ¡pero qué podía importarle a él la vileza y la fealdad ofrentosa de aquél semblante!. Patricio pasaba tanta hambre que no estaba por la labor de hacerle ascos a aquel pedazo de carne con ojos. Así que sin más lo recogió y se lo llevó.
A los pocos días aquel animalillo comenzaba a adoptar forma, pero a medida que pasaba el tiempo el vagabundo se había hecho a su compañía y no tenía valor para matarlo y mucho menos para comérselo. El pequeño conejo le había tomado mucho cariño a Patricio y donde iba él este le seguía como un perrito faldero.
Con el tiempo, el conejo fue encordando de tal manera que a Patricio no le pasaba desapercibido su gran tamaño, y por las noches soñaba con conejo al ajillo, conejo estofado, conejo relleno, conejo con vino, sobre todo con vino. El pobre conejo empezó a percibir en su dueño un cambio muy extraño hacia su persona. Cuando lo acariciaba se le acercaba tanto a su lomo que podía sentir el pestilente aliento que emanaba de su boca, y a veces tenía la sensación como si de un momento a otro el viejo le fuese a dar un mordisco.
Desde entonces el pobre conejo dormía con un ojo abierto, por aquello de ser precavido. Por las noches veía como Patricio en sus sueños se relamía de tal manera, que le daba lenguetazos al aire. En una de esas acrobacias que hacía con su larga, gruesa y viscosa lengua, el conejo creía que le iba a sacar la raya.
Todas las mañanas se levantaba enfermo y no era para menos, pues con ese teje y maneje que se llevaba por las noches su famélico amo, a duras penas podía conciliar el sueño.
En días posteriores flotaba en el ambiente una espeas niebla en forma de tensión que se podía cortar; algo que estaba más allá de las palabras y de los gestos comenzaba a tomar vigencia entre los dos. y sólo bastaba con mirarse a los ojos para saber lo que cada uno de ellos estaba pensando del otro.
Patricio notaba en el coneje el triste y deprimente aspecto que acuciaba éste. y lo cierto és, que el pobre animal por las noches no pegaba ojo, por lo menos uno de ellos.
Desde hacía años, la única compañía de la que había disfrutado Patricio era la del resto de indigentes que compartían con él la misma suerte y probablemente un mismo destino.
En ocasiones sentía que la tierra que le había visto nacer y que ahora le sostenía se derrumbaba a sus piés sin que él pudiera hacer nada por impedirlo, a sabiendas que lo que aún le quedaba por recorrer era un camino angosto y profundo.
Patricio pensaba que todo en la vida cumplía una misión y justificaba así su existencia. Quizá esta era la vida que le había tocado vivir y de alguna manera tenía que resignarse.
Ahora su única compañía era aquel pequeño y ridículo conejo que demostraba su alegría con saltos y su tristeza con tanta pesadumbra que se diría que iba a romper a llorar.
Ambos sabían que el destino les había unido por esas casualidades de la vida. Uno fue arrojado en el lugar donde la gente se desprende de todo aquello que ya no le és útil, y el otro fue a buscar en el único lugar donde podía encontrar algo útil para alguien como él.
Tenían que darse prisa y prepararse bien para el cambio de estación, pronto llegaría el invierno y la casa improvisada de cartones, pláticos, botellas y latas, no resistiría el arduo invierno que la capital acuciaba en aquellas fechas.
Llegó el invierno y fué aún más duro que en años atrás; solo hacía cerca de un mes que había empezado y eran ya muchos los indigentes que habían muerto a causa de las bajas temperaturas.
En los albergues sólo podían estar dos días a lo sumo tres; ¿pero después qué...?
Patricio nunca quiso pasar ni un solo día en un albergue, decía que acomodarse para que luego te dieran la patada, era como pararse hambriento delante de un horno y sólo poder degustar el aroma que te llega desde el interior a pan y bollos recién hechos.
Esa noche, Patricio y el conejo siguieron el mismo ritual que de costumbre, se taparon con pláticos y cartones hasta los dientes para resguardarse del frio y de reojo se miraban hasta que les venciera el sueño. Patricio pensaba en lo rellenito que estaba y en el dolor de panza que tenía a causa de su ayuno obligado, y el conejo miraba con desconfianza, casi pudiéndole leer el pensamiento.
Al cabo de un rato el sueño les venció.
El aire azotaba con fuerza las copas de los árboles con un silvido incesante y la nieve caía sin descanso y allí estaba Patricio, llacía bajo el blanco manto de la luna, su casa; y lo cubría una fría y densa capa de nieve que lo envolvía como a un niño en su arruyo.
La gente pasaba de largo y nadie miraba, a nadie le importaba quién llacía allí acurrucado, mecido por lo mejores sueños y deseos. Y de pronto, como salido de la nada alguien aparecío a sus piés. Lo miraba desconcertado, como confundido, había algo en el que le resultaba familiar; pensó que era feliz, pués es sus labios se dibuja una sonrisa pueril y después siguió su camino.
Historia inacabada. Estoy de acuerdo con el comentario anterior. Si vas a contar una historía, cuéntala!