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Categoría: Terror

La maldición de Oak Creek

De qué forma silbaba el viento, como la chimenea de un tren fantasma que transportaba almas perdidas a aquel rincón lúgubre y noctámbulo de los campos. Parecía el relinchar de un caballo ladino, el corcel de algún demonio que amenazante se acercaba con la cabeza de su última victima en una mano y una espada sangrante en la otra. En el olvidado granero, las niñas se agolpaban temerosas sobre un hostil lecho de paja, sumergidas en un aire gris y silencioso que nada bueno presagiaba. Sus corazones latían con demasiada fuerza, pum, pum, pum, parecían las pisadas de la Muerte. Acurrucadas sin decir una palabra, oyeron de pronto unos fugaces pasos en el barro. Un momento después, alguien llamó a la puerta. Las pequeñas contuvieron el aliento, mientras volvían a golpear la fría madera, y luego otra vez, y otra, y..... ¿Era él?.
Los golpes cesaron, pero enseguida el silencio quedó roto de nuevo por una voz espeluznante:

- ¡Sé que estáis ahí, hijas de puta!¡Salid ahora, yo lo ordeno!.

Entonces volvieron a golpear la puerta, pero ahora con más fuerza que antes. Entretanto, el ensordecedor sonido de un trueno anunció una larga y severa tormenta.
Las niñas, dominadas por un pánico atroz, se pusieron a rezar mientras sus ojos derramaban las primeras lágrimas de aquella tarde.

- ¡Os voy a devorar los ojos, y luego os arrancaré el corazón para echárselo a los lobos!

Los golpes se sucedieron sin cesar, bum!, bum!, y a cada golpe la oración de las pequeñas se aceleraba más y más.
Bum!, bum!, bum!, bum!, en la penumbra de aquel viejo granero, mientras afuera la lluvia comenzaba a asolar el sombrío paisaje. Bum!, bum!, bum!....., hasta que consiguió abrir la puerta. Entonces entró dentro. Las niñas, petrificadas ante aquella esperpéntica visión, observaron cómo se acercaba hasta ellas, esbozando una maléfica sonrisa que dejaba al descubierto blancos y afilados colmillos.
Cuando se hubo detenido, una tenue llama comenzó a surgir de su mano desnuda.

- Miserables zorras, pronto vuestras almas pertenecerán al Caído, y os postrareís ante Él en su Reino por los siglos de los siglos...

Inflado de maldad, soltó una grotesca risotada.

- ¡Jamás! -dijo alguien a sus espaldas.

El impío se dio la vuelta y vio a un joven campesino que portaba una antorcha. Éste se acercó corriendo y rebuscando entre sus ropas sacó un enorme crucifijo plateado.

- ¡Póstrate tú ante Cristo nuestro Señor, engendro de Lucifer!.

El malvado hombre, un tanto turbado al ver la cruz cristiana, encendió sus ojos, que se pusieron del color del fuego infernal. Y, como por arte de magia, el crucifijo quedó envuelto en llamas. Pero lejos de quemarse, el joven lo alzó con más firmeza todavía.

- Ríndete, demonio, y abraza de nuevo la Fe que un día dejaste, porque ya lo ves, aquél que crea se salvará.

El impío lanzó un rugido como el de un gato furioso, mientras las cuencas de sus ojos se ponían completamente rojas, y prendiendo la paja con el fuego que le había salido de la mano desapareció bajo la lluvia en un abrir y cerrar de ojos.
Poco después el joven y las niñas escaparon de las voraces llamas que consumían el granero.

La lluvia golpeaba impertinente sus cabezas entretanto caminaban hacia una lejana granja por un sinuoso e incierto camino. A lo lejos, entre trueno y trueno, oyeron el amenazante y siempre tétrico graznido de un cuervo. Por su parte, el viento seguía como antes, ladino e inquietante. Después de caminar durante unos minutos por los campos ocres de tristeza y pavor, llegaron a la granja. Delante de ésta, un árbol de fantasmales ramas parecía estar a punto de abalanzarse sobre ellos. Todos miraron hacia él, y vieron con horror que de algunos de sus raquíticos brazos colgaban varios ahorcados, que se balanceaban de un lado a otro a merced de la lluvia y el viento.

- No queda nadie en este lugar del Demonio -dijo el joven mientras oteaba la oscura silueta de las lomas que rodeaban la comarca, y luego añadió:- Debemos ir a la iglesia, allí estaremos seguros.

Dicho esto él y las niñas dejaron a un lado la granja y se encaminaron hacia el Oeste por una senda que bordeaba un extenso maizal. Cuando llevaban un rato caminando de repente escucharon un ruido. Todos los ojos se posaron en las silenciosas y enigmáticas mazorcas, por encima de las cuales sobresalía una cabeza de pesadilla. El espantapájaros.
Groac!, otro graznido sonó en el aire, atrayendo su atención por unos momentos. Después volvieron a mirar al maizal, pero el joven, que era el único que había podido avistar la cabeza del espantapájaros, vio que ésta había desaparecido.
¿Se habría caído?.....

- Niñas, daos prisa, la iglesia aún queda lejos -apremió a las pequeñas, sin revelar el temor que había nacido en él. Unos instantes después oyeron algo, como un crujir de hojas. Más tarde lo oyeron otra vez, y luego otra. Y cada vez más cerca. Pero a pesar del miedo que sentían, no se detuvieron ni un momento,.....hasta que lo escucharon detrás suyo. El muchacho, aterrado, volvió la cabeza, y entonces vio la horrible imagen que un rato antes había asaltado su mente: el espantapájaros caminaba hacia ellos con su cruel sonrisa de calabaza.
Antes de que diera un sólo paso más, se pusieron a correr sin mirar atrás. Por su parte, el macabro muñeco también echó a correr. Durante un buen rato, el muchacho y las pequeñas corrieron sin descanso a lo largo de aquel camino que parecía no acabarse nunca, sin darse cuenta de que el espantapájaros les estaba alcanzando. Por fin, llegaron al final de la plantación y siguieron corriendo hasta estar lo suficientemente lejos de ella. Entonces se dieron la vuelta. El espantapájaros nuevamente había desaparecido.
Todavía sin recuperarse de aquella impetuosa e infernal persecución, se sentaron para recobrar el aliento y luego prosiguieron su viaje.
Llevaban varios minutos andando cuando vieron a la derecha del camino, bajo unos árboles, cómo unos cuervos se comían los ojos de un cadáver, macabramente sentado en un tractor. Sin llamar la atención de los pájaros siguieron adelante y poco después llegaron a las colinas. Sobre éstas, el molino que había junto a la aldea se alzaba terrorífico.
Mientras subían la pequeña pendiente, observaron la tétrica construcción. Las aspas, descompuestas como la carne de un muerto, giraban con una lentitud desquiciante, y bajo éstas, la puerta estaba entreabierta, dejando ver el oscuro interior.
Cuando llegaron arriba, echaron un vistazo al paisaje. En medio del páramo, pasando el río, estaba la aldea, más vacía y lúgubre que nunca. Una lugubrez casi completa si no fuera por la tenue luz que desprendían las vidrieras de la iglesia. Y entre la aldea y las colinas, el cementerio.

- Ya casi hemos llegado, pequeñas -dijo con tono esperanzador, antes de continuar.

La entrada del camposanto estaba abierta, invitando a todo loco que se acercase a perderse en sus oscuras y putrefactas entrañas. A ambos lados de las oxidadas puertas, una reja igualmente azotada por el paso del tiempo protegía a los muertos de lo profano. Con el corazón helado por el pánico, el joven y las niñas se internaron en él, mientras la inmisericorde lluvia comenzaba a remitir.
Ahora estaban en medio de un océano de tumbas, que como blanquecinos barcos flotaban por doquier sobre el húmedo y marchito suelo. Siguieron el camino que había partido de las viejas puertas y llegaron al corazón del cementerio. La lluvia había desaparecido ya, salvo unas pocas gotas, y una densa niebla se retorcía misteriosa por entre las tumbas.
De repente vieron a una persona acercarse hacia ellos. Caminaba despacio, tambaleándose ligeramente. Dos segundos después apareció otra, y después una tercera, y luego más. Y todas caminaban de la misma forma que la primera, despacio, tambaleándose. Inmóvil entre la niebla, el muchacho miró una y otra vez a aquellos individuos que, como atraídos por un señuelo invisible, avanzaban firmes hacia ellos. ¿Eran supervivientes de aquel horror?...No, porque con todo lo que había ocurrido, cualquiera que quisiese ver el siguiente amanecer estaría ya en la iglesia. Entonces, si no eran aldeanos,.....¿quiénes eran?.
Muertos, muertos vivientes.

Sin decir una palabra, se puso detrás de las niñas y de un leve empujón las instó a seguir adelante. Salieron del cerco que los muertos estaban estrechando en torno a ellos y varios instantes más tarde dejaron atrás la niebla que casi se convierte en su sepultura. Enfrente, unas decenas de metros más allá, vieron la segunda puerta. Pero estaba cerrada.
Angustiados por este hecho fueron hasta ella y mientras las niñas se quedaban a un lado, intentó abrirla.
Tchac!, emitió levemente una de las herrumbrosas puertas. Intento fallido. Y los muertos se acercaban. Lleno de una angustia indescriptible, se concentró de nuevo en su urgente labor, vigilando con el rabillo del ojo a las pequeñas. Cercanos pasos se oyeron detrás, acompañados por el apagado sollozo de éstas, y la puerta seguía sin abrirse. Pum, pum, pum, el corazón parecía que se le iba a salir del pecho, pum, pum, pum, en una de esas giró la cabeza, los muertos ya llegaban. Tchac!, la maldita puerta no cedía, pero no se daría por vencido. Volvió a probar suerte, y otro tchac!, ¡maldita sea!¡abre de una vez!, otro intento, y por fin logró su propósito. Rápidamente, sacó a las niñas de allí y ante la horrenda mirada de los muertos, cerró las puertas.
Ya a salvo, se dirigieron hacia la aldea, dejando atrás un sinfín de demacradas y voraces manos, que asomando al otro lado de la entrada, aún intentaban atraparlos.
Pasaron junto al pozo y llegaron al puente de piedra que conducía al pueblo. Cruzándolo rápidamente, entraron en éste. A lo lejos, al fondo de una calle escrupulosamente recta, se levantaba la iglesia.
Con cautela, empezaron a caminar hacia el refugio, sin darse cuenta de que sobre los tejados de las casas, varios demonios alados retozaban como ratas. Por suerte, éstos no los vieron. Cuando estaban a punto de alcanzar las escalinatas del templo, una estridente voz sonó a sus espaldas:

- ¡Vuestras almas son mías, y he venido a por ellas!.

Se dieron la vuelta y descubrieron al malvado hombre del granero sentado sobre un caballo que se confundía con la noche, y armado con un hacha de doble filo. El impío lanzó una de sus espeluznantes risotadas y acto seguido se lanzó a la carrera. Detrás de él, los demonios también atacaron.
Mientras aún quedaba tiempo, el joven y las niñas subieron las escaleras y aprovechando que alguien había abierto una de las puertas para ver qué ocurría, entraron en la iglesia. Pero no conformes con estar ya en suelo sagrado, corrieron al altar donde, bajo la imagen de Cristo crucificado, se abrazaron muertos de miedo y angustia.
Afuera, el impío comenzó a golpear el portón, entretanto los demonios arañaban una y otra vez la madera y se asomaban a las ventanas. Bum!, bum!, sonó en el templo, bum!, bum!, y con cada golpe las puertas temblaban. Algunas personas se escondieron detrás de los bancos, otros detrás de la mesa de la Eucaristía, y otros eligieron abrazar a sus seres queridos. Mientras tanto, el impío continuó golpeando la puerta, hasta que ésta se rindió a su brutalidad.

- Sabéis que no puedo entrar, pero removeré el Cielo y la Tierra para entregarle al Caído las almas de esas niñas -dijo nada más aparecer ante los refugiados.

- ¡Por Dios que eso no será nunca! -replicó el joven, de pie sobre el altar. De pronto, se quedó inmóvil.
- Mira hacia el Este -dijo con una ligera sonrisa.

El impío, que no sabía de qué estaba hablando, le hizo caso. Por detrás de las colinas, tiñendo de rojo escarlata el molino fantasma, comenzaba a salir el Sol. Horrorizado, el malvado lanzó un helador aullido, pero ya era demasiado tarde. Los primeros rayos de luz atravesaron su cuerpo como un punzón atraviesa la mantequilla, al tiempo que los demonios se convertían en ceniza. Un rato después, no quedó nada de ellos.
El muchacho y sus pequeñas amigas observaron el bello amanecer, y con lágrimas en los ojos se abrazaron de nuevo. Ya había pasado todo.....al fin.
Datos del Cuento
  • Categoría: Terror
  • Media: 5.83
  • Votos: 46
  • Envios: 4
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