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Marta, una mujer de mediana edad, iba cada domingo a misa de doce para confesarse y así expiar sus pecados. El padre Bernardo ya estaba harto de las cuitas de esa señora, pues aunque sus historias variaban un poco, terminaban siendo tan fantásticas como una leyenda de terror. A pesar de eso, su percepción cambió aquel día lluvioso de octubre, cuando la mujer le contó que había visto una aparición en su casa:
– Se trata de un hombre de complexión robusta y de baja estatura que clama justicia.
– ¿Usted lo conoció en vida señora Marta?
– No, padre. Lo que me aterra es que esa figura fantasmal dice conocerle a usted.
– ¿A mí? ¿Acaso le mencionó algún sitio en donde nos hayamos encontrado?
– Ahora que lo menciona, y haciendo un poco de memoria creo recordar que mencionó algo relacionado con abedules.
Al oír ese nombre, el rostro del párroco palideció, pues recordó como en aquella finca él había asesinado a su hermano menor. Después de eso, huyó de ese pueblo y se estableció en Tapalpa suplantando la identidad de un cura, que dicho sea de paso jamás llegó a la comunidad.
– ¿Te dijo algo más hija?
– No. Solamente que viniera a contárselo a usted, ya que es la persona con la que quiere entablar una comunicación.
– Muy bien, Marta vete a tu casa y vuelve la próxima semana.
El padre esperó a que anocheciera, encendió el sirio más grande que tuvo a la mano y rezó como nunca antes, ayudado de una vieja Biblia.
El reloj marcó las 12 horas con 12 minutos y la puerta de la iglesia se abrió de par en par. Las bancas volaron hacia una esquina, impulsadas por una ventisca infernal.
– Ahora te escondes aquí tratando de ser algo que no eres. Pagarás por tu crimen. Susurró el aparecido.
– No dejaría que ella fuera tuya. Respondió Bernardo.
El alma en pena pronunció unas palabras en un lenguaje extraño, mismas que hicieron que el cura se transformara en polvo.
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