"Gritar quién o cuál, ahora da igual, te juro da igual
que hagas bien o mal, si es que al final la gente se va
y ahí estás. A tí que puedes arreglar mi vida,
capaz como eres de ser día a día...
...Tía, sin tu alegría seré un pringa´o.
Yo no merezco la pena.
Tía, sin tu valía caeré en pica´o. Me quedaré solo...
...Sabes bien, tal vez no pueda cambiar,
no vaya a cambiar jamás.
Caer bien o mal, se acerca el final, mi triste final.
Y tú que ansías controlar mi vida.
La paz con guerras son mi día a día...
...Si un día sin tu alegría seré un pringa´o...
...sin tu valía caeré en pica´o..." (Canción tomada prestada a Presuntos Implicados)
Salvo el ruido del agua cayendo desde los techos altos, no alcanzo a escuchar otro sonido. Diría que al observar aquel rótulo de “SE ALQUILA” en la casa que fue de mis abuelos me encuentro extrañamente perdido en el tiempo y en las imágenes sepia de los recuerdos de mi infancia. Pero esas evocadoras imágenes, intermitentes y difusas por demás, para mi mal o para mi bien, han ido desapareciendo progresivamente, como disolviéndose, sin ofrecer resistencia alguna a esta realidad, a este presente que, sin corresponderle, parece ceder al buen juicio y sustancia de la realidad; y en mis recodos internos apenas puedo atisbar algún tipo de emoción.
Siento muy poco.
Marqué al número telefónico preguntando por “el piso que usted alquila en Barrio Amón”.
—Sí, pues se trata de un pequeño apartamento amueblado de unos setenta metros cuadrados. Es..., bueno, le adelanto que se trata de un edificio viejo, de madera. Está totalmente restaurado y es muy bonito. Por lo menos para quien le gusten las casas antiguas.
—¿Y cuándo podría ir a verlo?
—El próximo domingo, a la una. ¿Le parece bien?
Era una buena hora. Total, para mí que ando en este mundo sin dioses, demonios ni leyes, y para mí que el tiempo perdido no es ni agravio ni pena de santos llorones, un domingo a la una de la tarde me parecía fantástico para cualquier cosa. Para reencontrarme con mis memorias.
—¿Cómo se llama usted, a todo esto?
—Aurelio.
—Yo me llamo Selva. Entonces, nos vemos allí mañana.
—Allí nos vemos.
Al escuchar aquel nombre, que no aquella voz, un escalofrío (¿Escalofrío? Sí, supongo que lo era, todavía recuerdo esa sensación) recorre mi cuerpo pues ha significado para mí un emblema de los recuerdos difusos, de la niñez que en cierta forma me fue arrancada, o tuve que arrancarme yo mismo a merced de los tuerces de un mal llamado destino que no existe, porque lo que existen son los hilos de las parcas y somos eso, un hilo de plata bajo constante amenaza de ruptura.
En eso creo.
Se me ha venido a la mente aquella vieja tarde de los setentas en que caía sobre San José una ligera llovizna. Miraba distraídamente hacia la acera. Un pequeño grupo de personas esperaba junto a una parada la llegada del próximo autobús. Aunque había dejado de llover, seguía escuchándose alguno que otro trueno en la lejanía, detrás de la Cruz de Alajuelita. Sí, allí estaba, enfrente, en el umbral de la estrecha callejuela, la ancestral puerta de madera, tan resistente al tiempo, a los nuevos discursos arquitectónicos de otros sitios más exclusivos y novedosos, porque el centro de San José se ha quedado como ha sido siempre, desde que recuerdo. Allí estaba la puerta de madera como impidiendo el libre acceso a la vieja casa. Me aproximaba lentamente hacia los vitrales con los que aún cuenta la puerta hasta que, mágicamente, no sé, aún hoy lo sigo suponiendo, sigo pensando que la atravesé...
Era una casa antigua, de las que sólo quedan en el casco antiguo de las ciudades o en las capitales de provincia. Eran como imágenes en color sepia, descoloridas, alumbradas apenas por luces mortecinas y animaciones como sombras trémulas detrás de los rincones. Mis abuelos y yo, sin llegar a la edad de doce años, estábamos a punto de abandonar la casa. No hacía otra cosa que buscar a Selva entre las habitaciones con cierta angustia, mientras la abuela terminaba de montar los morrales en la parte de atrás del viejo Pontiac. El Pontiac verde de mi abuelo Rafael Ángel con una figura humana, aerodinámica y estilizada, un ser con alas que viajaba en la trompa del viejo auto, como los íconos de los dioses en las embarcaciones del mundo antiguo. Atravesé el tramo de la callejuela que me separaba de mi vecina, de mi Selva, mientras cogía el valor suficiente para despedirme.
—Quiero despedirme de Selva, abuela.
—Pues andá de una vez porque se hace tarde, mijo...
Al llegar al piso de arriba encontré a la Selva niña en mitad del rellano; la criatura, de unos doce o trece años, con los ojos llenos de lágrimas. Miré con recelo hacia la puerta abierta de la casa de la Selva niña.
—Estaremos muy cerca. Vendré a verte.
—Ya no será igual.
—Volveré. Vendré a verte.
Me aproximé a la Selva niña y la abracé. Ella se aferró con fuerza mientras los ojos se le deshacían en lágrimas. La Selva niña se liberó de mi abrazo, y limpiándose las lágrimas con las mangas crudas de su camisón e intentó tranquilizarse un poco. Recuerdo que intenté despedirme con palabras pero la flema de un catarro mal curado ahogó mi voz. Carraspeé e intenté de nuevo, pero ya era muy tarde porque la Selva niña había cerrado la puerta, quizás para siempre. Entonces bajé las escaleras imaginando a la Selva niña que había dejado allí, detrás de la puerta y de las viejas paredes, escuchando el desconsuelo de mis pisadas sobre los viejos tablones de la casa de los oligarcas de otro tiempo, a incertidumbre de un improbable retorno.
Pero, como sea, he regresado.
Cuando vuelvo a esta realidad que a veces provoca tanto daño, realmente ha dejado de llover. Un trueno apenas perceptible se desenrolla en la lejanía, esta vez por las montañas de Heredia, según calculo. Calculo, luego existo.
Observo cómo las gotas que se escurren por los muros exteriores rebotan sobre la acera. Si, es la misma acera, pero como que todo aquel entorno de mis recuerdos ha cambiado mucho en los últimos veinte años. Veinte años...
Antes doy una vuelta de reconocimiento y dirijo una mirada hacia las ventanas de la vieja casa de mis abuelos. En el vidrio, mezclándose con el vaho de mi propia respiración, aparece esa cafetería pequeña y acogedora del centro de San José situada al lado de un modesto hotel bed and breakfast, un pasadizo pequeño y oscuro que va a dar a una terraza y a un patio centrales, apenas perceptibles entre la puerta entreabierta. En eso es que se ha convertido la casa de mis abuelos, en un hotel bed and breakfast con las fotos en blanco y negro en el escaparate de unos travesti que hacían allí un show por las noches, pero, ¿y cuál será la parte que alquilan? ¿el segundo piso? ¿la sección del fondo?
Una mujer de aspecto extranjero, argentina, chilena, italiana, sólo me hace falta escucharla hablar para tener certeza, estaba sentada en una mesa situada junto a uno de los grandes ventanales que eran los preferidos del abuelo, cuando dicen que veía pasar el ejército de Carlos Luis Fallas hacia la sierra, durante la guerra civil. Está tirando algunas cartas sobre la mesa redonda, lo que me parece un tarot, pero no el convencional de Marsella o el Rider; un tarot, o muy moderno o muy antiguo, que no era sino una simple colección de dibujos que no ''dicen nada''.
—Ven, acércate un momento muchacho. Anda, ven, ven—. Me llamó esa mujer adulta con naturalidad y desparpajo, pero no la voz de su cuerpo, más bien con la voz de su espíritu. Me invadió una sensación de congoja, pero no pude reaccionar, porque reforzaba su llamado con el gesto elocuente de sus ojos de gitana extraviada y una consustancialidad inexplicable entrambos. Un fuerte acento argentino bañaron sus palabras y mis dudas se disiparon.
Yo la verdad que estaba a punto de sentarme a tomar un café en la barra, o seguir merodeando por ahí como hacen los de mi especie, pero ahora, me he aproximado sin querer queriendo hacia la mesa, y finalmente me siento frente a la mujer.
Acto seguido me hizo una tirada de cartas, lo que me pareció lo más extraño, porque a los que vamos a morir o hemos muerto ya, he escuchado que no nos tiran el tarot.
—Has venido desde muy lejos, querido... Has querido regresar a tu país para saber que fue de aquella niña, de aquellas imágenes que se te quedaron de la infancia... —
Nada.
Nada que no hubieran advertido las viejas de los tenderetes que están en los recovecos de ese Amsterdam recalcitrante y perruno, atosigado de suburbios y barrios marginales, alejados de la simple vista del turista que, maravillado por las prostitutas detrás de los ventanales, las drogas del trópico y todas esas pendejadas que no son más que ilusiones, finalmente desconoce, o qué sé yo, finge desconocer.
Que acarreaba por la vida, si a esto se le podía llamar vida, un sufrimiento muy hondo, un mar insondable de experiencias malas e incertidumbres mal curadas, y que no podía hacer nada por mí, solo dejarme ir para poder que comprobara en carne propia, en espíritu propio habrá querido decir, que mi regreso a Costa Rica sería algo como para seguirle echando leña a esa hoguera apagada, a ese mar insondable de experiencias malas e incertidumbres mal curadas.
Al cabo que ni me importaba.
El resto de la tarde no habría visto nada más relevante a mis alrededores que a una mujer rondando los treinta, de una belleza un tanto adormecida a la sazón de las horas del trajín diario, cruzando la calle cuando dejaron de pasar los vehículos. Observé a la mujer con fijeza, hasta que desapareció por la puerta del hotel bed and breakfast. Clavé la mirada sobre esa mujer, la observé durante todo el tiempo que me fue posible, efímero, sí, con verdadero detenimiento. Había algo en ella...
Selva.
Selva a la distancia y al cabo inexorable de los años. Lo saboreé. Fue tierno y cruel. Una maravilla. No pude contener las lágrimas, las mismas lágrimas que me provoca este San José, la vez que lo aprecié a mis anchas desde el edificio del Instituto Nacional de Seguros, aquel rojo parduzco de los techados y los árboles esporádicos entre las edificaciones viejas.
Puro impresionismo.
Entonces me alejé buscando en la distancia un poco de consuelo a aquellos desgarros y caminé a paso ligero delante de otros apurados transeúntes, sin cubrirme de la intensa lluvia que anegaba las calles de San José. Doblé la esquina y me volví adentrar en una estrecha y solitaria callejuela por la que, debido al aguacero, apenas se observaban los transeúntes, ahora doblando una esquina lejana, borrosa, inexistente acaso.
Un poco recuperado, regreso y me dirijo hacia la puerta de servicio del hotel bed and breakfast. Nada más con adentrarme en el amplio corredor me veo envuelto en una cálida atmósfera en la que apenas me ha dado el tiempo material para percibir el eco de una voz de mujer que reverbera en una discusión de la vida diaria. Procuro escurrirme el agua de lluvia y reduzco el paso para evitar hacer ruido y observarla así, a mi Selva, entre bastidores. La misma mujer que he observado entrando en el hotel bed and breakfast. Vuelvo a escudriñarla con fijeza. Pero un portazo seco, inesperado, cierra de nuevo la puerta de la pequeña y bastante deslucida oficina que, ahora recuerdo bien, era parte de la sala de estar de la centenaria casa de mis abuelos.
Entro en el salón y me quedo durante apenas unos instantes inmóvil en mitad de éste; después, aproximándose hacia una de las cavidades de la enorme estantería que ahora recordaba bien estaba allí, justo frente a mí. Comencé a golpear suavemente entre las láminas de la enésima remodelación. Allí estarían quizás sepultados entre la madera y el paso de las décadas los voluminosos álbumes de la familia, lo que en esos instantes hubiera deseado con toda el alma, lo único que me quedaba, seleccionar uno en concreto y al dar con ése, con el que me interesaba, sentarme en la mesa del salón a ojear algunas de sus páginas. Diversas fotografías en blanco y negro mostrándome acompañado de otros amiguitos de infancia; rapado, con una leve sonrisa, con camisa a rayas horizontales y pantalón a rayas verticales, al lado de un cisne artificial, en el Parque Morazán. No recordaría el nombre de los niños, ¿Alex? ¿Randall? ¿Acaso Gretel la niña de pantaloncillos cortos? Muchas, muchas imágenes de la infancia. En algunas, en el interior de la antigua casa, en otras, en las afueras de aquella otra casa tan transitoria en mi vida, tan llena de fantasmas, sangre y escenas sin sentido. En las menos, jugando en la calle frente a la vieja casa tal y como era hace casi veinte años: una enorme y pesada mole de madera pintada de algún tono oscuro que, debido a la falta de color en las fotografías, no se apreciaría. Escudriñar las fotos con detenimiento, buscando tal vez entre las imágenes a Selva, sin embargo, la niña no acabaría de aparecer en ninguna de las fotografías. Finalmente, dándome por vencido, levantarme para guardar el álbum en su sitio.
A fin de cuentas, hablo de un sueño lejano, de algo que a lo mejor la argentina me dijo con otras palabras, parte de ese mar insondable de experiencias malas e incertidumbres mal curadas.
Después volví a encontrarla, esta vez en el café del primer día. Selva apuraba una taza de café sentada a la misma mesa donde me senté frente a la argentina. La misma cafetería de siempre. La observé a través del ventanal cuando me dirigía la acera de enfrente y cruzaba la calle hacia la entrada principal del hotel bed and breakfast, alcé mi brazo derecho saludando a alguien que estaba con ella. La mujer argentina, que había notado mi gesto, miró hacia la calle y me siguió con la mirada de manera distraída, como por inercia, y a la distancia noté como las palabras de aquella encantadora mujer le devolvieron a la realidad.
Antes de perderse en el interior de la puerta del hotel bed and breakfast, la mujer argentina se volvió hacia mi y se despidió de nuevo con un gesto de la mano, que le devolví, desde luego. Después, tras unos instantes durante los cuales no acabo de saber muy bien qué hacer o hacia dónde dirigirme, eché un rápido vistazo a un pequeño bar situado en un desnivel de la calle de enfrente. Miré el reloj y decidí darme una vuelta, echar un vistazo por allí, pues de todas formas nada me atrasaba en realidad.
Doblo la esquina de la calle, voy y vengo, miro al reloj. Las manecillas indican que todavía falta para el domingo. Dirijo la mirada hacia ambos lados de la calle esperando ver llegar a Selva.
Ese día no aparece.
Domingo.
Finalmente llega ese momento tan esperado y corre frente a mí, de manera muy disímil, esta imagen que tanto había supuesto e imaginado de cómo sería este domingo, este día significativo que recordaría por siempre. Y aunque no espero ningún resultado extraordinario, más que darle trámite a las convocatorias del destino, empujo con suavidad la puerta de madera de la vieja casa; o de lo que ha quedado de ella y esta cede sin ningún esfuerzo como si el camino estuviera perfectamente allanado para el acontecimiento.
—¿Aurelio? — Su voz de mujer, que no de niña, que la voz de la Selva niña, se entremezcla con el lejano canturreo de las latas de zinc distantes y aflojadas por las décadas.
—¿Aurelio?
Y yo, que me encontraba totalmente embebido en los recuerdos, que alzo la vista y Selva, desde el rellano de la escalera, me observa entre divertida y curiosa. La observo con fijeza y sin pronunciar palabra, como si se tratara de la aparición de otro fantasma. A Selva, que le ha hecho gracia como le miro, se le esboza una amplia sonrisa en los labios.
—Aurelio, ¿no?
Aquella pregunta me desbarata, me aniquila. Pero no sé. No sé cómo explicarlo. Es una suerte de aniquilamiento cortante, pero sabroso. Pero no es que me haya reconocido. Simplemente mi nombre en su boca es elixir de dioses paganos.
Mostrándole las llaves que lleva en una mano no delata mayor interés y me pide que le acompañe para mostrarme el apartamento. Como dos extraños, como si nunca nos hubiéramos amado, aunque fuera cuando éramos niños, se encamina gradería adelante hacia la puerta de lo que se alquila.
Comienzo a intuir algo, la sensación que siempre me ha perturbado ciertas épocas del año. Me detengo en mitad de las escaleras dejando que se aleje y llegue hasta la puerta del piso que me va a mostrar. Se detiene e introduce la llave en la cerradura. Al notar no sé exactamente qué, vuelvo mi rostro y sobrecogido, indefenso, me desarmo ante la puerta que Selva está a punto de abrir.
—¿Qué sucede?
El ruido de una puerta de las de abajo me exalta. Parece abrirse. Eso me obliga a dirigir la vista hacia el lugar del que ha procedido el ruido. Aunque todo parece suceder en tiempo presente, la puerta de la casa y el patio se me presentan a como estaban hace casi treinta años, pero sin esa sensación de irrealidad en la que me he visto inmerso en otras ocasiones. Una anciana encorvada y vestida de luto sale de la puerta y se me aproxima flotando a corta distancia del suelo como si se tratase de un fantasma.
¿Como si se tratase?
—Hola, Aurelio, hijo: ¿qué es de tu vida? — La miro sin saber quién es. Se me aproxima un poco más.
—¿No sabés quién soy? — Intento recordar, sin conseguirlo.
—Soy Francisca, la sirvienta de tu abuela, ¿no te acordás? Cuando ustedes se marcharon para San Joaquín de Flores tu abuelo venía de cuando en cuando. Muerto éste tu tío, que recibió la propiedad en herencia, le vendió a Mari Martha la madre de Selva. Al principio quedé al frente de la casa, pero tras mi muerte comenzaron a llegar los otros...
Los otros... ¿Cuáles otros?
Comienzo a sentirme desconcertado.
La anciana retrocede sin darme la espalda y con una sonrisa desdentada hasta desaparecer tras la puerta por la que había surgido. Lo hace sin que advierta movimiento alguno en sus piernas, desplazándose silenciosamente con la inquietante suavidad de un cuerpo ingrávido. La puerta, al cerrarse, emite un seco y fuerte ruido que me devuelve a la realidad. Comienzo a subir las escaleras y al pisar un determinado escalón cerca ya del rellano, la madera emite un crujido familiar, reconocible, que me trae a la memoria las voces que escuché hace ya mucho tiempo.
—Yo viví en esta casa hasta los trece años.
Selva, cuyo rostro ha adquirido repentinamente una inusitada rigidez, me pregunta, desconcertada:
—¿Aquí?
—Sí, en esta misma casa. — Me aproximo hacia la puerta. Selva, incapaz de reaccionar, se limita a seguir abriendo puertas y a facilitar mi acceso.
—¿Aurelio? ¿Aurelio Ponce de León?
Selva me observa, pensativa. Selva sólo me observa.
—Cuando llamaste por teléfono para ver el piso, sabías que era yo, ¿verdad?
Me le quedo mirando. Finalmente, sincerándome, asiento con la cabeza.
—¿Qué has pensado cuando nos hemos encontrado en la escalera?
Sonrío para mis adentros.
—He sentido como si nunca me hubiera marchado.
Nos miramos durante unos instantes con placidez. Y tras darle vueltas a la cabeza sobre cómo enfocar la cuestión, pregunto a Selva con cierto temor que tendría alguna objeción en alquilarme el piso sólo por un mes y ni se lo piensa. Me explica con sus palabras coloquiales que si se negara, sería tanto como echar por la borda una buena de mi vida... Y yo me le quedo mirando sin decir nada.
Se aproxima muy decidida hacia una de las pequeñas habitaciones y entrando en ésta, abre hacia afuera una ventana articulada a través de la que se divisa la explosión del verdor del parque Bolívar.
Accedemos a la azotea a través de una especie de ático que en honor a la verdad no recuerdo, no logro entresacar de la maraña de los recuerdos, cubierto por un diminuto tejadillo. Vuelvo a contemplar las vistas de este San José envejecido de techos rojizos y vuelve aquella sensación. La sensación indefinible de la nostalgia y de los males de patria. Y tras un largo y evocador silencio, pregunto a Selva sin volverme hacia ella que qué había sido de su vida, pero no me responde con palabras, me responde con los gestos del alma que quieren decir que hay historias que son demasiado largas para ser abarcadas en una respuesta allí, en medio de un viejo techado.
Sonrío. Sonrío y lo comprendo, mientras Selva alza la vista hacia los oscuros nubarrones que cubren el cielo.
—Va a llover. Será mejor que bajemos.
—¿Vino o cerveza?
—Cerveza.
Selva se pierde de mi vista por instantes mientras baja a la cocina del pequeño restaurante. Me aproximo hacia la balaustrada del balconcillo y me asomo al costado del hotel bed and breakfast. El silencio en el que han quedado sumidas las casas me permite escuchar el ronroneo de alguna que otra paloma posada sobre los aleros de los tejados. Un melódico toque de campanas, cuyos registros van componiendo una dulce y cadenciosa melodía. Tras ésta, dos toques de campana de tono grave anuncian las dos de la tarde. ¿La catedral? ¿La iglesia de La Soledad? ¿Santa Teresita? La procedencia de aquel lapidario aviso me parece ilocalizable.
—Me acuerdo de todos los del vecindario, Selva. Ya ves... Algunas caras, sin embargo, las tengo ya algo desdibujadas...— Su rostro adquiere un aire de severidad.
—No sé... Pero, sea lo como sea, los recuerdos se quedan allí, no en la casa ni en las calles, sino atrapados entre las nubes de humedad que se levantaban sobre el horizonte...
Al día siguiente subo las escaleras del segundo piso cargando con mis soledades. Empujo la puerta y entro en la que tiempo atrás fue mi casa. La puerta se cierra sola detrás de mí, con suavidad, sin hacer ruido alguno.
La casa y la calle están en silencio. El dormitorio se ilumina por la luz de algún mercurio de alumbrado público, filtrándose por la ventana. El reloj despertador cuyas manecillas fosforescentes marcan las cuatro y ocho minutos de la madrugada sigue su marcha incansable. La mesilla de noche, las fotografías ausentes, los pensamientos callados...
Como no he dormido en toda la noche, salgo de la casa y me aproximo hacia la balaustrada y me asomo al patio. La lluvia caída a lo largo de toda la noche ha empapado las paredes y los planchés de concreto. El pasado creo que es mejor dejarlo donde está. El pasado es lo que da sentido al presente, es el material con el que está construido. Aquí ya no hay nada tuyo, aunque tú creas lo contrario. Tu casa ya no es ésta. Si los seres humanos llegaran a vivir lo suficiente, incluso la olvidarías. Y probablemente, tu infancia también. Momento a momento, hasta encontrarse sin un punto de referencia... desposeído... quedándose completamente solo... hasta sin poder proyectar... tu nostalgia. Lo único que estás haciendo, Aurelio es rindiéndole culto a los recuerdos...
Desengañate, Aurelio. Lo pasado, pasado está.
El pasado no perdona.
El estruendo de un fuerte trueno hace retumbar en ese mismo momento las paredes del edificio, anunciando otro día lluvioso.
—Hola, Aurelio. Soy Selva. Abríme...
Selva, que durante unos momentos ha permanecido en silencio, de pie en el umbral de la puerta hace que regrese a la realidad. En su rostro se aprecia una gran serenidad.
Recorro con la mirada cada rincón de su rostro, me aproximo hacia ella y la abrazo, como quise hacerlo una y otra vez cuando éramos niños. La beso.
Después, ese beso a ella parece dejale en el paladar un sabor de fatalidad, como quien se entera de una mala noticia, de una tragedia. Afuera, solo se escucha el ronroneo de alguna paloma posada en algún alero.
San José gris, San José lluvioso, todavía duerme...
Algunas gotas de lluvia discurren lentamente por la gastada baranda de la escalera, cuyos peldaños han adquirido ese color oscuro propio de la madera mojada y vieja.
Estupefacto, invadido por una sensación que parece absorberme hacia la nada, hacia el vacío, hacia un túnel con un fondo luminoso, siento un terrible escalofrío al alcanzar a comprender lo que hasta ese momento me había atrevido a sospechar. El rostro de Selva adquiere una expresión de profundo dolor que se ve incapaz de controlar. Los ojos se le llenan de lágrimas y comienza a sollozar en silencio, sin hacer ruido.
Mientras toda mi vida terrena, encadenada en mil imágenes pasa por mis ojos como un recuento ascásico, solo atino a advertir la mano de Selva en señal de despedida... cedo ante la presión del vacío que me succiona en cuerpo... —no, en cuerpo no, — en alma hacia ese hueco enorme y misterioso como pintado por El Bosco y aunque tengo la convicción de que me quedaré solo, dejo de poner resistencia, no tengo miedo. No debo temer...
—Descansa en paz, Aurelio....
Un relato que pone en perspectiva el misterio que representan los sentimientos de las personas que se han ido, que ya no habitan el mundo material pero que por alguna razón continúan creyendo que están ahí, viviendo su vida tal cual era o evocando sus recuerdos para poder continuar su travesía. Aurelio apenas lo sospechaba, pero estaba seguro de querer encontarse con Selva y con las imágenes de su infancia, antes de caer en cuenta de su aterradora realidad. Felicidades Aurelio, un cuento bien logrado.