Silencio.
Solo se escucha el monótono ruido de las olas golpeando la costa.
Caminando lentamente, un hombre avanza sin mas rumbo que el impuesto por la geografía del lugar, a su derecha acantilados, a su izquierda el mar.
Un ave surca el cielo graznando furiosamente, el hombre lentamente levanta la cabeza , lleva una mano sobre los ojos a modo de visera y le sonríe.
Continua avanzando, tras él las olas borran un camino de pisadas que comenzó a andar hace mucho tiempo, delante de él, el camino nuevo.
Suavemente comienza a cantar.
Silencio.
Solo se escucha el chirrido de una cadena oxidada y de unos goznes.
Una niña sola, se balancea en una herrumbrosa hamaca de plaza. Adelante y atrás, adelante y atrás.
Sus cortas piernas calzadas con unos primorosos soquetes blancos y domingueros zapatos negros acompasan monótono el ir y venir. Su pollera rosa, tratando de detener su vaivén, se acampana con cada envión, para retornar a su flácida posición cuando retrocede, para comenzar de nuevo una batalla eterna.
Adelante y atrás, adelante y atrás.
La niña observa extasiada como el piso bajo ella se mueve y su pequeño corazón se agita por la extraña emoción del vértigo.
Sonríe y entones .................... canta
Silencio.
Solo se escucha el tenue sonido de las fichas rasgando sobre el tablero y la insipiente carraspera de uno de los presentes que formando un círculo casi místico, observan hipnotizados hacia un imaginario punto en el centro de la mesa.
Allí dos ancianos, viejos como el tiempo, juegan a las damas con el misma concentración con que los Dioses definen los destinos del Universo.
Manos cansadas y temblorosas aferradas a sus rústicos bastones que como cetros de poder definen a cada bando.
Piezas gastadas en miles y miles de partidas que manos anónimas fueron usando para volver una y otra vez al principio, un bando frente al otro.
Nadie gana, nadie pierde, solo se pasa la vida.
Uno de ellos, el más anciano, viendo su posición netamente vencedora, eleva la vista y comienza a recordar la lejana tierra montañosa donde nació y cuyo nombre ya no recuerda y desde el fondo de su cabeza surge una canción.
Silencio.
El viento gime sobre la cabeza de un cóndor, que con su aguda mirada intenta conseguir su magro sustento.
Bajo sus alas, un mundo libre, sin fronteras, solo limitado por su capacidad de vuelo. Un cosmos que va retrocediendo bajo sus enormes alas, mientras avanza y avanza tratando de que algún pequeño ser visite a los Dioses, antes que él. Sus ojos penetran el eterno azul del cielo, nada lo apura, solo su supervivencia. Lanza su canto altivo “Aquí estoy !”.
Silencio.
Al principio, se resiste, no desea ser perturbado. Luego, poco a poco sede al embrujo y comienza a danzar. Al principio muy torpemente, pero poco a poco va recordando viejas y extrañas cadencias que hacen que todo su ser vibre de alegría ante este silencioso vaivén que solo él baila.
El viento lo ha logrado de nuevo, ha conseguido sacar de su letargo al viejo sauce que ahora, se contonea a los sones de una brisa rejuvenecedora que lo ha atrapado. Pero el embrujo dura poco, el viento debe partir hacia otros rumbos, pero a dejado en la savia del viejo sauce un recuerdo imborrable que lo acompañará siempre, quizás algún día lo vuelva a visitar.
Silencio.
El frasco de vidrio tintinea cuando uno a uno la joven pintora deja caer sus pinceles para humedecerlos. Con la solemnidad de una ceremonia perdida en los tiempos, destapa una a una sus pinturas. Frente a ella esta el reto a vencer, una lisa, hermosa y nívea tela que desea ser pintada.
Gira imperceptiblemente el atril hacia la derecha, el Sol quiere ver mejor su futura obra. Toma como al descuido, un pequeño pincel de mango rojo con la punta mordida, huella inconfundible de anteriores búsquedas de inspiración, lo gira en el agua como queriéndolo cargar de un torbellino de pasión, y lo lleva lentamente hasta la paleta de colores donde anteriormente desparramó pintura ocre, lo levanta hacia la tela y ............... se detiene.
Silencio.
El fuego en el interior de la cueva produce extrañas y demoníacas sombras sobre las paredes llenas de extraños dibujos de animales, espíritus y huellas de manos. A veces el chisporroteo de un leño saca de su encierro al brujo que en cuclillas arroja sus huesos mágicos dentro de una ancha vasija. Solo se ven sus atentos ojos enrojecidos por las llamas que siguen los extraños signos que se dibujan en el fondo del cuenco.
Entre dientes canta, unos extraños sones que pocos elegidos pueden reconocer, que hablan de otros tiempos, de cuando los hombres tenían una unión mas poderosa con las fuerzas del Cosmos.
Vuelve a lanzar los huesos y calla, las imágenes que vé lo perturban, trata de entenderlas, de descifrarlas, ve un hombre extrañamente vestido caminando cerca del gran río con un ave color nieve que lo llama,
Lanza los huesos, ve una pequeña moviéndose sobre unas extrañas sogas,
Vuelve a lanzarlos, ve dos ancianos en un extraño rito,
Los vuelve a tomar con su mano derecha y los arroja vé al gran Ave del Cielo buscando y al Viejo Arbol del Bosque cantando una canción.
Toma los huesos y se detiene.
Silencio.
La joven pintora observa su obra terminada mientras limpia sus manchadas manos y deja descansar a sus pinceles en un agua sucia de ideas y pinturas.
Pomos de colores retorcidos con sus bocas abiertas y aun sangrantes de tonalidades descansan diseminados por el suelo luego de una ardua sesión de trabajo.
La artista retrocede algunos pasos para observar mejor, la recorre con el placer de un Dios creando vida, llena su vista, su mente y su corazón, con su obra.
Ella misma se asombra de la fuerza con que captó la escena pintada, como pudo congelar un sublime acto. Casi desea estirar la mano para tocar el lienzo, pero sabe que romperá la magia. Feliz cierra la puerta y canta.
En la habitación vacía, los últimos rayos del Sol saludan al lienzo con la figura de un chaman arrojando atentamente unos huesos en el fondo de una caverna.
Afuera se escucha un extraño antiguo canto.