Estoy muerto. Acaban de matarme, y lo que diga o piense ahora ya no me acarreará ningún conflicto ante mis superiores.
Me llamo Alan Smithee, y soy (o era), sargento del ejército de los Estados Unidos destinado en Bagdad. Ahora mismo mis restos están dispersos en un radio de quince metros. Lo mejor es que me he enterado de la explosión cuando era tarde para mí. No he tenido posibilidad de experimentar dolor, ni miedo, ni de preocuparme si sobreviviría o no.
Lo que de verdad me fastidia es la falsa sensación de seguridad que tenía. Justo ayer participé con varios compañeros de mi unidad en una redada y logramos detener a media docena de jóvenes sospechosos de pertenecer a la resistencia. En su guarida tenían dos pistolas, tres fusiles AK-47 y una caja llena de cócteles molotov. Mis superiores pensaban que eso haría la zona donde patrullaba mi unidad un poco más segura. Menos de veinticuatro horas después esa ilusión de seguridad se ha hecho añicos.
Que irónica es la guerra, sobre todo ésta. Nos bastó menos de un mes para conquistar Iraq, a un precio de bajas mínimo comparado con las que sufrieron nuestros enemigos iraquíes. A partir del verano la resistencia comenzó a actuar, provocando un goteo continuo de bajas entre nuestras filas.
Ahora me ha tocado a mí. Es irónico, pero los verdaderos problemas los estamos teniendo con estos atentados, contra los que nuestra avanzada tecnología militar no puede hacer nada. Nuestros cazas y nuestras bombas inteligentes son inútiles frente a un enemigo que se esconde en sótanos y entre la multitud de civiles.
El enemigo que ha acabado con mi vida (con la de mi compañero de patrulla no, ha sobrevivido de milagro por estar lejos de la explosión y ahora se halla malherido avisando por radio al cuartel general de lo sucedido) no tiene rostro. No se ha tratado de una emboscada sino de un coche bomba. George y yo nos hallábamos patrullando una calle poco concurrida cuando me fijé en un coche blanco mal estacionado con la puerta del conductor entreabierta que despertó mis sospechas. Nada más activar el radiotransmisor incorporado en mi casco para avisar a George, el coche estalló, deshaciendo mi cuerpo y la de dos transeúntes que pasaban por ahí. Supongo que el que lo dejó mal aparcado sabía que yo pasaría cerca y salió rápidamente del vehículo dejando activada la carga explosiva.
Ahora discúlpenme. Ya les he contado suficiente. He muerto en tierra extranjera. Solo lo siento por mi familia y por mi esposa, que llorarán mi muerte. Una extraña fuerza me está llevando a donde todos vamos sin excepción cuando morimos.
Es bueno. Intenso. De forma corta y rapida se siente el dolor y el fracaso de ese soldado. Me gusto.