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ESTE CUENTO ES UN COSTROÑO
Era de noche y no se podía ver la luna...
El momento era perfecto para avistar las estrellas desde el Monte Alegría. Cientos de personas, no... exagero, decenas de personas, no... exagero, cuatro personas, una de ellas dormida, intentan descubrir nuevos cuerpos celestes con aparatos de visión óptica de largo alcance. Saben que no pueden hacer nada que no haya hecho ya cualquier observador oficial, puesto que sus herramientas son anticuadas y limitadas, pero les da igual. Es su pasión y, aunque nunca encuentren nada, su divertimento radica en las largas horas de investigación estelar, detallada y minuciosa, en las que siempre comprueban que todo sigue como antes. A veces ven alguna estrella fugaz, aunque a ellos eso no les motiva demasiado.
Tomás, el más avispado de ellos, es el que más veces ha creído ver algo, cualquier mota de polvo en la lente le hace chillar y estar una semana, o dos, publicando sobre hipotéticas nuevas formas que descubrió en el firmamento. Se ríen bastante de él los pocos que le conocen, pero a él le da igual, pocas personas pueden ser felices con tan poco, y él es consciente de ello. Tiene más motivos para reirse él de los demás, aunque no lo hace, le haría perder tiempo para estar concentrado en aprovechar las reducidas noches en las que las condiciones para la vigilancia del cielo son óptimas.
Carla y Alejandro le siguen. No tienen la misma pasión que él, pero les gusta el aire romántico que se respira en esas noches. Conocen a Tomás desde un día en el que fueron a intimar - para el que le interese, son pareja - a esa parte del monte, y encontraron a Tomás allí, solo, con el telescopio. Les comenzó a contar historias sobre el baile que se montan las estrellas y les conquistó la ilusión con que lo hacía. Llevan repitiendo la reunión cada noche que se da la situación de luna apagada, o cuando hay eclipses de ese gran satélite. No les hace falta quedar, de hecho, no tienen el móvil de Tomas, saben cuándo tienen que ir y punto. Por cierto, el móvil de Tomás lo tiene su exmujer, eso fue lo único con lo que se pudo quedar tras el divorcio, puesto que este hombre quemó su casa, su coche y se gastó todo el dinero de la cuenta bancaria conjunta en putas antes de que saliera la sentencia. Le sentó ligeramente mal que su mujer dejara de aguantar sus locuras. Ahora vaga por las calles y vive en una pensión de mala muerte, intentando no superar los 600 € de ingresos mensuales - que consigue a base de trabajo como vigilante diurno de un macro comercio de venta de tabaco, el Almacén del Podrido Fumador, se llama - para que le embarguen la cuenta lo menos posible, puesto que acumula deudas por valor de más de 100 € - nunca me dijo el importe exacto, pero eran más de 100 € fijo, no quiero arriesgar al poner una cifra - que contrajo con casas de apuestas, además de la pensión de sus dos hijas, a las que hace tiempo, bastante tiempo, que no ve.
No deja de ser extraño que Carla y Alejandro, una pareja normal y corriente, se fijen en un semivagabundo como Tomás y comiencen a entablar una amistad no muy intensa pero sincera. En la que comparten esos momentos tan íntimos. Es raro, pero bueno, Carla y Alejandro son así, grandes personas que miran en el fondo de sus congéneres, no en su aspecto ni en sus actos. Ellos creían que Tomás escondía una buena persona a la que su pasión había condenado, pero tenía una pasión, y qué gusto daba oirle hablar, oiga.
Daba gusto oirle hablar hasta que volvió una de sus neuras. Su cuerpo se tensó antes de ponerse a gritar como un loco. Había descubierto otro punto en el universo, en esa parte del universo que podía ver. Era un punto azul, y hacía decir a Tomás "Ay la virgen, que se mueve, ¡que se mueve!". Miró a la pareja, y no pudo contener las lágrimas. "¡otra vez, otra vez!, mirad, ¡Ahí está!". Les enfocó el trabuco para que Alejandro primero, y Carla después, pudieran mirar y admirar su descubrimiento. No vieron nada. Y Tomás corría de un lado para otro, exclamando que nadie le creía, que siempre igual. Se fue corriendo y se marchó. "¡Vamos a morir!", decía. Y desapareció en la lejanía, corriendo vete a saber a dónde.
Estos gritos despertaron al cuarto en discordia, que era Abel. Con gesto malhumorado, miró a la pareja y se fue andando hacia su casa. Se volvió a prometer a si mismo que nunca más se despertaría en un lugar desconocido. Tenía algún problema con el alcohol, y eso le hacía beber por las tardes como un loco y acabar a las tantas de la madrugada en los lugares más insospechados.
Era solitario y áspero con las demás personas. No tenía amigos y trabajaba como operario en una cadena de montaje de aparatos electrónicos. No tenía trato con casi nadie, aunque conseguía mantener el trabajo gracias a su gran concentración. En momentos de inspiración era un espectáculo para sus compañeros, cómo sacaba piezas adelante en la cinta transportadora, a ritmo equivalente de cuatro o cinco personas a la vez. De hecho, era la risión, los compañeros hacían competiciones secretas de varias personas contra él sólo, para ver quién conseguía más ritmo de trabajo. Ni de coña le ganaban, aunque eso a Abel le daba igual, porque no se enteraba de esas competiciones. Eran sus colegas de trabajo los que las organizaban a sus espaldas para entretenerse un poco los días en los que tenían ganas de marcha.
Pero Abel tenía un sueño. Él sabía que lo suyo no eran las relaciones sociales, renegaba del ser humano y de hablar con nadie si no era estrictamente necesario. No era por timidez, sino por asco. No he llegado a conocerle tanto como para saber el origen de ese comportamiento, pero tampoco me importa mucho. Esto es lo que hay y sobre ello habrá que hacer una historia, ¿qué remedio?
Ese sueño era poder crearse un amigo para sí mismo. Poder compartir con alguien afín y personalizado a su antojo sus inquietudes y momentos más selectos.
Llevaba años aprendiendo sobre robótica e inteligencia artificial para poder generar con sus herramientas un androide, o algo parecido, que pudiera servirle para ese fin.
El tío era un manitas, eso ya lo sabemos, y las horas en las que no estaba trabajando, bebido o durmiendo solía dedicarlas a este trabajo tan sacrificado, y que tanto le amargaba la vida, puesto que el fracaso continuo en los resultados le creaba mucha ansiedad, la cual le obligaba a beber como un cerdo. No era pasión lo que le movía a hacer esto, era desesperación. Ese era su motor, el que le hacía dedicar su escaso tiempo de ocio en esta empresa, tan difícil de conseguir.
Continua en segunda parte.
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