Todos los fines de semana salía muy temprano a recorrer el cerro San Cristóbal en su bicicleta. Era el típico chico empesinado en mantener su físico para sorprender a las mujeres. No había mujer que no piropeara en su trayecto y muchas caían en su juego, cosa que a él le fascinaba porque hacía crecer su ego. Era un muchacho bastante guapo, pero muy egocéntrico. " No hay mujer que se resista, basta con una coqueta sonrisa y caen rendidas a mis pies ". Era tanta su arrogancia que no le importaba conquistar a las novias de sus amigos; según él, para que todos se dieran cuenta que era el mejor.
Llegó el fin de semana y se arregló más que nunca. Tomó su bicicleta y partió rumbo al cerro. Al llegar a la cima unas cinco chicas se le acercaron con un papel donde estaba escrito el número de teléfono de ellas, y como era su costumbre, a todas les decía que las iba a llamar. Iba en bajada, cuando a lo lejos divisó a una atractiva mujer. -Esta es mía- se dijo, y se dispuso a mostrar su mejor sonrisa. Cuando la tuvo cerca mostró todos sus dotes de galán poeta y no dudó en seguirla con la mirada. De pronto, un estridente ruido lo desconcentró de su intento de conquista y después de unos minutos, con la cabeza incrustada en un parabrisas, sólo vio... oscuridad.