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Me subí al ascensor para ir a la cafetería del edificio, me llamó la atención un aviso que advertía sobre el peligro de que el aparato se detuviera en medio de dos pisos, puro tercermundismo, pensé. Una vez allí, me llamó por señales Ricardo, un juez joven pero muy consagrado, al acercarme comentó que en la asamblea del sindicato de servidores judiciales se había votado para ir a la huelga y que esperaba mi apoyo aunque no estuviera afiliado.
Dijo que el consenso de todos era que no aguantaban más, aduciendo que lo importante no es la suma que pagan como salario, sino la calidad de vida que se pude obtener con él, pues con la proletarización de los trabajos intelectuales por políticas del gobierno, finalmente, tendremos que vivir en las comunas y señalaba con el dedo un barrio perdido en las montañas de la ciudad. Yo – le contesté quitándole gravedad al tema - que estaba pensando más bien en montar un sindicato de pensionados, pues solo me faltaban dos años para irme y agregue – con el tono que nos regalan los años siempre lo he dicho, este es un cargo de apostolado, la única gratificación es el servicio a la comunidad.
Regresé al Juzgado, allí me esperaba una estudiante de Leyes, quien deseaba que le respondiera un cuestionario impreso atinente a la misión de administrar justicia, una a una fui respondiendo sus pregunta, hasta que llegué a la última… ¿Cuál ha sido, para usted, el caso más difícil de decidir? Le dije que en esa me había corchado. Ella sonrió, me dio las gracias y se marchó a otro juzgado.
¿Cuál ha sido el caso más difícil de decidir? Siguió la pregunta retumbando.
Llegó entonces aquel recuerdo, abriéndose paso apresuradamente, allí estaba nítido y con la misma carga de sentimientos contradictorios, sin dejarse atrapar por las sombras del olvido, como había pasado con tantas otras vivencias.
Transcurría el año de 1993, empezaban las lluvias de Octubre, aquel día estaba oscuro, en esa tarde estaba en la cafetería del edificio, haciendo una pausa activa (llamábamos así, burlonamente, a los encuentros casuales en aquel sitio para conversar y tomar café, para descansar de la congestión que se respiraba dentro de las oficinas y además, si se quería saber lo que pasaba con la gente del Juzgado allí se informaba mejor, que incluso hablando con los mismos implicados).
Aquella tarde, sentado a la mesa con Patricia y Germán, ambos colegas, ella, una mujer madura y jovial, se le veía en frescura de su piel, en el brillo de sus ojos, en la delicadeza de sus gestos y en sus palabras cadenciosas, su formación profesional. Todos estábamos de acuerdo en que tenía la madurez para aspirar a la magistratura.
Ella, muy serenamente nos contó, no sin que antes juráramos el mayor sigilo, que había sido objeto de amenazas en razón a una investigación penal por homicidio múltiple que se surtía en su Juzgado y en la cual estaba involucrado uno de los socios del “Patrón de la Oficina”, como le decían al narco más temible en aquellos años.
Nos dijo que le había llegado una carta en la que detallaban a cada uno de los miembros de su familia, describiendo las actividades que realizaba y lo peor, relacionaban unas fotos tomadas clandestinamente en donde se observaba a su esposo (en la que se veía a él con el perro en un parque ubicado a la vuelta de la casa), en otra a su hijo Andrés en el momento de ingresar a la Universidad de Antioquia y en una muy borrosa a la pequeña Natalia (tomada a distancia se veía sentada en el bus escolar). Le pedían que dictara sentencia absolutoria a favor de aquel narcotraficante. Que pensara en la Ley del metal: “o plata o plomo”. Que si optaba por la primera le harían llegar una maleta llena de dólares, pero sino hacia lo ordenado, toda su familia estaba expuesta a lo segundo.
Germán la miró (se puso alarmado pero con los estribos de la cordura puestos, lo noté en su cara enrojecida y en su tono de voz, que parecía de parlante), dijo que tenía que buscar protección de la Policía, o mejor, un traslado, de seguro el Director Regional de la Rama Judicial colaboraría –Usted, Doctora Patricia se ha ganado el reconocimiento de todos en el gremio – dijo.
Las amenazas nos llegan a todos, fue lo único que se me ocurrió decirle en ese momento en un tono tranquilo, - nosotros los jueces ocupamos cargos de gran responsabilidad social y tenemos conciencia de lo expuestos que estamos. Al aceptar los cargos sabemos de antemano a las muchas presiones a las que nos sometemos. Pero que se tenía que ser firme – lo dije con sinceridad – y agregué: nosotros tenemos que oponer la fuerza de la razón a la razón de la fuerza para que la sociedad funcione. Ambos me miraron fijamente, pensando más en mi convicción que en la fuerza de las palabras, como me lo dijo mucho tiempo después Germán.
Transcurrió una semana desde aquella charla y a pesar de que tomé mis pausas activas todas las tardes en la cafetería, no encontré entre los asistentes a Patricia; me enteré sí, de que estaba acudiendo normalmente a su trabajo.
Al jueves siguiente, vi a la juez sentada en una mesa compartiendo con otros colegas. La observé muy tensa y demacrada. Esperé cerca de la mesa donde departía hasta que se puso de pie, luego caminé con ella y la acompañé hasta su juzgado. Por el camino me contó que el director regional de la judicatura le había ofrecido traslado para los Municipios de Segovia o de Apartado; que los jueces de estos Municipios estaban dispuestos al intercambio. Me dijo que era irse de Guatemala para Guatepeor, pues había llamado al Juzgado de Segovia y la secretaria le contó que el Juez estaba amenazado por un comandante de la guerrilla, que por eso quería el traslado. Así mismo, la juez del municipio de Apartado le dijo telefónicamente que el asunto en la zona bananera de Uraba era no meterse con los paramilitares, que lo demás, era calmado y en aquel juzgado había poco trabajo, que ella se quería venir para Medellín a hacer un posgrado en la universidad. También me contó que había tomado medidas como cambiarse de residencia, a un conjunto cerrado en otro barrio de la ciudad, y con respecto a ese expediente, lo había puesto bajo llave, mientras no decidiera ella creía que nada le pasaría. Estuve de acuerdo y le dije que era lo más acertado.
El lunes siguiente, un lunes triste, de esos en el que el sol se resiste a salir y la lluvia no quiere caer, ambos amenazan pero no ceden; llegó Patricia a mi Juzgado cerca de las nueve de la mañana, me extrañó su visita, pues ella no acostumbraba ir a mi despacho. Era notorio el estrés en que estaba, me contó que un sujeto, con cara de sicario, la había abordado cuando iba en el carro para su nueva residencia. Cuando se detuvo por el cambio del semáforo desde una moto al lado de su ventanilla, este hombre le dijo: “Necesito que se decida Doctorcita, porque se le acaba el tiempo, la carta que le enviamos dice qué tiene que hacer”.
Buscando tranquilizarla, le insistí en que tuviera valor, que esos delincuentes no se atreverían a tanto, que eso era pura coacción sicológica. Me miró como asintiendo, dijo que tenía cita con el Director de la Policía de Medellín para tratar este asunto y se marchó visiblemente afectada.
En el trascurso de la semana no volvió a su despacho. El lunes siguiente, cuando me dirigía al edificio de los juzgados, en medio de una llovizna tenue y persistente, miré como la gente se arremolinaba en la plazoleta en frente del edificio, ya de cerca identifique a varios colegas y empleados de los juzgados, me pregunté qué pasaba, sólo tuve que bajar la mirada para encontrarme con un cartel fúnebre a la entrada. Aun hoy me siento culpable, la dejé sola.
Durante mucho tiempo después, repase con Germán aquellos momentos, buscando los detalles que la impresión del tiempo presente no permitía, mirando en retrospectiva para comprender y asimilar aquella tragedia a la que asistimos inermes e inexpertos ante la fuerza brutal de esa hecatombe que nos aniquilaba.
Cómo me duele no volver a nombrarte.
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