En el país de las maravillas, donde todas las cosas eran buenas y de bellos colores, había un brujo de malas artes que disfrutaba con hacer el mal y siempre se proponía estropear cualquier cosa pues su mente empobrecida de maldad, buscaba hacer el mal.
 
Pues bien, un día que amaneció, como todos los días, bien hermoso, el brujo encolerizado de ver que ni el tiempo se había estropeado, quiso hacer de las suyas, y por poco lo consigue, caviló y caviló durante largo tiempo, cizañó y enredó cuanto pudo, embustes contó a todo el mundo, pero a pesar de su esfuerzo no pudo y eso que estuvo a punto de conseguirlo.
 
Lo que pasó es que con la gente con la que se enfrentaba, de ese país tan hermoso, ni siquiera le escuchaba por mucho que él hablara, porque saber sabían que nada valía y el brujo endemoniado de ver que el mal no podía sembrar, pilló tal berrinche que un infarto le vino a dar.
 
El doctor acudió, también los vecinos, para ver qué se podía hacer. Todos eran tan maravillosos que, a pesar de saber que era tan malísimo, lo quisieron poner bien, pero no se pudo, y el brujo malo se fue al otro mundo a purgar el mal que siempre quería hacer a las buenas gentes de aquel lugar.
 
No hay que ser malos, pues si no como el malvado brujo malo se ha de acabar.
 
Siempre hay que pensar en hacer el bien como la gente de aquella bella ciudad, a la que no les importo que aquel brujo tuviera maldad. Cuando le vieron enfermo a pesar de todo le quisieron ayudar.