Cuando le vi tendido junto a mis pies, el arrepentimiento, que cobraba vida propia dentro de mi cuerpo y que se transformó al instante en espantosos espasmos, buscó desesperadas maneras de manifestarse y cuando tuvo a la mano el imperio total de mi mente, se deshizo en torrentoso caudal que bajó salvaje desde mi mente alucinada y se bifurcó por intrincados senderos hasta morir en forma de candentes y desesperadas lágrimas. Entonces me di cuenta que ese bulto sin vida no se merecía la individualización del odio, que sólo era una especie de animal muerto, sin connotación ni especie, pero que desde ese momento acudiría a mi, investido como una ominosa culpa.
El Chulo me hostigó desde siempre. Cuando éramos muchachos, asistíamos al mismo colegio y en los recreos me acechaba y cuando estaba a su alcance, me atrapaba con sus manos regordetas y fuertes y comenzaba a torturarme. Cada uno de mis gemidos era seguido de una de sus estridentes carcajadas, su rostro rubicundo se desencajaba cuando le rogaba que me soltara. Entonces, me arrojaba al suelo y se lanzaba sobre mí y me introducía sus dedos grasientos en los ojos, me arrojaba escupitajos en la cara y babeante y pletórico, alzaba al cielo sus gruesos brazos imitando el gesto de un guerrero victorioso. Tenía dos o tres años más que yo y me superaba en envergadura física. Yo lo rehuía a más no poder y no se me pasaba por la cabeza delatarlo, más por cobardía que por algún tipo de integridad. Sabía que me estaría vigilando, esperando el momento propicio para comenzar con su cruel rutina de hostigamiento y tortura. En algún lugar de mi ser, supongo que en el centro ígneo que todos poseemos, comenzó a desarrollarse un ser perverso que se estampó a fuego en mis extrañas y que obediente a cada invocación del Chulo, me quemaba con esa pasión negativa que denominamos odio. En esos lejanos años creció, célula a célula, hasta formar un organismo paralelo a mí, el sangriento asesino que ahora convive conmigo. Si usted hubiera visto sus ojos cuando alcé mi diestra para asestarle la primera puñalada. Era una extraña mezcla de sorpresa y de desdén, como si hasta en aquél fatal momento en que le arrancaba la vida, dudara de mi, de mi resolución, de mi abierta incapacidad para encararle. Casi cejé en mi intento sorprendido por ese gesto siniestro. Prevaleció en mí, sin embargo, toda la inquina, todo el rencor y se sumó a todo esto mi alter ego sediento de venganza que duplicó las fuerzas de mi mano temblorosa para impulsar el arma homicida hacia el punto exacto. La puñalada pues, limpió en parte estas molestias. Cuando me sorprendí con las manos ensangrentadas, viajé por una décima de segundo en el tiempo y vi borrosamente a un famélico niño que me sonreía satisfecho desde las profundidades del pasado. Eso, antes que llegara el copioso arrepentimiento que debe sentir todo cristiano cuando ha cometido una barbaridad de este tipo. Si, Chulo. La primera puñalada vino en parte a saldar la deuda de los brazos retorcidos, de los salivazos y de tus sádicas y groseras risotadas. No, señor, no es que sea rencoroso. Pude anotar todas estas aberraciones de niños en el inventario de las situaciones inevitables y luego haberlas olvidado simplemente, como pudo haberlo hecho usted, aquél o cualquiera otro. Pero existe una palabra que se denomina fatalidad y que tiene la virtud de encadenar a algunos seres y someterlos a sus crueles dictados durante toda su existencia. Yo creo que eso fue lo que nos pasó con el Chulo ¿No cree usted lo mismo?
El Chulo era un genio para las matemáticas. Si mal no recuerdo, siempre era mencionado como el mejor alumno en este ramo y el director, un viejecito macilento que le concedía las palmas por este hecho, siempre le rondaba como un satélite fosilizado y mi torturador, henchido de orgullo, le retribuía esto con atenciones menores, como ayudarle con el maletín o franquearle el paso a su oficina. Dudo que ayer las matemáticas le hayan servido de mucho. Estas sirven para resolver complejos problemas pero no sirven para que un hombre evite su propia muerte. Y por eso, la segunda puñalada cayó certera, matemáticamente exacta, en el centro mismo de su pecho.
Tampoco olvido cuando me acorraló en un callejón y junto a dos de sus amigotes me zarandearon hasta destrozarme un terno que yo recién estrenaba. Aún escucho a través de las gruesas paredes del tiempo sus horribles carcajadas y las palabras repletas de sarcasmo del Chulo. Travesuras de muchachos, dirá usted y créame que se lo avalo. Pero anoche, al contemplar en medio de mi furia su grueso cuello de toro y dibujándose a través de esa piel gruesa lo que parecía una súplica o una maldición –nunca lo sabré- , recordé cuando este se convulsionaba con los espasmos de su risa diabólica y una oleada de recuerdos negros, reforzaron mi odio. No trepidé pues y la tercera puñalada se hundió con sonido de desgarro en ese cuello macizo y la sangre estalló de inmediato como un incendio rojo. Todas mis deudas estaban saldadas. El Chulo era una mole amorfa, un cetáceo arrumbado en las riberas de la muerte. Esas manos agarrotadas y sus ojos entrecerrados me produjeron pánico, señor, ya que por un momento pensé que fingía y que se levantaría riendo a carcajadas para retorcerme una vez más mis brazos y sentiría de nuevo su descarnada burla, esa misma que había sido designio y germen, crimen y pena. Pero no. La masa era ahora una isla de carne sanguinolenta rodeada de un océano espeso de color escarlata.
Cierta tarde, no hace mucho, la vida, la fatalidad o que se yo, nos puso de nuevo en el mismo camino. Habían transcurrido varios años pero nos reconocimos mutuamente. El seguramente olió mi sorpresa y mi miedo y yo reconocí su volumen y sus gestos, amplificados por el inevitable paso de muchacho a hombre. Supe que tras su respetable indumentaria de policía, aún aguardaba el verdugo, el tenaz perseguidor, mi enemigo natural. No pude evitar un estremecimiento, ahora él era la Ley y yo seguiría siendo su presa y pese a saberme inocente de toda culpa, me sentí de nuevo acorralado. Había sido detenido por error y la causalidad me ponía una vez más en las garras de mi victimario. Al verlo, noté por su rostro sonriente que me había reconocido de inmediato pero trató de disimularlo. Verificó mis papeles y ordenó con su voz estentórea que se me encerrara en una celda. El antro era un cuadrado estrecho, oscuro y pestilente. El escenario ideal para que se representara una vez más el drama del horrible gato con el miserable roedor que era yo. Permanecí allí, entumecido, hambriento y con la aterradora certeza que aparecería en cualquier instante. Imaginaba el sonido del cerrojo y la puerta que se abría con violencia. Me vi nuevamente como ese frágil pequeño que, escondiérase donde se escondiera, siempre era encontrado por el torturador. Sentí una vez más el sofocamiento que me producían sus gruesos brazos, el dolor extremo que recorría mis articulaciones cuando estas eran retorcidas, la risa destemplada de ese que no era un ser humano sino un demonio investido de carne. Me encontraba sumido en esas aciagas divagaciones cuando la puerta de la celda se abrió con rechinos siniestros. Pude distinguir su odiada silueta dibujada en negro sobre un fondo difuso. La puerta se cerró una vez más y la oscuridad más absoluta asoló el lugar. Un escalofrío me recorrió entero al escuchar su respiración entrecortada y sus pasos lentos. Pasó un largo minuto antes que el Chulo carraspeara como preámbulo a su interrogatorio.
-¿Cómo te llamas?- escuché que preguntaba, lo que sonó a sarcasmo ya que bien sabía que el no borraría de su mente al famélico, endeble y aborrecido personaje que era yo para él.
-¡Tu nombre!- bramó casi.
-Carlos Valderrama- respondí, con una voz que me pareció extrañamente entera. Sentí que se acercaba pesadamente.
-¿Porqué lo hiciste?- preguntó con voz cortante.
-¿Qué cosa hice?- inquirí, ya más destempladamente.
-¡No te hagas el tonto! ¡Te pillaron con las manos en la masa!
La impotencia, el miedo y la rabia se entremezclaron, formando una argamasa sólida que no me permitió articular palabra alguna. A decir verdad, todo me acusaba ya que la descripción del delincuente coincidía con mis características, sólo que yo jamás hubiese cometido delito alguno y por mucho que los años nos hubiesen separado, el Chulo debía saberlo también. Se acercó aún más con la misma lentitud del animal que sabe que su presa está bajo su dominio. Imaginé en las tinieblas su rostro grueso acercándose al mío, sentí su asqueroso aliento a ajos y percibí dos pequeños puntitos de luz que se dirigían a mí. Eran sus pupilas que capturaban una agonía de luz para percibirme en la sombra. Por algún misterio inexplicable, el pasado parecía curvarse hasta colocarnos a ambos en la misma instancia del pasado. Pensé que de un momento a otro comenzaría la tortura, las carcajadas y el dolor. Pero no. El Chulo había aprendido a refinarse y ahora empleaba métodos más sutiles de tortura. Permitía que el silencio se posicionara en cada rincón de la sala y cuando este reinaba rotundo y absoluto como si el sucio cuarto fuese una catedral, emergían desde el fondo de él los groseros escupitajos, la tos in crescendo y sus pesados pasos. Luego todo regresaba a la quietud y yo sólo escuchaba mi respiración y los latidos de mi corazón. Un grito me hizo estremecer: -¡Acércate a la puerta!- ordenó. Yo me arrastré en la oscuridad hasta tocar el metal de los barrotes. Sentí un rasguido y al instante se encendió una cerilla y aparecieron ante mis ojos esos dedos de gruesos nudillos iluminados por esa mortecina luz. –Ahora seguramente dirá:”Así que eres tu”-pensé. Y entonces comenzará su fiesta. Y allí mismo recomenzará mi martirio. Una vez que la luz del fósforo se extinguió, sentí que se alejaba unos pasos. Silencio. Luego, desde lo más nítido de éste, escuché un suave silbido que fue creciendo en intensidad. Era una marcha militar algo desafinada que llenó el recinto con sus sones marcados. Usted comprenderá señor que era un método de tortura bastante especial ya que me ponía los nervios de punta. Estuve tentado de pedirle a gritos que acabara con ese teatral preámbulo y que fuera al grano, que me golpeara, que me diera de puntapiés, que me insultara, pero que una vez por todas terminara con todo eso. El Chulo continuó silbando su marcial melodía, la que alcanzó tal intensidad que llenó el cuartucho de estridencias. Abruptamente, todo quedó en silencio. Sentí que me derrumbaba en caída libre desde la cima de una enorme montaña rusa y que el estómago se encaramaba a mi garganta. Adiviné en las sombras que su miraba se dirigía a mí. Tuve la sensación que un venenoso reptil se aprestaba a saltarme encima cuando de nuevo escuché un grito: -¡Te conozco! Mi corazón se paralogizó por el miedo. Avanzó con pasos raudos. –Tú eres…
-Soy …el flaco- respondí aturdido. -¡Eres aquel imbécil de siempre! Rió groseramente y sus sonoras carcajadas retumbaron en los ladrillos de la celda y se multiplicaron en centenares de sonidos quebradizos. La acción comenzaba recién…
Permanecí en esa celda durante tres días, soportando los tediosos interrogatorios del Chulo. Nunca hizo mención de nuestra niñez y juventud común pero yo tenía bien claro que lo recordaba todo y que me tenía reservado un castigo mucho más cruel que todo lo sufrido. Estaba en sus manos y eran tiempos de autoritarismo, nada podía liberarme de sus garras. Efectivamente, la tercera noche ordenó que se me atara al camarote y allí, tendido a oscuras, esperé con la piel erizada su vil ataque. Una vez más empleó la misma endiablada táctica de los días anteriores. Dejó aposentarse el silencio, luego su lento paseo y su horrible silbido. Por fin, se me acercó. -¡Perra fatalidad!-me dije –yo siempre en la posición mas desventajosa. –Ahorita si que confesarás todo- me dijo con voz queda. Sentí que paseaba su manaza por mi rostro. -¿No es cierto que te vas a poner a cantar de lo lindo, flaquito?- prosiguió hablando, utilizando el mismo tono meloso. Quise que lo fulminara un rayo vengador y que el horrendo fulano quedara convertido en grasa derretida. -¿Confesarás…o no?- terminó de decir, casi en un gemido antes de recibir yo un feroz puñetazo en mi vientre. Sacando el habla desde el fondo mismo del dolor, gemí: -¡Nada he hecho! ¡No soy…culpable…de nada...! -¿Con que no?- bramó y repitió una y otra vez sus certeros puñetazos, ahora sobre mi rostro, sobre mis costillas y mis genitales. Yo sólo reaccionaba con alaridos ante esos impactos dolorosos que caían una y otra vez desde las tinieblas. Mi mente era incapaz de retener alguna idea coherente. El sufrimiento y el miedo se hicieron tan insoportables que sentí que me hundía en un profundo océano rojo…
Desperté en medio de unos matorrales, en las afueras de la ciudad. Me dolía todo y cuando pude razonar, supe que algo dentro de mi mente también se había roto. De a poco fui recuperando la noción de las cosas, recordé la negrura de esa celda, los silbidos, los pasos, los golpes y de inmediato comenzó a manar dentro de mi pecho un fluido viscoso que amenazaba con desbordarse y que se apoderó de mis extremidades, de mi cabeza y de mi pensamiento. Algo tan abominable que debía ser vomitado y para ello era necesario que yo realizará una sola acción, la única posible… Aún dudando de mi existencia, me arrastré lastimosamente en procura de agua, de alimentos. Un campesino me encontró al borde del desfallecimiento y lo único que recuerdo de esto, es su rostro curtido, sus manos prontas y luego nada más…
Deben haber transcurrido varios días antes que yo recuperara mi lucidez. Volví a la realidad en la cálida sala de un hospital. Estaba lleno de vendajes y sondas y cuando tuve la oportunidad de verme en un espejo, pude ver mi rostro desfigurado por los golpes. Allí mismo tomé la determinación de matarlo como un perro.
Dos meses después, había recuperado en parte mi autonomía y téngalo por seguro que si no hubiera atesorado en mi mente esa sed de venganza que fue talvez la más efectiva de todas las medicinas que injerí, jamás me habría recuperado del todo. Una vez soldados mis huesos y cicatrizada mis heridas, salí de aquél establecimiento arrastrando mi pesadumbre pero fortalecido en mi rencor. Antes del reencuentro con el Chulo policía, yo sólo guardaba en un recóndito lugar de mi cerebro las ominosas postales de las humillaciones inferidas, ahora, estas cicatrices serán el póstumo legado de mi odiado enemigo, en mi piel quedará estampada para siempre la fatal firma con la que rubricó todas sus fechorías. Y le juro por ese Diosito que nos está mirando, que no voy a sentir ningún remordimiento por lo que hice, porque sólo cobré una viejísima deuda. Lo único que me aterroriza es imaginar que ese monstruo me esté esperando en la eternidad o que, si existe la reencarnación, que se aparezca en mis infinitas vidas como mi eterno perseguidor. Sé, tengo la certeza que lo encontraré de nuevo, estoy seguro de ello.
-¿Qué de donde saqué fuerzas para hacer lo que hice? No resultó nada fácil, señor porque el Chulo era custodiado día y noche por una nutrida guardia personal. Habría sido literalmente imposible atacarlo a mansalva. Estudié pues sus movimientos que casi siempre eran los mismos pero me percaté de un detalle. El vivía sólo en una casa del barrio alto y por alguna razón, la casa no era vigilada, salvo por un guardia civil que se paseaba de cuando en cuando por la calle. La clave era acercarse a la vivienda sin que el sujeto se diera cuenta de mi presencia. Sabía que a la hora de los noticiarios, el tipo se encerraba en su caseta de guardia y allí permanecía hasta las diez de la noche. Era el momento preciso ya que los viernes, el Chulo llegaba después de las once a su casa. Por lo tanto, a mi sed de venganza le sumé varios kilos de osadía y me introduje esa noche en su casa y lo esperé escondido detrás de las cortinas de su dormitorio. No se cuantas horas habrán transcurrido, pero tengo claro que cada minuto que permanecí agazapado en las sombras, repasé una y otra vez esa historia indigna y remarqué sus momentos más denigrantes, tan sólo para avalar la justificación que impulsaría mi mano y no la frenaría hasta dar en el blanco y machacar allí mi venganza. A medianoche sentí que se abría la puerta de calle y ello aceleró de inmediato mis pulsaciones. Sentí sus sordos pasos trepando los escalones con extraña agilidad. Traspirando a raudales, palpaba jabonoso el puñal que sostenía con determinación en mi mano derecha. La puerta se abrió con violencia y su grotesca silueta se dibujó al trasluz del cortinaje. Al parecer estaba ebrio ya que vacilaba un poco al caminar. Sentí como levantaba sus brazos para emitir un absurdo gemido que se transformó en bostezo. Se sacó su chaqueta negra y pude distinguir una camisa blanca a rayas que contenía con dificultad su gran abdomen. Estuve tentado en ese instante de salir de mi escondite para asestarle la estocada que lo tumbaría para siempre. El afilado puñal hervía en mi mano. Pero, sonó el teléfono y la campanilla me paralogizó por completo. Escuche su voz abotagada respondiendo sin muchas ganas, mientras se sentaba en la cama para sacarse sus zapatos. Pocos segundos después cortó y arrojó el aparato sobre el velador. La sangre se me heló cuando vi que dirigía su mirada a la ventana. Pensé que me había descubierto ya que se alzó con violencia y se acercó con resolución. Lo sentí resollar detrás del cortinaje, se diría que escuchaba hasta las palpitaciones de su corazón. Una bocanada de aire maloliente atravesó el género del cortinaje y se introdujo en mis narices. Era una variada mezcla de licores que -ya descompuestos- se disipaban por esa enorme cloaca que era su boca deformada. Su manaza se alzó para entreabrir las cortinas, me lo imaginé como un fiero oso que tenía bajo su dominio a la víctima propiciatoria. Pero no, sólo necesitaba aire, por lo que entreabrió la ventana y aspiró con avidez. Después se alejó satisfecho, se desabotonó su camisa y en ese momento, me acometió la furia al desfilar en ráfaga todas las imágenes de mi pasado, los dolores, las humillaciones, la sorna y el desprecio, todas esas sensaciones se amotinaron en mi espíritu y ya no fui yo, fui un ser hirviendo en su propio odio que no consideraba ni el riesgo ni la cautela y enceguecido por ese impulso irracional, salté de entre las cortinas aullando y acometí mi objetivo como un obsecuente kamikaze. Pude apreciar sus ojos redondos por la sorpresa; luego, al reconocerme, esbozó una especie de sonrisa burlona mientras ofrecía su cóncavo pecho a mi puñal. Sin ningún cuestionamiento, le asesté las puñaladas y cuando se desplomó con estrépito de bestia en el piso alfombrado, volví en mi y la ira dio paso a un sentimiento bastante extraño, sentí que no valía la pena haberme ensuciado las manos con esa sangre impura, que en el fondo lo único que sentía por él era repulsión, la que se siente por los roedores, por los bichos desagradables, pero nada más, nada más. Entonces, arrojé lejos el puñal y me puse a lloriquear por lo irremediable, por esa libertad que comenzaba a escapárseme con tanta facilidad, por el estigma que me perseguiría durante el resto de mi existencia…
El parte:
Carlos Valderrama Ortiz, empleado, 38 años, soltero, confiesa haber asesinado a Ramón Paredes Cifuentes, suboficial de Carabineros, 41 años, separado, en su vivienda ubicada en Las Acacias Nº XXXX, en el sector norte de la capital, sin que haya mediado agresión alguna de parte de éste. Se entregó voluntariamente y quedó a disposición de los tribunales de Justicia Criminal. El arma homicida quedó en poder del departamento correspondiente.
La versión de la prensa:
Un sujeto con sus facultades mentales perturbadas ingresó con violencia anteanoche a la casa habitación de un destacado representante de las fuerzas del orden, asesinándolo de tres arteras puñaladas. En el crimen hubo premeditación y alevosía pese a que el asesino negó después haber participado en tan sangriento hecho.
El último pensamiento del Chulo, antes que las puñaladas lo hirieran de muerte:
-Le retorceré los brazos, le abofetearé como nunca antes lo hice, acabaré con él y me reiré a carcajadas hasta que me acalambre… estúpido don nadie… estúpido espantapájaros…
Estúpido…
El asesino:
-No valía la pena, no valía la pena, ahora sé que no valía la pena…
Veinte años después saldría en libertad aquél hombre que, sin embargo, estaba encarcelado para siempre.