Érase una vez un pueblo rural de una zona del interior de España, era un pueblo pequeño donde había pocos habitantes, ya que los niños que se hicieron mayores se fueron marchando. Al ser un pueblo de campesinos, durante el día sólo quedaban en él los niños, que acudían todos a una misma escuela, y las personas mayores, que se encargaban de atender los hogares. También, quedaban allí en el pueblo un sacerdote y un sacristán para una pequeña iglesia.
En San Blas, aumenta la población, ya que llegan las cigüeñas que anidan en la torre de la iglesia pero con la llegada del frío abandonan de nuevo el pueblo. Dos veces por semana pasan el carnicero, el panadero y el pescadero que abastecen de comida a los habitantes. También, una vez por semana, les visita el médico. Cada vez más hay en el pueblo perros abandonados de antiguos dueños que los dejan para irse a la ciudad.
La abuela Cayetana era la mujer más anciana del pueblo y a sus 92 años había visto nacer a todos los niños del lugar, a los cuales entretenía contando una y mil historias de su época.
Llegaba el verano y con las vacaciones la población se multiplicaba, el pueblo se llenaba de niños y mayores. Además, en esta época celebraban la fiesta del pueblo en honor a San Cristóbal, la plaza se llenaba de gente de otros pueblos de alrededor y todas las noches actuaba una gran orquesta. Durante estos días los niños del pueblo junto con los que acudían de otros pueblos de alrededor disputaban partidos de fútbol. En el río que atravesaba el pueblo llevando un gran caudal niños y mayores se bañaban para aliviar el calor, pero no lo hacían solos ya que en éste había ranas, truchas y cangrejos.
El día de la fiesta grande, Cayetana, se levantó temprano ya que había que pasear el Santo por las calles del pueblo, despertó al cura para ir a la iglesia en busca del santo pero cual fue su sorpresa al ver que San Cristóbal no estaba en su lugar. Cuando las gentes del pueblo supieron la noticia se entristecieron, se les echó la noche buscando por todos los alrededores sin lograr dar con él. Este año en la procesión los habitantes del pueblo no podrían bailar a su santo, lo que podría traer mala suerte al pueblo y suponer que se sucedieran grandes sequías.
Sin embargo, por suerte, no tardó mucho en saberse la verdad. Ese verano sí había habido una procesión en el pueblo, pero ésta había estado organizada por los más pequeños, que queriendo imitar a los mayores habían cogido a San Cristóbal y lo habían sacado a pasear. Lo que pedían era que San Cristóbal les concediera el deseo de quedarse todos juntos a vivir en aquel pueblo tan divertido.
Pero ese deseo no pudo cumplirse, llegaba el invierno y con las frecuentes nevadas los habitantes del pueblo se habían quedado de nuevo solos y hacían su vida dentro de los hogares. En sus casas, para San Martín celebraban la matanza del cerdo, se asaban castañas y manzanas en la lumbre.
En aquella época nuestra abuela Cayetana trabajaba duro para todo el pueblo, y en su mente añoraba a todas aquellas personas que como las cigüeñas emigraban a otros lugares y no volvían hasta el proximo verano.