“Uno tiene el deber de escribir. Existen tantas historias que deben ser contadas, tantas vidas que tienen que ser narradas, tantas alegrías y miserias para compartir; nada debe caer en el olvido o la imaginación acabaría tornándose un remanso de agua estancada, de un verde tumefacto. Uno siente a sus personajes dentro de la cabeza, correteando, tanteando por diversos caminos antes de mostrar la función que hay que convertir en palabras -con sentido y perfectamente conjuntadas-.
Miren, es como tener un basto coto de caza, sólo para ti, donde ir a atrapar diferentes seres y cocinarlos después empleando las diferentes recetas que pone a tu alcance la literatura, siempre de una manera diferente. Aunque esto, dicho así, con el poco tacto que me confiere las trazas de alcohol que aún bailotean por mis venas, puede sonar, ciertamente, salvaje.
Aún no me he acostumbrado a empezar mis historias delante de una pantalla: queda en mí ese fondo romántico, esos nervios en la boca del estómago ante el desafío de la hoja en blanco. Cada una de esas historias, un hijo; cada cuento inconcluso es una gestación larga y difícil; una novela es un embarazo hercúleo (siento su peso al salir de casa, los personajes se sientan conmigo en los bancos, la historia se desarrolla constantemente en las tiendas en las que entro, en los bares, repito con los amigos diálogos que no concuerdan con la realidad del momento y que extraigo de mis propias páginas). Tanta camada y ningún amor por el que morir –aunque, bien pensado, esas cosas sólo ocurren en las novelas-.
La primera de mis amantes –porque no quiero llamar a nadie mi pareja- la recuerdo constantemente recostada en la cama. Era ciertamente hermosa, atenta a que me levantara del escritorio para posar sus brazos sobre mis hombros, empujando con las manos mi pecho para atrás para poder besarme. Casi nunca le hacía caso, mi pasión por escribir me arrojaba sin remedio a la soledad. El último recuerdo que tengo de ella fue su gesto de tranquilidad al acariciar con la yema del dedo el moho que se le estaba haciendo en la curvatura de la cintura, como se iba arrancando la fina hierba que le había crecido en el vientre y, finalmente, se deshacía con placidez de las vivaces flores que le adornaban el pecho, dejándome una de recuerdo encima de mis últimas líneas y un beso inconcluso como despedida. Poética mujer. La casa olió durante semanas a jardín abandonado, después empezaron a crecer enredaderas en las paredes del comedor, moho en las esquinas y hierba en el lecho de mi cama.
Mientras luchaba contra la vegetación que se apoderaba de mi casa, apareció Lucía. Ella también escribía; ahora lo sé, era nueva en este mundo y quería encaramarse a un fornido tronco para ascender casi sin esfuerzo. A Lucía la quise, con ese amor doliente y complacido que se alimenta como una sanguijuela, de cada herida. Porque ella me atestaba un golpe tras otro, sin piedad: con su lengua viperina derribó mis amistades –a veces, no sólo usaba la lengua-, se acercó a los críticos para demolerme y regaba las enredaderas, que se encaramaron a las ventanas, ávidas de luz del sol, dejando mi casa a oscuras.
Éstos no fueron los únicos traspiés que sufrió mi ático. La siguiente de mis amantes dejó de regalo unas fabulosas goteras que ningún albañil consiguió exterminar –aunque sí dañaron considerablemente mi bolsillo-. Cristina, a quien conocí en un bar –su sonrisa fresca tras el dorado reflejo de la cerveza- perdió la alegría en el instante en que atravesó el umbral de mi intimidad: empezó a comer poco y, pasados unos días, nada más se llenaba de beber agua, que luego echaba en ríos por los ojos. Cristina lloraba y lloraba y no había quien se concentrase en el trabajo, ahuyentaba con su llanto toda posible inspiración, anegaba las palabras, hundía en marismas de tristeza mis relatos. Un día llamaron a la puerta; afortunadamente, la alegría consiguió encontrarla (aunque vino en un estado deplorable de haber vagado sola durante días por la calle) corrió a su lado y ambas marcharon, abrazadas. Dejaron tras de sí charcas y charcas de agua que se acabaron llenando de ranas y renacuajos.
A Cristina la sustituyó Ayerima. Ayerima entró como un vendaval y arrasó con mi armario. Era de esas mujeres huracanas que deciden cambiar al hombre del que se han enamorado (o, mejor dicho, al hombre que han idealizado tras las novelas editadas, que imaginan con los trazos del personaje favorito). Esa mujer era inconstante y guerrera. Discutimos mucho. Llovían sobre las losas palabras tormentosas y llenas de barro que nos ensuciaban a los dos. Con treinta años es imposible cambiar a uno. Y eso no se le metía en la cabeza. Así que un día, mientras dormía, cogió todas mis ropas y, embutidas en diversas bolsas, como choped plastificado, las llevó a una iglesia y se fue a comprar un nuevo vestuario, más- adecuado-para-tu-imagen, pero en el camino se le olvidó volver: el viento arrastró su temperamento de ciclón hacia otros parajes, dejando tras de sí un paisaje arrasado.
Diana vino a venderme una enciclopedia. Era la primera mujer que veía después de unos días de cautiverio –desprovisto de amistades, no tenía a nadie a quien llamar para que me compraran algo de ropa- sin nada más que unos calzoncillos roídos por la humedad para proteger mi cuerpo. Era tremendamente atractiva y tenía ese brillo en la piel de quien, indudablemente, no ha pasado nunca penalidades. Diana se había quedado sin hogar, me dijo, sus padres la habían echado de casa –habitualmente le ocurría, presa en ella unos desmanes desmesurados y unas ideas alocadas que solían incluir bailar con drogas- y ella había buscado un trabajo de media jornada, no demasiado difícil, no demasiado cansado y bien pagado. Su novio –o mejor dicho, su coche, su casa de tres pisos, su ambiente adinerado- la había abandonado y, puesto que yo estaba solo y falto de compañía y ella falta de donde resguardarse, decidió quedarse conmigo por una temporada.
Atribuyó al estado del ático la última moda en decoración o extravagancias de bohemio y decidió contribuir con unos loros y una pitón albina (no te preocupes que me han dicho que ésta es vegetariana).Agradecí al cielo, y a la legislación, que no se le ocurriera comprar unos monos. Más tarde, me sacó de la habitación, dejó que la vegetación tomara la cocina como prisionera y decidió que viviríamos en el salón, en una cabaña que estaba construyendo, para adaptarnos mejor a ese ambiente salvaje. No sé si sería por la humedad constante, que se colaba por mis huesos y me dejaba emocionalmente debilitado o por el destrozo interior causado por las malas artes de mis anteriores amantes, que habían desbrozado mi corazón, pero dejé que Diana, a quien casi doblaba en edad, hiciera de mí lo que quisiera. Me olvidé de escribir, de afeitarme, del mundo y me aferré a su cintura joven, a su ombligo tatuado, a su pubis rasurado hasta que ella -cintura, ombligo y pubis- partió de nuevo con el coche, la casa de tres pisos y el ambiente adinerado.
Me pasé días en silencio, las piernas abiertas, los brazos laxos y la cabeza recostada sobre las maderas de la cabaña, esperando a que mi corazón finalmente cicatrizara, dándome cuenta en aquel momento que la cabaña era un amasijo de mis muebles –cajoneras, estanterías rotas, puertas de armario…-, que se estaban sopando de toda la humedad, convertida su madera en pastizal de diferentes especies microscópicas y pequeñas, corredizas y asquerosas. Empecé a sentir melancolía simplemente por un rayo de sol, a notar como mi cuerpo también absorbía toda aquella humedad que me rodeaba, a ver como la vegetación, no contenta con todo el terreno ganado, quería enraizarse en mí; recordé que no existen pitones vegetarianas. Corrí a la cocina y me abrí paso como pude, sintiendo miles de uñas vegetales zafándose de mi piel y mis huesos convertidos en poco más que calcio y agua, mucho agua. En el cajón de los cubiertos, encontré el cuchillo de cocina –lo cogí con la devoción religiosa que se le atribuye a todo tótem y símbolo de salvación- y empecé a despedazar ramas (un gemido dolorido atravesó toda mi casa), lleno de rabia por haber dejado, sumiso, que el verde tomara mi ático, que todas aquellas mujeres invadieran mi vida, que…”
-Creo que eres un exagerado, cariño. Parece como si fueras un Robinson Crusoe urbano. Alguna amante u otra habrás tenido, pero esto… esto no tiene nada que ver con tu vida…Te dije que serías incapaz de escribir tus memorias, tu imaginación puede más – dice ella mientras le envía un beso desde sus labios ya envejecidos (dos finas líneas entre cultivos de arrugas) por correo aéreo, porque sabe que cualquier crítica contra alguno de sus escritos (sobretodo ahora, que le pesan los años) le causa una terrible desazón, un dolor punzante que no sabe donde localizar y que lo deja enclavado en un desierto de silencio-.
-Te tengo dicho que no leas mientras escribo… -dice ligeramente molesto, pero al momento se gira para ver la cara de ella, a quien ha dedicado tantos años de su vida y le posa las manos envejecidas (cruzada por venas azules, amplias y decorada por manchas) sobre los hombros para acallar los labios que siempre se enmarañan en analizar sus escritos, en leer a escondidas tras sus espaldas las páginas escritas, y le da un beso, un largo beso, prolongado, quizás demasiado, extenuante, mientras se da cuenta que, tal vez, más allá de las novelas, hay amores por los que morir.
y sobre todo diferente. Me gustó y me llamo la atención porque, después de la mala suerte de ese hombre con las mujeres, no esperaba ver como una mujer conseguía que él pasara la vida a su lado. Felicitaciones y un saludo