por Gerardo Oviedo
Sin saber si lo conseguiría esta vez, Bernardote se acercó al matraz y miró dentro. Ya lo había calentado demasiado. Ahora tendría que seguir otro procedimiento. Sacó el matraz del fuego y lo llevó hacia la mesa con unas tenazas. Tornó a mirar dentro para cerciorarse por enésima vez que no aparecía lo que buscaba. Después de tantos intentos otro fracaso más. Con enojo empujó el matraz con el líquido hirviendo, el cual derramó su contenido y empezó a originar ese olor nauseabundo que siempre producía. Bernardote lo miró absorto ¿qué es lo que fallaba siempre? Se fue a sentar a donde tenía el tintero y la puntilla y comenzó a releer el manuscrito antiguo. De vez en cuando levantaba la mirada como tratando de ver por encima de la vela que alumbraba el cuarto. Intuyendo qué era lo que los antiguos trataban de decirle. ¿Dónde estaba el error? ¿Dónde? La luz se despeñaba frágil sobre su rostro. No mayor de cuarenta, las arrugas lo hacían parecer de sesenta. Era una época muy difícil. De repente escuchó a lo lejos algunos cascos de caballos que bajaban por el camino hacia el poblado más próximo. Luego oyó el galope más lejano, intuyó que se alejaban. Entonces volvió a concentrarse. Necesitaba lograr su objetivo. La vela empezó a titilar cuando una pequeña ráfaga de viento se coló por una rendija. Bernardote se levantó y volvió a poner el matraz al fuego de leña. Lo intentaría una vez más.
Apenas se levantó, Carlos fue en busca de su cepillo dental. Había pasado una noche de perros con sus amigos y con Marianne y tenía aún el sabor del tabaco en la garganta. No le molestaba tanto la cruda alcohólica como la cruda de cigarrillo. Indefectiblemente detestaba ese aliento al día siguiente. La boca pastosa y sin saliva. Sabía que sus dientes comenzaban a amarillearse por todas las tardes y noches que pasaba en el Bar y Tono, una cantina en Coyoacán. Pero tampoco podía separar la cerveza de ese instrumento infernal como le decía Marianne al cigarro. Y todos fumaban hasta que no les quedaba oxígeno vivo en los pulmones ni madrugada que desvelar. Ellos eran el club de los literanautas, como se hacían llamar desde que estudiaban en la facultad de filosofía y letras de la Universidad. Cada martes se reunían para discutir el trabajo de cada uno y ver si habían avanzado en algo y beber.
—¿Y cómo vas? —le preguntó Marianne.
—Pues todavía no tengo ni idea —contestó Carlos con muy poco humor sobre los hombros. Él creía que era el menos talentoso de todos los que le rodeaban. A veces sólo se pasaba mirando los vasos vacíos y restregándose su inutilidad de hacer algo que valiera la pena. Otras nada más compartía la cuenta y se iba cabizbajo hacia el baño a orinar y tratar de pensar en una idea brillante. Cuando llegaba, sabía que sus amigos estaría discutiendo algo sobre Marcel Proust o de Joyce, o de algún poeta como Paz o Sabines o de José Saramago o Milán Kundera. Por sus conversaciones todos los meseros pensaban que ellos eran el grupo de los mamilas, pues cuando se acercaban, entre sus bocas se escuchaban conceptos filosóficos o de carácter literario.
—¿Ya leíste la ultima obra de Fuentes?
—Todavía no, pero he leído la crítica y dicen que esta buenísima.
—¿Y supiste que acaba de morir Monterroso?
—¿No me digas?
Y así sucesivamente planeaban las noches como cuervos sobre sus cabezas etílicas.
Lo peor para Carlos siempre era el día siguiente. Incorporarse y ponerse frente al espejo para mirar sus ojeras. Tomar el tubo del dentífrico y empezar una maniobra pesada con el cepillo, mecánica, abrumada por el movimiento del brazo y de la muñeca. Después no le daban ganas de desayunar y usualmente se iba con el estómago vacío hacia su trabajo en Revolución. Así lo hizo esta vez. Abordó el metro y en tres cuartos de hora, mientras cabeceaba sobre el asiento de junto, se le ocurrió la Gran Idea.
Bernardote se levantó del madero. Llevaba sobre su cuerpo una piel curtida de algún animal bovino. El manuscrito estaba sobre la tabla. La vela consumía su poca luz sobre las cosas. ¿Debería intentarlo otra vez? Se había pasado casi media vida descifrando el secreto. Hacerlo suyo. Pero esta noche estaba ya cansado. Empezaba a sentirse viejo. Dejó a un lado la vela y sacó de una bolsa de cuero un pedazo duro de pan de cebada. Luego fue hacia una vasija que contenía agua y con un pocillo extrajo la suficiente cantidad para beber. No tenía la intención de permanecer de pie mientras calmaba su hambre. Con desgana acomodó el tablón que servía de asiento y también de cama y se dejó caer pesadamente sobre él. Luego comió el pan y bebió el agua. Miró en derredor. Nada había cambiado desde hacía quien sabe cuanto tiempo. La memoria era un atributo que no se llevaba en ese tiempo. El conteo de los días era una sucesión para todos de monotonía. Mañana iría a cortar más leña para seguir sus experimentos. Luego iría al poblado y cambiaría un par de cristales por un poco de polvo de lúpulo. Así lo hacía cada vez que se le acababa el material. Luego miraría un poco por aquí un poco por allá y regresaría con la pequeña esperanza de que esta vez si saliera como decía el libro viejo.
Cuando terminó de comer y beber, Bernardote apagó la vela con un soplo. No debería gastar tanta luz. Se quedó en la oscuridad pensando y minutos después, cuando el sueño cerró sus pensamientos, ya dormía sobre el tablón cubierto de pieles. Quizás abriéndole ese sueño que le marcaba todos los actos de su vida.
Sólo hasta el martes siguiente Carlos pudo decirle a Marianne una pequeña parte de lo que se la había ocurrido. De esa idea genial. Antes de su cita habitual en el bar, Carlos estaba acostumbrado a investigar lo más minucioso que pudiera. Pensaba que si se tenía una idea debía de ser por conocimiento de causa y no por empirismo fatal. Tres días antes había ido a la Biblioteca Nacional a reconocer el terreno de su brillante idea. Tomó un libro de aquí, otro del estante de allá. Pero cuando los hojeó no eran lo que buscaba. Necesitaba algo más firme con qué sustentar su principio. Así lo dejó hasta que tuviera un poco más de tiempo.
Cuando llegó al Bar y Tono, ya estaban algunos de sus amigos y Marianne. Saludó y se sentó. Oyó que la plática versaba sobre el realismo y las seis propuestas para el próximo milenio de Calvino. Cuando el mesero se acercó, Carlos pidió una taza de café y un sobre de azúcar dietética. Marianne lo miró y él supo que en los ojos de ella había una interrogación tan grande como lo era estar entre borrachos y no beber nada.
—¿Qué te pasa? —preguntó ella—. ¿Estás enfermo?
Carlos la miró y sonrió.
—No mucho, la semana pasada se me ocurrió una idea y es fantástica —dijo, luego bebió un sorbo de café.
—¿Y de que trata? Se puede saber.
—Aún la sigo trabajando, es sobre la cerveza, pero cuando la tenga un poco más elaborada te lo diré.
Hasta ahí quedó esa noche la conversación. Luego siguieron discutiendo sobre los personajes y algunos de los títulos más sobresalientes que habían leído a lo largo de la semana. Entre cerveza y café, Carlos descubrió que posiblemente no era talento lo que le faltaba, sino decisión para hacer las cosas.
A la mañana siguiente, Bernardote acomodó su pequeña hacha en la bolsa, tomó un sifón de cuero donde llevaría el agua para la sed del medio día y salió hacia el cerro en busca de la leña. El trabajo no era fácil, lo sabían todos los habitantes de aquella comarca. Buscar el árbol que ardiera más tiempo y no las pequeñas ramas que se desbarataban apenas se habían incendiado. Bernardote tomó el camino hacia el norte. Debía pasar el primer tramo de desolación hasta que viniera un poco de verdor y, más adelante, el primer indicio de árboles. El cielo estaba espeso, gris afiebrado de una especie de ceniza. Dos horas después Bernardote estaba cortando un árbol de pino. Se secó el sudor con el dorso de la mano y continuó. Los músculos ya no eran tan fuertes como cuando tenía veinte años. Nada es como a los veinte, pensaría Bernardote muchos años después. Ahora el hacha no rompía con la misma facilidad la corteza. Hora y media estuvo golpeando el tronco hasta que por fin, estrepitoso, cayó sobre la maleza. Otra hora le llevó quitarle todas las ramas y descuartizarlo para luego atar los pequeños maderos con una cuerda. Ya tenía suficiente leña para dos o tres días, dependiendo del trabajo en su improvisado laboratorio. Sabía que era complicado conseguir el material. Recordó que unos viajeros le habían cambiado un poco de sal por un mortero, que ellos utilizaban para moler granos. Cuando la gavilla de troncos estuvo bien amarrada, Bernardote se lo echó al hombro y retorno a paso un poco más lento hacia el poblado. Le dolía la espalda pero todo ese trabajo era necesario si quería conseguir la anhelada trasmutación de las sustancias.
Cuando divisó las primeras viviendas, bajó su carga y respiró mientras se masajeaba el cuello. ¿Qué es lo que decía el manuscrito que debería buscar para meter en el matraz? Una cucharada de sal, dos de lúpulo, tres de casia amarga, un poco de aceite de girasol, tres granos de cebada, un poco de boj, con tres cuartos de agua.
Luego volvió a cargar el fajo de maderos y avanzó, hasta que unos pobladores se le cruzaron delante y desaparecieron tras un promontorio de rocas. Ya lo conocían desde antes, pero lo consideraban un loco que se la pasaba calentando y recalentando vasijas. Un misántropo que solo bajaba para cambiar lo que conseguía en la naturaleza y regresar hasta la próxima jornada.
Llegó ante el hombre. Ya no tenía necesidad de hablar. Entregó al hombre una taza llena de cristales, quien entró a su vivienda y salió después con la taza rebozada de lúpulo. Bernardote lo tomó y lo echó en su saco de cuero. Luego, sin despedirse, dio media vuelta y emprendió el regreso.
Carlos estuvo toda la noche cavilando. La luz del monitor de la computadora le daba de lleno. Sabía que lo más difícil era luchar contra la página en blanco. Comenzar con esa frase que lo dijera todo sin decirlo. Construir la línea argumental le resultaba menos dolorosa que desarrollarla. Cualquiera podía tener una historia que contar. Carlos sabía eso, ¿pero como ser original en un mundo que ya lo había dicho todo? Mientras veía la pagina en blanco del monitor, se le ocurrieron muchas formas de comenzar. La idea le daba muchas opciones, Carlos era jugador de ajedrez, tal vez por eso le resultaba tan complicado hacer el primer movimiento de teclas. A su lado estaban abiertos diferentes libros: Mesopotamia y la cebada. Fiestas baquianas y la vid. El vino en la antigua Grecia. ¿Elixir de los dioses?
De repente, como un chubasco, le vino la primera frase: “Cuando se inventó la cerveza, el mundo volvió a tener sentido para el hombre”. Leyó la frase que acababa de escribir. Le parecía un tanto general, pero de ahí tenía diferentes caminos por los que podía transitar. Podía continuar hacia la historia de un hombre que jamás había bebido en su vida, y que una noche, al emborracharse, se convirtió en otro ser, tal vez un asesino.
Después de pensarlo un rato, le pareció que todo mundo lo compararía con la historia de R. L. Stevenson: El doctor Jekyll and mister Hyde, entonces volvió a releer su frase. Sabía qué quería escribir, pero no cómo. También pensó en la línea argumental de un hombre, en tiempos bárbaros que se dedicaba a buscar la forma de hacer cerveza barata y volverse un comerciante prospero, al que, por una suerte de destino, la amada jamás hacia caso, entonces él buscaba la forma de seducción mediante el engaño y la corrupción, al fin era muy rico y al final, como en casi toda obra cursi, conseguía su propósito. Pero inmediatamente después Carlos pensó que era estúpido ese argumento. La literatura no estaba hecha para tener un final feliz. Vio su historia como una telenovela y le dio asco. Se levantó de la silla y se paseó por la habitación. Tenía la frase, el principio. ¿Qué es lo que seguiría? ¿Debería meditar un poco más para volver a sentarse y escribir? Entonces, en una catarsis, regresó al teclado: “No se necesitaba gran cosa para perder la cabeza, sólo hacia falta la mezcla de los ingredientes correctos”. La frase le sonó un tanto incoherente. Su sintaxis era correcta, pero aún no definía con precisión ninguna situación. Apenas llevaba tres frases y pensó que nunca acabaría, entonces decidió borrar la primera oración. Sólo hacía falta la mezcal de los ingredientes correctos. Y así, aunque se desvelara toda la noche, escribiría ese cuento de un solo tirón.
Bernardote acomodó el fajo de maderos en una esquina. Sacó de la bolsa la taza y la colocó sobre la madera. Con los maderos secos que sobraban de la excursión anterior, encendió el fuego. Regresó al libro antiguo y comenzó a leer: “Ingredientes: Una cucharada de sal, dos de lúpulo, tres de casia amarga, un poco de aceite de girasol, tres granos de cebada, un poco de boj, con tres cuartos de agua...”
Bernardote seleccionó todos los materiales y comenzó a mezclarlos en el mortero, luego siguió leyendo: “Luego el hombre los puso al fuego y, ante sus ojos apareció una sustancia: Había logrado hacer lo imposible: Convertir agua en (espacio en blanco), entonces, la humanidad sería, por fin, salvada.”
Hasta el siguiente martes, Carlos llevó el primer borrador de su cuento a Marianne, quien lo leyó mientras llegaban los demás.
—¿No te parece un poco ridículo que tu personaje este obsesionado con fabricar cerveza? —dijo Marianne cuando terminó la lectura.
Carlos guardó un sepulcral silencio. Su gran idea estaba siendo echada por tierra. Destrozada por una lógica elemental de verosimilitud. Miró a Marianne y frunció el entrecejo.
—¿Pero es cierta la fórmula de la cerveza?
Carlos asintió con la cabeza. Buscaba el dato exacto en sus narraciones. Luego volvió al silencio.
—La cerveza te está afectando el cerebro, amigo, —concluyó Marianne un momento después. Y le arrojó el cuento a sus manos.
Ella tenía razón, pensó Carlos, ¿a quien carajos le interesaría un personaje que se pasaba más de la mitad de su vida tratando de encontrar la fórmula perfecta para fabricar cerveza? Eso era absurdo.
Mientras Marianne seguía con la cerveza en la mano, Carlos se marchó diciendo que iba al baño, pero tomó la puerta de salida.
Cuando llegó a su departamento, encendió la computadora dispuesto a borrar semejante estupidez, pero no lo hizo. Miraba la pantalla: CERVEZA, Cerveza... leía Carlos por aquí y por allá. Entonces se le ocurrió sustituir todas palabras de Cerveza, por otra... pero ¿cuál? Por principio seleccionó todas las palabras de Cerveza y las borró. ¿Qué escribir? No sabía todavía qué, así que lo imprimió y lo guardó en un baúl, algo se le ocurriría en el transcurso de la semana, después de todo llevaba meses sin poder escribir nada y esto era lo primero. Aunque siempre Carlos sentía amargura pues pensaba que como era mal escritor, todo lo que hiciera iría a desaparecer tarde o temprano.
Y tenía razón, Carlos nunca publicó nada y jamás volvió al bar a charlar con Marianne, ni con sus demás amigos, pues murió atropellado por un microbús en una esquina mientras pensaba en otra gran historia que contar.
Tres siglos después, un joven había encontrado en una construcción derrumbada un fajo de manuscritos, amarillentos por el ambiente, desgastados. En ese tiempo el petróleo se había acabado. Ya no había tecnología y apenas los humanos transitaban para sobrevivir. Había esqueletos de coches que alguna vez habían visto en recortes de los pocos periódicos que lograron sobrevivir después de que los energéticos se acabaron y cualquier cosa era susceptible de producir fuego. No volaban aviones ni había ropa con que vestir. El cielo se cubría con esa capa gris de contaminación y, dentro del círculo eterno que la historia tiene, todo parecía que volvía al principio de las cosas. Aunque hombres y mujeres sabían la causa de su desagracia, no podían remediarlo. Sólo ese joven utópico llamado Bernardote, siguió al pie de la letra lo que decía el texto antiguo para salvar el mundo hasta su muerte en aquel año tan lejano: “Cuando se inventó (espacio en blanco), el mundo volvió a tener sentido para el hombre...”
oe, me agarraste fría, muy bueno, en serio, creí que sería otro cuento de esos de jeugas y borrachera, pero no, era algo más existencialista :)