“Era tan pobre
que no tenía más que dinero”
J. Sabina (Pobre Cristina)
Se acunó en su propio reflejo; el espejo, siempre el espejo, que la encendía y la consumía. No tenía más vida que esa superficie lisa y la memoria se le deshilachaba, no recordando haber tenido otro tipo de existencia que esa búsqueda de la juventud y la belleza. Una carrera sin meta real, una batalla perdida de antemano, Cristina corría como en una cinta del gimnasio –bendito templo y benditos monitores- en pos de unos ideales que le habían inyectado. Poco a poco, en cada anuncio, en cada conversación –entre el Club de Polo y las cafeterías caras- en una tortura de gota a gota, indolora y paulatina, se le habían metido en la cabeza esas ideas de belleza y juventud eterna. Metida y bien liada en la maraña de la superficialidad.
Infancia entre nubes, jardín de rosas, eterna primavera. De tanto en tanto, una tormenta lejana: sus padres eran dos extraños (para el otro y para ellos mismos) que no se dirigían la palabra, mesa de comedor XL donde cada miembro ocupaba un punto cardinal –distancia al comer, distancia al hablar, distancia-.
Su padre, patriarca que había heredado una suma exagerada, unos valores tradicionales y una mala leche indisoluble. Su madre, un florero. Pero nada, esta batalla silenciosa se cobraba dentro de los anchos muros del caserón, siempre latente, pero escondida en un envoltorio de fiestas, dinero, amistades –muchas, sí, pero tan frágiles como los jarrones chinos que rompió en sus primeros juegos-
Y así Cristina fue creciendo, como una enredadera a la columna de la riqueza familiar. Columna que se acabó desmoronando, dejándola sola y desamparada, sin el dudoso afecto y calor del dinero. Así que fue como una perra olisqueando el aire en busca de un marido que le mantuviera y le aguantara su fustración de carrera a medias en universidad de pago –de la que huyó con el rabo entre las piernas al desmoronarse la fortuna familiar- que apagaba en compras interminables y conversaciones anodinas. Anodinas como su vida, repleta de dinero, forrada de riqueza y poco más.
En realidad, pensaba, eso es poco, una mierda. Un jodido florero, modelo imitado de las mujeres de su familia. Era la idea que tenía de ella cuando se le deshacía la educación -su saber estar, su saber callar los sentimientos-: una mierda y un jodido florero, sus acciones conformaban un corsé que la apretaba –su marido los cordones del corsé-. Y ¡coño! Estoy harta de todo, aquí se queda este mundo que yo me voy a otro, aunque implique pillar el ascensor para ir abajo –en dirección contraria a la sociedad- y meterme a puta. ¡Harta! Harta…Hart… La parte de ella que se revuelve, grita y se alza, acaba sedada por sus ideas demasiado insertadas, demasiado dentro, demasiado presentes en el ambiente. Acaba dormida, con la misma tranquilidad que había vivido en su infancia, paz artificial pero paz al fin y al cabo. Su naturaleza guardada en algún rincón, para volver a vestirse de sumisión.
Y tiró por el camino del espejo, del culto al cuerpo, para ahogarse en cremas, en dietas y –gracias, Señor, por haberme hecho rica!- en romances con el bisturí. Su paso a la inmortalidad llegó de la mano de esos monitores del gimnasio, a los que absorbía su vitalidad por el falo. Y se llenaba de vidas que no le pertenecían, convertida en una vampiresa –no ansiaba sangre, sino juventud, juventud, juventud… que se le escapaba de las manos-. La felicidad se despidió de ella hace tiempo, también guardada en algún rincón.
Pobre Cristina, discípula de Cher, acabó estallándose contra su reflejo que le acunó; el espejo, siempre el espejo, que la encendía y la consumía. No había tenido más vida que esa superficie lisa.
Buen texto, a mí me gustó, y espero leer otras cosas tuyas. Una modesta crítica es el muy mal pseudónimo que elegiste, que dan ganas de seguir de largo. Siendo sinceros, aparte de los cuentos eróticos, por razones obvias, es mejor dar el nombre y ya está.¿ No estás de acuerdo ?