A Marta, en algún lugar...
Perdida en el corazón helado de los fiordos del fin del mundo existió una bella aldea blanca de la que hoy nadie sabe, ni siquiera los historiadores más sabios ni los más ancianos de la propia región, pero hace mucho tiempo fue tan real como los hielos que la rodearon y que todavía hoy contemplan estáticos su historia en forma de leyenda: la leyenda de los amantes de los fiordos, así que cerrad los ojos y evocad aquel tiempo, aquella edad ya desaparecida para siempre y sentis esta helada ráfaga de viento que anuncia su historia...
"Como era una pequeña aldea que tan sólo rebasaba algunos centenares de habitantes, el hecho de que Marta y Jan nacieran el mismo día y a la misma hora resultó algo insólito y peculiar y por demás celebrado en la pequeña aldea siempre cubierta de nieve; además eran raros los nacimientos allí y se intuía que con el inexorable paso del tiempo la aldea se condenaría a envejecer y a desaparecer. Por lo tanto, tanto los padres de Marta como de Jan festejaron con sus vecinos aquel nacimiento durante tres días con sus largas tres noches, pues en aquella parte del mundo la noche se extendía tanto que apenas dejaba al día deshelar las hierbas. Allí estuvo presente el párroco, que quiso ponerse solemne y centrar afectadamente la atención de todos los aldeanos con largos discursos moralizadores, y los hombres y mujeres, esbeltos, de tez blanca y ojos claros, se miraban entre sí sonriendo. Uno de aquellos días de fiesta , en mitad de una de las comidas conmemorativas, bajó a la aldea Pedro el pastor, que vivía en los montes helados que hundían a la aldea. Enseguida el párroco torció el gesto, pues reconocía en el pastor a un hereje no reconocido por su fe y a un hombre misterioso y libertino al que en secreto imaginaba en ocultos juegos con el mismísimo diablo, y así, muchos de los aldeanos, los que más fervientemente seguían al párroco, lo miraron con ojeriza. Pero sin embargo, el resto de la aldea, entre los que se contaban los padres de Marta y Jan, lo recibieron alegremente, pues veían en sus ojos la franqueza de las buenas personas y eran innúmeras las ocasiones en que Pedro los ayudaba durante el crudo invierno; pero la visita de Pedro fue fugaz y tan sólo se acercó a las madres y a los bebés, y tras besarles la frente les dijo: "Algo especial y misterioso ha nacido en esta aldea con vuestros niños, cuidadlos y que amen bien el frío, pues el invierno va a ser muy largo".
Y ciertamente el invierno cayó como una losa durante los años posteriores, pero a pesar de todo Marta y Jan llenaron de alegría y frescura los senderos y los ecos de sus juegos jubilosos se extendieron por toda la aldea, y desde que nacieron y con el trascurso de aquellos primeros años de niñes apenas se separaban y juntos vivieron todas sus correrías infantiles. Muchas veces, cuando ya eran un poco más mayores, se perdían los dos por los valles y montes que se extendían ante la aldea a primeras horas de la tarde y no regresaban hasta bien entrada la noche, y casi siempre con la cena esperándoles en la mesa y los padres más que preocupados, ¡y más de una reprimenda se llevaron por ello!, pero siempre volvían a los montes blancos, porque les gustaba ver desde encima de una de aquellas lomas el manto blanco de nieve extendiéndose hasta el infinito y el contraste que hacía, allá a lo lejos, con el negro de los quebrados de las enormes montañas; muchas veces Pedro el pastor se encontraba con ellos, y a veces los descubría cogidos de la mano, sonriéndose. Precisamente más de una vez el párroco había alertado a los padres de aquellas correrías tan lejanas y de la presencia del salvaje en aquellos dominios, pero poco caso hacían éstos, pues conocían el corazón de sus hijos y el del pastor.
Una vez, una noche de invierno tremendamente fría, Marta y Jan, que ya preludiaban la adolescencia, hicieron tarde en el monte y la noche se cerró ante ellos y una fuerte ventisca helada y cortante les impedía reconocer el camino de vuelta. El frío era tan intenso que los dos jóvenes estaban azulados como el hielo y se abrazaron entre sí; Jan se quitó el chaquetón y ambos se arremolinaron como pudieron debajo de un gran árbol, desorientados.
- Quizás hemos de morir aquí, Jan - dijo Marta tiritando.
- ¡No digas eso!, verás como logramos encontrar el camino de vuelta.
- Tengo mucho frío, Jan, volvamos a casa junto al fuego.
- Sí, pero será mejor esperar un poco hasta que amaine la tormenta. Hoy no vamos a morir, ¿sabes? - dijo Jan sonriendo.
- ¿Por qué?
- Porque somos tan jóvenes que aún no nos hemos amado.
Y con las últimas palabras de Jan ambos juntaron sus cabezas y se abandonaron, acurrucados y muy juntitos, junto al árbol, cubriéndose cada vez más y más de la fina capa de hielo que, cortándoles el rostro, les iba enterrando poco a poco. Y en verdad que aquél hubiese sido el final, pero cuando ya todo parecía perdido para los jóvenes amantes, apareció erguido sobre una roca cercana Pedro el pastor, cubierto de gruesas pieles. Los ojos de los dos hicieron chirivitas cuando lo vieron, y a pesar de que estaban ya medio adormecidos por el frío y cubiertos casi por completo de hielo, se levantaron como pudieron para ir corriendo hacia él. Pedro enseguida los cubrió con una de aquellas pieles y les dijo así:
- Jovencitos, creo que alguien se va a enfadar mucho con vosotros y con razón. Decidme, si no hubiera aparecido yo ¿qué habríais hecho?
- ¿Estamos muertos? - preguntó Jan.
- ¿Cómo váis a estar muertos?, ¿acaso estaría yo aquí? el frío es traicionero y el hielo mortal, pero vosotros dos no tenéis que tenerle miedo, pues, ¿no escucháis en el susurro de este viento helado vuestros nombres? Es la grandeza de vuestras vidas.
Los fríos ojos de los jóvenes se cruzaron y por un instante quedaron pensativos ante las palabras de aquel excéntrico hombre. Pedro los guió durante unos minutos y les mostró el camino de vuelta, y tras una larga caminata en solitario en que la tormenta había disminuido en intensidad, divisaron por fin a lo lejos los fuegos de la aldea. Pero justo antes de bajar corriendo Marta y Jan se miraron por unos instantes y por fin unieron sus labios por primera vez. Sus labios helados y crujientes por el hielo jugaron juntos y el calor volvió a sus cuerpos. ¡Oh, qué suave y delicioso y qué ajetreo de sus corazones!, y por fin, sabiendo que algo especial los había unido esa noche, bajaron corriendo hasta la aldea. Algún castigo sufrieron por aquella desaparición y ciertamente estuvieron resfriados casi dos semanas, ¡pero había valido la pena!
Durante los siguientes años contaban todos los viejos de la aldea que no se recordaba allí un amor como el de Marta y Jan, que a pesar de que ya crecidos no resultaban especialmente agraciados, daba gusto verlos de tanto que se amaban. Sus padres habían construido una bella cabaña en la aldea que ahora era su casa, y allí siempre reinaba la felicidad y la dicha. Muchas veces bajaba Pedro el pastor hasta su casa y los vosotaba, pasando muy buenos ratos con todos los que allí había, pues en su casa siempre había algún que otro amigo. Sí, parecía que la dicha no tendría jamás fin en la aldea, pero algún tiempo después, una mañana al alba, los vientos trajeron malas nuevas a la blanca aldea. Golpeó la puerta de su cabaña un oficial montado; la guerra había estallado y todos los hombres útiles serían reclutados a la mañana siguiente. Los dos amantes se quedaron mirando con una mala premonición a aquel oficial que siguió llamando a todas las puertas de la aldea, pero hicieron de aquel día algo normal y no quisieron nombrarlo, porque quizás no se verían en un tiempo, aunque a veces uno miraba al otro con rostro grave cuando no era visto y la incertidumbre los agitaba. Muchas deserciones se dieron aquella noche en la aldea, pero eso no fue posible para Marta y Jan porque entregaron la noche a amarse, y al fin el alba los sorprendió dormidos y desnudos, hechos un ovillo y con el corazón tranquilo. Antes de que asomara el sol llegó un destacamento capitaneado por el oficial del día anterior, que ahora llegaba adornado con galardones brillantes y ataviado con una hermosa casaca roja cruzada. Recogieron a todos los hombres capaces de empuñar una espada que quedaban en la aldea, pero tuvieron que esperar unos instantes ya que cuando Marta liberaba a Jan de un eterno abrazo llegó a lo lejos Pedro el pastor. Todos guardaron silencio mientras veían acercarse a aquella figura.
- ¿Quién es usted? - preguntó el capitán cuando éste llegó. Pedro, tras unos instantes de silencio en que miró a los ojos a todos los hombres que allí había, dijo:
- Yo también soy del pueblo aunque viva apartado en los montes, y si hay que partir hacia la guerra yo también iré. Todos nos hemos visto crecer y partiré con ellos, aunque sea a vernos morir.
Marta miró orgullosa al pastor, aunque un tanto desconcertada, pero éste, tranquilamente, casi sonriendo, se acercó hasta ella y le dijo:
- Yo cuidaré de Jan. Cuídate tú pues aquí en la soledad que vendrá y recuerda el día en que Jan y tú estabais perdidos en los montes. Ya sabes que no hay que tener miedo a los hielos ni al invierno por desesperanzador que éste parezca.
Y al fin Pedro se incorporó al escuadrón y partieron, bendecidos por las oraciones del párroco, y pareció en verdad que, como un mal presagio, una gélida ventisca blanca los engullera hasta el horizonte.
Y sucedió que la guerra lo asoló todo...
Hola a todos, sólo quería que supierais que me es imposible añadir la segunda parte de este cuento y quería que me contarais si os ha sucedido algo parecido y si es así a qué razones se debe. saludos