Los números eran cada vez más parecidos a los que él quería, y las cifras, al final de cada columna, se iban redondeando, amoldándose al paisaje numérico que tenía en su cabeza. Se desperezó aparatosamente y bostezó sonoramente, corrió hacia atrás la vieja silla de escritorio con ruedas, y se puso de pie. Un súbito mareo estuvo a punto de hacerlo perder el equilibrio y caer. Apoyó ambas manos en el antiguo escritorio de metal, que venía usando hacía más de treinta años, y sacudió la cabeza como si de esa forma pudiera acomodar su centro de gravedad desplazado.
Cuando el mundo dejó de moverse entre dos dimensiones, se dejó caer sobre la silla que acababa de abandonar. Se acomodó los anteojos con anticuado marco de carey y lentes de alta graduación sobre el puente de la nariz, se mesó los abundantes cabellos canos y, apoyando los codos sobre el escritorio y la frente sobre los dedos de sus manos entrecruzadas, pensó, con cierto grado de preocupación, que esa no era la primera vez que le sucedía eso de marearse, como si estuviera alcoholizado - y él no tomaba alcohol, eso era un vicio, y los vicios costaban dinero y a él, a Samuel Asanovic sin H al final. << Soy croata >>, no le gustaba nada que le costara dinero.
El último chequeo médico había dado normal, absolutamente normal para su edad. Sin embargo... ese dolor de cabeza con que se despertaba últimamente había empezado a preocuparlo; además, también estaba esa sensación de ser perseguido por los sueños de la noche anterior, como si en realidad, no fueran sueños sino... no podía definir la sensación.
Mejor dejaba todo por esa noche. Era tarde y estaba cansado, hacía largo rato ya que la única empleada de la oficina - que hacía las veces de secretaria, recepcionista y administrativa - se había retirado, no la había escuchado salir, nunca, en realidad, la escuchaba, no era necesario, ¿para qué?... mientras cumpla con su trabajo. No le pago para hacer sociales. Las buenas costumbres no me interesan>>. Pero sabía si alguna vez llegaba tarde un par de minutos, o se demoraba un poco más de lo normal en el baño ("El ojo del amo...").
Pasó frente al escritorio de la empleada y echó una ojeada a la computadora; todavía no se convencía de la utilidad de esa cosa, la había comprado en un momento de debilidad ante el argumento de su secretaria-recepcionista-administrativa de que con dicho aparatejo su trabajo iba a ser más eficiente, y, además, daba mejor imagen a la oficina. ¿A quién le importaba la imagen?, y, por otra parte, él siempre había sido eficiente en su trabajo con lápiz y papel, nunca necesitó de ningún artilugio electrónico para que los números le dieran redonditos... al menos para él.
Salió por la puerta trasera de la oficina que daba a un estrecho pasillo que desembocaba en la escalera por la que subía a su departamento de reducidas dimensiones, construido sobre la oficina. El departamento era como él, austero y seco, poco hospitalario; un lugar en donde pernoctar y comer algo frugal; el único lujo que se permitía era un combinado en donde reproducía viejos discos de pasta de música clásica. Fue directamente al dormitorio, y se arrodilló junto a la cama de dos plazas - en la cual dormía solo desde hacía muchos años -, dándole la espalda al placard empotrado en la pared, levantó una muy gastada alfombra con motivos persas, y debajo quedó al descubierto (sólo para sus ojos) una trampilla muy bien disimulada en el dibujo de complicadas guardas de los mosaicos del piso. La abrió, y, en el interior de la pequeña cavidad metálica, colocó con sumo cuidado, casi con amor, el Libro Diario, su Archivo de Odessa, a salvo de miradas indiscretas, de esos números que sabía sólo él.
La DGI nunca se enteraría de su existencia.
Se puso de pie y caminó hasta la ventana del dormitorio y miró hacia afuera. La calle estaba silenciosa y húmeda, en su lomo gris se reflejaban las desteñidas luces de las farolas de neón. Enfrente, se erigía, gris y callado, guardando celosamente sus secretos, el edificio de la funeraria: su vida. La amplia puerta de hierro de dos hojas, era férreamente custodiada por dos leones de mármol negro, uno a cada lado, sentados; la cabeza, coronada de tupida melena - que también les cubría parte de sus anchos pechos -, erguida con arrogancia, la mirada fiera traspasando la eternidad, las orejas atentas a los sutiles sonidos del silencio, la boca abierta casi como en una sonrisa, dejando entrever los mortales colmillos capaces de quebrar el cuello de su presa con sólo cerrar las poderosas mandíbulas; al final de las patas, las garras apenas ocultas debajo del pelo, casi en un gesto de modestia, pero el sólo imaginárselas, congelaba el espíritu.
Ambas estatuas ya estaban en ese lugar cuando Samuel compró la propiedad con la idea de hacerla funcionar como sala de velatorios. En un principio había decidido sacarlas y venderlas, pero luego otras prioridades requirieron de su atención y el tiempo fue pasando y los leones quedaron, incólumes. Además, algo en el interior de su cabeza, le decía que ese era su lugar, su territorio. Negros como la agonía, y fieros como la maldad.
Perfectos guardianes de la muerte.
No podía definir la sensación, había algo en esas estatuas que le generaba un desagradable gusto metálico al mirarlas. Se sentía protegido viéndolas a través del vidrio de la ventana, poner distancia entre ellas y él siempre le transmitía alivio. Un estremecimiento visceral - e irracional - le recorría la columna vertebral cada vez que se imaginaba a solas en la noche con esos leones.
Más esa noche. Era oscura, fría y desolada. Nada vivo se movía. Las bocacalles tenían aliento a muerte. Suspiró, casi un estertor. Se sintió invadido por un cansancio antiguo que se ensañaba con sus huesos. Miró más allá de los leones, hacia la funeraria, por última vez esa noche antes de acostarse; le calmaba el alma, le colmaba el ego, era como la última mirada a una amante satisfecha antes de dormirse juntos.
Una vez en la cama, cerró los ojos y durmió el sueño de los justos.
-... y estaba de pie frente a los dos leones de mármol, sólo que había algo en su pelaje azabache que los hacía parecer distintos. Algo demasiado natural, demasiado real para ser cierto. Pero ese era un sueño, su sueño, y él lo sabía, de alguna manera lo sabía, y los seres que lo habitaban eran asunto suyo,... ¿o no? Un viento leve del sur se arrastraba entre sus pies, y trepaba por sus piernas alojándose en su espalda, gélido.
Entonces vio lo que era distinto.
El pelo de las bestias se agitaba con el viento, y sus ojos se encendieron, rojos y brillantes, y el aliento se condensaba en finísimas gotas frente a sus fauces, ahora más abiertas, más amenazadoras, más mortales, formando delicadas nubes de vapor que se dejaban llevar mansamente, disolviéndose en la nada, más allá del límite del sueño.
Hacia uno y otro lado, las calles que formaban la esquina, se perdían en una bruma reptante y apelmazada. Todo lo demás, salvo esa esquina, parecía dibujado con crayones de colores apagados, sucios y desvaídos. Era un mal dibujo de un mal artista.
Ambos animales - debía llamarlos así, no eran estatuas, al menos ya no en su sueño – movieron sutilmente la cabeza uno hacia el otro concertando un acuerdo tácito, anunciándose que ya era tiempo. Se irguieron sobre sus cuatro patas, seguros, sin prisa; las colas de ambos pendulaban sincronizados con el reloj de la eternidad. Eran clones de algo que iba más allá de la existencia misma, algo maligno y feroz. Letal e inmortal.
El paisaje que lo rodeaba estaba cubierto de una sustancia blanca y pulverulenta, sucia. El suelo era ahora de un color gris ceniza, como si un volcán hubiera vomitado sus entrañas, y en él habían empezado a aparecer huellas de pasos, de niños, de mujeres, de hombres. Profundas, inseguras, leves, pequeñas; como si una multitud invisible acabara de desfilar ante él sin que lo hubiera notado. Llegaban desde todas las direcciones y confluían, superponiéndose, frente a la puerta de los leones, pasaban entre ellos y se perdían en las sombras que se agitaban por detrás.
Ninguna, ni una sola, salía.
El edificio se iluminó con una luz mortecina, y pudo ver, más allá de los jardines que lo rodeaban, la galería en donde los deudos y dolientes se desperdigaban, fumando y conversando en voz baja, mientras las amargas horas del duelo se arrastraban hacia la morada final del ser querido a quien honraban en la póstuma despedida.
Había movimientos en las penumbras de la galería. Lentos y livianos, apenas destacados del entorno casi apagado, como el de sucias cortinas de tul mecidas por un fatigado viento de verano. La luz, como fondo, comenzó a darle forma a los movimientos, difusa, tenue, semitransparente, como algo visto al atardecer a través de un vidrio sucio. Casi todas eran del mismo tamaño y aspecto, salvo algunas más pequeñas; no podía distinguir a qué se parecían, estaba oscuro, la luz era insuficiente, y eso que se movía dentro de las penumbras parecía ser un todo que a veces se dividía en partes distintas y a la vez iguales. Cuando parecía que iba a distinguir a una, se disolvía en otra, o se hacía más oscura, o simplemente ya no estaba. Por un momento pensó en miles de larvas reptando sobre un cadáver.
Y comenzaron a salir.
En desordenada procesión iban hacia el portal.
Por fin las vio.
La luz incrementó su intensidad y las vio. Iban tomando consistencia a medida que avanzaban, como un tenue humo, al principio, luego figuras recubiertas de delicada escarcha de una mañana de principios de otoño. Eran seres fantasmales de contorno humano, cuyo interior se agitaba como vapor apresado en una botella de vidrio transparente. Eran almas, y sus movimientos eran los de soldados vencidos huyendo del frente de batalla, rendidos y abatidos. Sin esperanzas. Sufrían, y gemían confundiendo su lamento con el ulular del viento que había aumentado su intensidad. Encima de la patética procesión flotaba algo negro e informe, que brillaba con una luz opaca y enfermiza, que, de alguna manera, estaba unido a los leones que custodiaban la entrada. Era parte de ellos. En sus negras entrañas bullían formas horripilantes que se retorcían sobre sí mismas y las demás, como millares de serpientes mortíferas en un nido; demonios con sexos desproporcionados, lenguas bífidas y sibilantes, garras en lugar de manos, ojos helados de miradas lascivas, y otros seres con otras formas asquerosamente indescriptibles. Aquella nube era la condensación del pecado y la maldad. Allí habitaban los errores repetidos, el egoísmo y las faltas cometidas en vida por los desgraciados prisioneros de la eternidad, custodiados por Hell, la diosa de la muerte, y por Efialtes, el demonio de la pesadilla, con forma de león.
De vez en cuando, alguno de los seres del cortejo, luchaba por elevarse, e inmediatamente uno de los demonios surgía de la nube y le infringía un espantoso sufrimiento que lo empequeñecía y le arrancaba un alarido que desgarraba el tiempo sin horas de aquella noche.
Los seres habían llegado a la puerta de hierro arrastrando su pesar, sus penurias y su resentimiento, atados a su existencia en el incierto mundo entre la vida y la muerte, entre la tierra y los plácidos cielos que había más allá de las nubes, más allá del Olimpo. Se aferraban a las rejas de metal y lo llamaban, le pedían, le exigían, le rogaban y le ordenaban que fuera con ellos, porque él era el culpable de su encierro perpetuo; sólo se había preocupado por sus cuerpos, los había maquillado y embellecido, los había alumbrado y adornado en su ceremonia de despedida con flores, y luego había sacado de allí sus cuerpos en sus lujosos automóviles de dudoso gusto.
Pero de sus almas, no se había preocupado ni una sola vez.
No había pensado en ellos más que como el objeto de un negocio que le reportaba ganancias, en algunos casos, muy superiores a las que esperaba percibir, y siempre a las que merecía. Para él, esos pedazos de carne muerta corrompidos por el cáncer, envilecidos por los años, aplastados por el destino, sólo significaban una cosa: beneficios. De las almas que se ocupe el Dios de cada uno de ellos. Si tan sólo hubiera pensado una vez en ellos como seres humanos, que habían sido, hasta unos momentos antes de que él los metiera en el frío ataúd, hubiera dicho una pequeña oración por sus almas, les hubiera dado la llave para abrir el portal de la funeraria e ir en busca del camino de la salvación. Pero no, los dejó allí, sacó sus cuerpos y los dejó a ellos, los verdaderos Ellos, a expensas de los fieros guardianes de la muerte: sus leones de mármol negro.
Por eso ahora estaban allí, reclamándolo, como una congregación espera por su pastor, su líder espiritual, para sentirse, por fin, en paz y a salvo.
El viento ya era intenso y lo obligaba a recogerse sobre sí mismo para evitar ser castigado en pleno rostro por la fina arenilla que levantaba del suelo. Las huellas comenzaban a borrarse, diluyéndose, volviéndose fantasmales, como lo eran ahora quienes las dejaron, como si nunca hubieran existido.
Algo se adhirió a su cara, impulsado por la fuerza del viento; era algo seco y helado que olía a tinta fresca. Con bronca, lo arrancó de la mejilla, pero no lo tiró, se fijó de que se trataba. Era un pedazo de hoja de periódico, irregularmente cortado; era la página de las necrológicas, y entre todos los avisos fúnebres - había varios - había uno que lo dejó helado, perplejo, sin respiración. Su estómago dio una vuelta campana y se hundió en las profundas aguas de las nauseas y su corazón perdió el paso, desordenando la marcha de sus pulsaciones. Allí en sus manos y ante sus propios ojos desorbitados, tenía la columna necrológica del día siguiente en donde se anunciaba su deceso; debajo de su fotografía decía SAMUEL ASANOVIC Q.E.P.D. Falleció el día.... a los... años de edad. Sepelio en... su funeraria, la dirección era la de su funeraria.
Dejó caer la hoja del diario, la cual al caer se transformó en un clavel rojo, que se sumó a las muchas otras flores que habían comenzado a llover sobre él, rodeando el lugar en donde se encontraba.
Intentó dar media vuelta y correr, debía salir de ese lugar y de ese sueño. Sus piernas se movían con una velocidad que hacía mucho no tenían, el sudor, agrio y pegajoso, comenzaba a mojarle todo el cuerpo; al final de esa corrida estaba su salvación, iba a despertar en su amplia cama de dos plazas, se iba a levantar y se iba a preparar un café negro bien fuerte, y ya no volvería a dormirse. Por la mañana, entre sus números, se iba a olvidar de ese estúpido sueño. Porque era un sueño... ¿verdad?. Comenzó a reírse como un poseso, tapando con su carcajada el lamento de los seres tras el portal, miró hacia atrás por encima de su hombro, y la risa se le congeló desencajándole la mandíbula,... no se había movido del lugar, sus piernas corrían pero aún continuaba en donde había empezado su demencial carrera.
Se detuvo, su cuerpo se aflojó. Las flores seguían cayendo, sepultando literalmente el suelo, y volviéndose amarillentas y secas apenas lo tocaban; entre un ramo de siempre vivas y tres gladiolos, descansaba laxa, una banda color morado en la que se leía TUS AMIGOS ¡JAH!
Los leones se colocaron uno a cada lado y juntos, al mismo tiempo, iniciaron la marcha hacia la puerta de la funeraria, escoltándolo hacia el final de su destino. Resignado, se dejó guiar.
Alborozados, los seres de detrás de la puerta, lo recibieron.
Entró y ya no se vio más.
En el cuerpo de Samuel Asanovic - Sin H. <> - cesaron todas las funciones vitales.
Un último suspiro, casi un estertor, dio por finalizado el espectáculo de su vida.
Afuera, en la esquina en diagonal a la funeraria, estaba la panadería; bajo su alero, intentado protegerse de las inclemencias del clima del invierno, un mendigo, mugriento y harapiento, con la mente embotada por alcohol de quemar mezclado con vino barato, empinó la botella bebiendo, directamente del pico, la última porción del contenido. Apenas abrieran los negocios, por la mañana, compraría otra y se la bebería inmediatamente.
No quería volver a estar sobrio nunca más en su vida.
Abrazó al perro sarnoso y hediondo que lo acompañaba desde hacía mucho tiempo - se había orinado, y ocultaba su cabeza entre las patas delanteras - y juntos se dijeron a sí mismos que no habían visto a los leones de piedra de la funeraria cruzar la calle y volver al rato con un fantasma caminando entre ellos, para perderse, los tres juntos, en el interior del edificio.