Érase una vez, en un cielo prestado, una joven que vivía sola. Tenía a su familia y amigos; y sin embargo sola.
Así pasaba el tiempo, cualquiera que la conociera en esa época habría jurado que ella era enteramente feliz. Pero no era así.
La soledad tan grande que tenía por dentro la orillaba a hacer felices a los demás, la aislaba de la realidad y la hacía vivir por vivir.
El aire, que cuando niña había llenado sus pulmones y su cuerpo entero como si ella fuera una esponja, ahora no hacía más que rozar su piel.
La lluvia, que cuando niña le daba vida y la ponía en contacto directo con el cielo gracias a sus filamentos de cristal, ahora sólo mojaba.
El fuego, que cuando niña era un espíritu danzante digno de contemplación eterna, ahora tan sólo era una combustión sencilla.
La tierra; que cuando niña era la vida, la base y la comunicación entre pasado, presente y futuro, la que en cada movimiento le brindaba una distorsionada diversión; ahora no era más que piso, suelo, placas tectónicas.
Viviendo en este cielo prestado, así, inerte y tan sólo estando, pasaba el tiempo… girando y girando. Su mayor distracción era imaginar. Imaginaba el cielo que finalmente le pertenecía, lo escribía, lo dibujaba, lo soñaba… y lo describía.
Un buen día, cuando hacía lo que más le gustaba plácidamente recostada en una roca, un hermoso ser la interrumpió.
- Hola, ¿qué haces?
Ella lo miró con curiosidad. – Escribo, dibujo, sueño y describo este cielo que no es mío.
- ¿Puedo ver?- Le preguntó.
- Claro – Y la joven le entregó un viejo pergamino azul.
Los profundos ojos de este ente brillante veían los trazos en el pergamino como si fueran transparentes, instrucciones claras escritas por él mismo; esbozó una sonrisa que fascinó a la jovencita, quien ya no pudo apartar su mirada de él.
El aire, la lluvia, el fuego y la tierra se detuvieron un instante.
- Me gusta mucho como describes este cielo que sí es mío. A mí no me había gustado para nada, hasta ahora que me entendí en tu pergamino. Estoy ahí, soy yo quien ha estado escribiendo, dibujando y soñando a través de ti. ¿Puedo quedarme aquí?- Todo había sido dicho con tanta dulzura que la joven no dudó un segundo.
- Por supuesto que sí. El pergamino es tuyo ahora, te lo obsequio.
- Muchas gracias – Contestó el espíritu masculino; se sentó a descansar a su lado y apoyó su cabeza en el hombro de ella. - ¿Puedes hacer más de estos? Observarlos me daría mucha paz, este pergamino es magnífico. Ven aquí todos los días, nos veremos siempre.
- Pero… no sé si pueda. Está mi familia, mis amigos, otras cosas. No podré venir todo el tiempo.- Alegó tímidamente la jovencita.
- Por favor, di que puedes. – La tomó de las manos y acarició su rostro. Ya te he encontrado, y todos tendrán que entender. Tanto los que están conmigo como los que están contigo. Nadie se atreverá a oponerse a que compartamos este cielo. Te esperaré todos los días aquí, ¿tú también lo harás?
Su voz de eco penetró en las venas de la muchacha. La mirada suplicante, el corazón palpitando rápido.
- Está bien, yo también esperaré todos los días.
- Gracias – Contestó él. Se acercó para darle un tierno beso en los labios. Primero tibio y después frío. Se había desvanecido en el aire junto con el pergamino.
El aire, la lluvia, el fuego y la tierra reanudaron sus ciclos otra vez. Sin embargo, en esta ocasión era distinto. La jovencita estaba por encima de los elementos, no importaba si mojaban, secaban, quemaban o sacudían. Ella simplemente los sentía como a sus iguales.
Por varios atardeceres el espíritu y la muchacha estuvieron juntos; escribiendo, dibujando, soñando y describiéndolo todo. Lloraron y rieron, hasta que llegaron al punto de quererse más que a ninguna otra cosa en el universo. No les importó nunca todos los obstáculos que tenían que atravesar para poder llegar, al fin, a descansar en el hombro del otro recostados en la roca. Más de mil veces escucharon voces inmundas, voces sabias, voces viejas y voces entrometidas susurrando a su alrededor. No les importó.
A la mitad del idilio, el ser mágico le habló con el corazón.
- Quiero que estemos juntos para siempre. Tengo que hacer algo primero, pero mañana vendré por ti. ¿Estarás?- Y le ofreció una rosa azul.
- Siempre voy a estar – Respondió ella suavemente, luego de besarlo y aceptar la rosa.
Al día siguiente ella acudió como siempre a la ansiada cita junto a la roca. Esperó, esperó más y cuando terminó de esperar, siguió esperando.
El corazón se le heló y en un santiamén sintió como el peso del universo prestado lo aplastaba y resquebrajaba.
- No puede ser – Se repetía una y otra vez – Mientras más lloro, más aprendo. Tanto mejor, tanto peor. ¿Qué hago ahora con este universo que se me obsequió? No es mío, ¿acaso nunca lo fue?
Ella continuó llegando a la roca, cambió incluso sus usuales ropas azules por un vestido verde; pero nada cambió. De nuevo sola.
Una tarde, cuando al fin se había librado de un molesto panda rojo que siempre la seguía, y había cambiado el vestido verde por un traje negro, se topó con un cuervo. Vivía en un árbol a las orillas del bosque, al extremo opuesto de donde estaba la roca. Ella lo vio con una creciente curiosidad, tenía la sensación de recordarlo. Transcurrió un mes de intercambios de miradas, hasta que al fin ella se decidió a hablarle.
- Hola cuervo, ¿me recuerdas?
- ¡Vaya si te recuerdo! Yo revoloteaba cerca de ti cuando eras apenas una niña. Solías llenarte con el aire, hablar con la lluvia, asombrarte con el fuego y divertirte con la tierra. Claro que te recuerdo, yo era igual.
- ¿Y por qué no me habías hablado?
- Porque tú no lo hiciste. Además, estabas muy entretenida con el espíritu.
- Ya no más. – Sonrió levemente – Pensé que eras tú quien me diría eso.
- ¿Qué?
- Jamás…
- No tengo nada que decirte. Sólo te ofrezco mi amistad.
- La tomo – respondió la joven sin dudar.
Luego de esa plática en cada ocaso la muchacha iba al árbol del extremo opuesto de su lugar favorito, tan sólo para platicar con el cuervo. Su compañía llegó a agradarle de tal modo, que no se permitió fallar nunca a la cita.
- ¿Por qué hasta ahora? – Le preguntó un día el cuervo.
- Hasta ahora, ¿qué? – se extrañó la joven.
- Hasta ahora platicas así conmigo. Cuando eras niña me hubiera fascinado estar así contigo. Espera aquí. – Antes de que visualizara a dónde había ido el cuervo, él volvió con algo en las patas. Voló hasta su hombro y agachó el pico para tomar la rosa roja que llevaba y se la ofreció. La muchacha la tomó tímidamente y se ruborizó. Entonces el cuervo se inclinó para colocar su pico en los labios de la joven, en realidad ella esperaba eso hacía mucho, desde que recordó al cuervo.
- Me tengo que ir.
- ¿Por qué? – le preguntó ella asustada.
- Ahora acompaño a alguien más, sigo su vuelo desde hace más de un año. Me voy con ella. – El cuervo alzó la vista, lo mismo hizo la muchacha. Sentada en una rama, semidesnuda y con su extravagante cabello cubriéndole el pecho, se encontraba un ángel de alas negras y mirada sombría. Parecía muy bonita dentro de todo aquel aire de mentiras que le rodeaba. La muchacha vio como ella puso sus negros ojos en el cuervo, se levantó de la rama y se alejó volando.
- Me retiro, nos veremos pronto, en otras circunstancias. – Y el cuervo surcó el aire siguiendo al ángel de estela dulce y maléfica.
- Ya no estaré aquí – Susurró melancólicamente la jovencita.
Después de haber sentido a los cuatro elementos como a sus hermanos, ahora estaba más sola que nunca. Vivía en un mar de decepciones, tristezas y sombras. Ni familia, ni amigos, ni escritos, ni sueños llenaron el gran hueco que tenía en el alma. Con mucho esfuerzo fue acumulando las lágrimas para al fin poder poner algo en ese vacío. La sal le calaba hasta los huesos, en ocasiones le dificultaba la respiración. El calor del verano no se quedaba atrás, era sofocante ver pasar la vida, la vida que no era con él, que no era en su hermoso cielo.
Una mañana, cuando se lamentaba ya por puro placer, una mujer de aspecto brillante y melancólico se le acercó muy retadora.
- ¿Dónde está? ¡Exijo que me digas a dónde lo enviaron por tu culpa!
- No sé de qué me habla – Respondió con temor la muchacha. El espíritu femenino derrochaba toda la ira del mundo a través de sus grises ojos.
- He de cruzar cielo, mar y tierra para encontrarlo. Te ha olvidado, y tengo que estar con él. No te atrevas a buscarlo, su padre no te quiere y te alejará de nuevo si no olvidas. ¡Ya deja de lloriquear! Es mío, deja que yo me ocupe de él.
La muchacha estaba horrorizada ente aquella manifestación del odio, la envidia, la lujuria y la avaricia; sin embargo entendió perfectamente bien el lenguaje. Tanto tiempo en el dolor no había sido en vano.
- Yo lo amo, y ahora que sé que puedo encontrarlo he de cruzar cielo, mar, tierra y fuego por hacerlo.
- Bien, bien. Entonces estaré en la entrada al infierno, esperando a que te decidas a cruzar para alcanzarlo. Muchacha tonta, ¿pensaste que una simple mortal como tú podría seguir eternamente al lado de un semi dios? ¿Al lado de mi Amras-Tinch?
- ¿Amras-Tinch?
- ¡Ni siquiera conociste su nombre! Perfecto, olvídalo, olvídame, olvídanos a todos. Aléjate de este cielo, no te pertenece, aléjate del dios de la melancolía, él me pertenece. – Con esas palabras el espíritu femenino se alejó rápidamente para internarse en el bosque. La jovencita se sintió más vacía que nunca. Con un rescoldo de amor volteó en dirección a su hogar, luego miró hacia las penumbras del bosque. Volteando nuevamente hacia su casa, murmuró
- Ya no estaré aquí – Recogió sus pergaminos azules y se internó en el bosque.
Varios días transcurrieron, irónicamente ahora que estaba más sola que nunca era cuando mejor se sentía. El vacío se había llenado con ansiedad y nervios, no eran mejor que la neutralidad de su humor anterior, pero ya eran algo. Mientras conjuraba esas y otras ideas en su cabeza, se topó con un lago inmenso. La superficie estaba impasible y con los tonos azules y negros daba la impresión de que aquello era un pedazo de cielo nocturno que se había derretido y había caído en la tierra.
Bebió un poco de agua, la más deliciosa jamás probada; entonces sintió que se ahogaba. Trozos de lago la envolvían como brazos, la sujetaban por las muñecas, los tobillos, la cintura, el cuello, por todo el cuerpo, hasta que el agua la envolvió por completo. En su cabeza escuchó una voz de eco.
- No te asustes, te llevaré del otro lado del lago. Soy Aketzali, Roda me dijo que vendrías. Además me contó de tu altercado con Yámina y estamos decididas a ayudarte.
Antes de ser sumergida, la muchacha pudo visualizar desde dentro de su acuoso capullo, a una silueta verdosa que la despedía desde la frontera del bosque. Despertó al día siguiente, agotada y con la piel fría, del otro lado del lago.
Caminó tambaleante por horas, hasta que se encontró a las faldas de una montaña gigante. Sintió entonces como el peso de todo el universo que no le pertenecía le trituraba de nuevo el alma. Era algo imposible llegar al otro lado, sin embargo tenía que hacerlo, el olor de la melancolía le indicaba que tenía que llegar al otro lado. Un pequeño sismo, se transformó repentinamente en un derrumbe. Con más pánico que sangre en las venas, la muchacha escuchó una voz con eco que la llamaba desde atrás de unas rocas.
- Entra aquí, cruza la cueva, sal del otro lado y dile a Blance que Yáxte te envía. Grita al viento que es culpa de Yámina y te ayudará.
No supo nunca cuánto tiempo transcurrió estando ella dentro de la cueva. Una vez que dejó de ver la luz del día, todo fue lo mismo. Soledad suficiente como para ser feliz otra vez. Nada perturbaría a su mirada marrón, ni las lágrimas. Sus ojos se concentraban tan sólo en ver. Poco a poco redescubrió el Sol y el aire fresco. En realidad era demasiado aire fresco. Un soplo helado la agitó y la tumbó de un solo golpe al final de la cueva. Al levantar la vista había un peñasco inmenso, del otro lado una cordillera negra se alzaba imponente entre el cielo gris. De nuevo, una voz femenina aunque sin eco, comenzó a hablarle. En realidad, la voz provenía de detrás suyo.
- Yo soy Blance, ¿qué haces tan cerca del abismo de la soledad?- Una mujer más blanca que la nieve le hablaba con solemnidad.
- Vine a buscar a la melancolía. Yáxte me ayudó. – Dijo la muchacha temblando de frío y miedo.
- Al igual que Aketzali y Roda, supongo. Entonces debes estar aquí en contra de la voluntad de Yámina. Deja que te ayude, sólo recuerda que no debes tener miedo. ¡Ah! y no esperes gran cosa de los dioses. – Con un soplo lanzó a la jovencita por el peñasco. Luego, oscuridad y nada más.
El dolor físico no se comparó con el temor a abrir los ojos. El suelo húmedo y frío, los truenos cercanos y el aire helado. Finalmente una voz masculina y ronca la hizo levantarse.
- ¿Qué quieres aquí, mortal? – Preguntó una voz sin dueño.
- Vengo a buscar a un espíritu. – Declaró la muchacha decididamente sin tener a alguien a quien dirigirse.
- Aquí no hay espíritus.
- Vengo a buscar al dios de la melancolía.
- Soy el dios del trueno, padre de dioses y espíritus. Guardián de las fronteras entre el cielo y el infierno. ¿Qué quieres tú de mi hijo?
- Quiero todo y nada a cambio.
- No seas tan ingenua, humana. Él está destinado para otras cosas, ya entendió que no deseaba verte.
- Yo lo amo.
- Pero él a ti no. La melancolía no está reservada sólo para ti, así como tampoco el cielo.
- ¡Él me lo obsequió!
- ¡Sin derecho alguno! – Un relámpago alumbró las rocas puntiagudas que se levantaban frente a la jovencita. Entonces notó que era un castillo y que una enorme puerta se erguía adelante.
- Déjeme verlo, déjeme hablarle.
- Nunca más
- ¿Fue usted un cuervo?
- Eres muy joven, tal vez por eso muy tonta, él te dejó en libertad. ¿Por qué te empeñas en sufrir?
- Porque nos queremos.
- Se quisieron, como hemos querido a todas las personas en este mundo. Eso fue todo, y nada más.
- No me iré hasta verlo de nuevo. Y si he de pasar cien días con sus noches llorando cada lágrima del mundo por él, así será. Y cuando ya no tenga más lágrimas que derramar, una más brotará de mi ojo derecho. Esa será mi ofrenda.
- Libre albedrío.
Entonces un trueno cercano comenzó a marcar el lento péndulo del reloj que latía dentro, en el pecho de la muchacha. La luz cegadora le indicó el camino que seguirían sus lágrimas, sus rodillas temblaron, se llevó las manos a la cara y de un solo movimiento se hincó a llorar frente al portón del castillo.
Cincuenta días con sus noches habían pasado, los sollozos de la muchachita llenaban el atrio del castillo. Una mancha grisácea se acercó lentamente y se paró justo al lado de la joven.
- ¿Qué haces aquí? – Era Yámina - ¡Te prohibí terminantemente que vinieras! – Gritó llena de ira.
- Pago – Contestó la muchacha sin dudarlo. Había alzado la vista para fijarla en Yámina – Y no me iré hasta recibir lo que quiero a cambio.
- ¿Cómo te llamas, mortal? – Inquirió el espíritu con más compasión que odio.
- Maya.
El espíritu se alejó de ella, se acercó a la puerta inmensa, la abrió y entró al castillo dejando detrás suyo todas las lágrimas del mundo.
Las siguientes lágrimas derramadas fueron las más frías y dolorosas; estaban llenas de soledad, de miedo y de desesperación. Todo eso fue por causa de Yámina, quien al pelear con los dioses había provocado la atmósfera propicia para hacer que Maya se rindiera. No fue así.
Transcurrieron los restantes cincuenta días con sus noches, y justo cuando Maya derramó la última lágrima, otra más brotó de su ojo derecho.
- Bueno, has terminado tu propia prueba. Eso me demuestra que eres digna de entrar. No lloraste sólo por ti, y eso me alegra. – Le admitió el dios del trueno. La puerta gigante se abrió y le dio paso a una débil muchacha.
- Gracias… ¿Puedo verlo ahora?
- No, no, no… no es tan fácil – Susurró Yámina a su oído. Luego se desvaneció en una bruma gris.
- ¿A qué se refiere? – Cuestionó cansada Maya.
- Debes ir a buscarlo a la torre más alta – Le respondió el dios del trueno.
Maya estaba agotada, adolorida, harta, ansiosa, pero antes que todo, ya no estaba vacía. Recorrió el castillo entero, su lúgubre aspecto le revelaba más un calabozo gigante que un palacio de dioses. El frío del aire no era más que la consecuencia lógica de la lejanía entre las habitaciones. Y en cada una de ellas ruidos extraños, historias olvidadas, corazones rotos, injurias no perdonadas, cada una de aquellas cosas que podían decorar con detalles al siniestro castillo.
Finalmente llegó a la torre más alta; en menos de un segundo volvió a sentir el latir de su corazón, olvidó el frío palacio, perdonó al miedo y se negó a escuchar al cansancio. Llamó a la puerta, nadie contestó. Tocó de nuevo, y nada. Después de cuatro veces, el dios del trueno se materializó a su lado.
- La melancolía no estará ahí para cuando tú la quieras. Está ahora con la soledad, y tú ya eres más que todo eso.
- ¿Dónde está su hijo? – Dolor en el pecho.
- No puedo creer que todavía no entiendas, te creí distinta. Él ya no está aquí. Pasa y convéncete por ti misma. – El dios del trueno la dejó entrar. Maya sintió el momento exacto en que su sangre se tornó azul, fría y vacía. El corazón le latía fuerte, pero era de miedo.
- ¿Dónde está su hijo?
- Está con Yámina. – El corazón se le aplastó de nuevo con todo el peso de los recuerdos, de la desesperación y del exceso de latidos.
- No me iré hasta no verlo de nuevo. Y si he de pasar cien días con sus noches clamando por su nombre, así será. Y cuando ya no tenga más voz para seguir besando al aire con las sagradas palabras de su nombre, la frase más dulce surgirá de mis labios. Ese será mi conjuro.
- Libre albedrío.
La desgastada joven se asomó al balcón, entonces un trueno cercano comenzó a marcar el lento péndulo del reloj que latía dentro, en el pecho de la muchacha. La luz cegadora le indicó el camino que seguirían sus súplicas, sus labios temblaron, se llevó las manos al corazón y de un solo movimiento se subió al borde del ancho balcón de piedra y comenzó su invocación. El viento helado del abismo se llevaba las suaves palabras.
Cien días con sus noches transcurrieron; y justo cuando ya no tuvo más voz para seguir besando el aire con la nostalgia de un nombre, la frase más dulce surgió de sus labios.
- ¿Qué dijiste? – Le preguntó un recuerdo que estaba detrás de ella.
- Que te extraño – Confesó Maya, girando para ver al fin, a Amras-Tinch.
- No dijiste eso.
- Que te amo.
- Ya no deberías amarme.
- Y aquí estoy.
- Tontamente, nunca debimos estar juntos. Debes irte ahora que puedes. Mi destino desde el inicio de los tiempos ha sido esta existencia fría, con todos y con nadie. Olvida todo, olvídanos a todos, olvídame. Deja este vacío que ya no debe ser tuyo. Sé feliz.
- ¿Feliz? – El corazón azul se había ido por completo. Miles de recuerdos recorrieron los ojos marrones de Maya rápidamente. Una voz con eco que le preguntaba qué hacía fue la que terminó de destrozar los restos líquidos de corazón. – Para eso vine aquí, para ser feliz. Contigo.
- Yo no puedo dar felicidad, ¿no lo ves? Escapa ahora que puedes, el precio que la soledad te hará pagar es muy caro. Y yo no quiero que estés más conmigo, te sentirás como yo y eso no debe sucederte nunca más.
- ¿Alguna vez fuiste cuervo?
- No. Vete ya, por favor. – Él se acercó a darle un beso. Más frío incluso que cuando se desvaneció la primera vez que estuvieron tan cerca.
- ¡Un ser humano jamás podrá estar nunca tan cerca de la esencia de las cosas! – Yámina había arrojado al suelo a Maya. - ¿Qué te falta por cruzar, mortal? ¿Recuerdas lo que dijiste?
Maya estaba sola, en un cuarto en penumbras, no podía distinguir si era la misma habitación del dios de la melancolía. Sólo sabía que estaba sola, y que la voz de Yámina la atormentaba.
- ¡El fuego! He de cruzar el fuego si es necesario.
- Perfecto, he aquí tu prueba final. – Dijo otra voz femenina. – Mi nombre es Morrigan, y por indicaciones de los dioses es mi deber decirte lo que harás. Toma esta daga de fuego y clávala en tu corazón. – Frente a la asombrada Maya, una daga incandescente con la hoja en forma de flama se materializó.
- Eso es suicidio.
- Es olvido – Susurró el dios del trueno.
- Yo no quiero olvidar – Replicó Maya. Sabía que nadie la veía, pero aún así detestaba la impotencia que le llenaba los ojos de agua.
- Es tu merecido – Sentenció Yámina.
- Yo no me merezco esto, no pagué por esto.
- Es para cauterizar – Le dijo suavemente Amras-Tinch. – Es perdón.
- No, es decepción… clávamela tú espíritu cegador. – Maya se dirigió suplicante al dios de la melancolía. – No te será novedad.
La joven se acercó lentamente al espíritu brillante, al dios de la melancolía que la había acompañado con su cielo y sus recuerdos compartidos; con ese espejo mágico que parecían el uno del otro. La daga se clavó hirviendo en su corazón, y por fin, después de haberlo sentido frío por tanto tiempo, comenzó a palpitar otra vez. Un pergamino azul cayó al suelo en lugar de sangre. Oscuridad y nada más.
En su habitación, la jovencita despertó llorando. En las mañanas estaba con sus amigos, a mediodía con su familia, al ocaso visitaba el bosque donde el cuervo la había buscado sin cesar por mucho tiempo. Platicaban juntos otra vez, el ángel negro se había ido.
Pero cada atardecer, Maya iba invariablemente a la roca a descansar plácidamente y a hacer lo que más le gustaba. ¿Por cuánto tiempo? Ni ella misma lo supo, pobre flor tonta y resignada. Era feliz contemplando dos viejas rosas que habían perdido el color. Sólo ella sabía que alguna vez habían sido, una roja y la otra azul. Lo recordó siempre, porque esos eran los colores de su corazón.
Viviendo en este cielo prestado, así, inerte y tan sólo estando, pasaba el tiempo… girando y girando. Su mayor distracción era imaginar. Imaginaba el cielo que finalmente le pertenecía, lo escribía, lo dibujaba, lo soñaba… y lo describía.
Describió a la tierra; que cuando niña era la vida, la base y la comunicación entre pasado, presente y futuro, la que en cada movimiento le brindaba una distorsionada diversión; ahora también era piso, suelo, placas tectónicas.
Soñó con el fuego, que cuando niña era un espíritu danzante digno de contemplación eterna, y ahora además era una combustión sencilla.
Dibujó la lluvia, que cuando niña le daba vida y la ponía en contacto directo con el cielo gracias a sus filamentos de cristal, y que igualmente mojaba.
Escribió del aire, que cuando niña había llenado sus pulmones y su cuerpo entero como si ella fuera una esponja, y ahora del mismo modo rozaba su piel.
La melancolía tan grande que tenía por dentro la orillaba a hacer felices a los demás, la aislaba de la realidad y la hacía vivir.
Así pasaba el tiempo, cualquiera que la conociera en esa época habría jurado que ella era enteramente feliz. Pero no era así.
Todo esto le pasó una vez, en un cielo prestado, a una joven que vivía con su familia y amigos. Su pasatiempo favorito era escribir, dibujar, soñar y describir. Su historia se registró de este modo, con bellos trazos transparentes en un pergamino azul.
Es precioso, no tengo palabras. Me he emocionado mucho al leerlo. Felicidades y sigue así