Con peso muerto camina despacio y mirando el suelo. Las manos en ambos lados del cuerpo marcan el ritmo de los pasos que resuenan en todo el pasadizo. Los tacones dejan un rastro húmedo y carmesí hacia su destino incierto. Lo que acaba de hacer abrió una puerta y selló definitivamente la vida que sobrellevó hasta hace no más de algunas horas… o apenas minutos. Sin mirar hacia atrás, se dirige hasta el final del callejón. Busca en el fondo del bolsillo la llave con la que abre su refugio. Su frío y solitario refugio.
Entra por una puerta angosta y oxidada al galpón desierto. Enciende una luz y puede ver la puerta del amplio ascensor de cargas, sucio y vacío. Presiona un número y va a la oscura nada. El rechinar de las cadenas y poleas se quedan por un rato en su mente, aturdida. Envuelta en un manto de polvo avanza hacia el centro del gran salón. En el medio, una bombilla de luz se enciende y marca un círculo claro y definido donde están todos sus muebles… mientras que todo el espacio restante y desierto, queda a oscuras. Este es su universo. Su vida. Su todo…
Se despoja, imperturbable, su abrigo y lo deja caer en una única silla de bar. Se descalza mientras se acerca a la heladera dejando a su paso el par de zapatos de tacos altos. Descalza se ve más menuda y frágil. Vulnerable y débil. Del viejo congelador toma una botella de agua helada y bebe insaciable hasta la última gota. Se acerca al sofá del centro de la luz y se deja caer… pesada.
La iluminación parpadea y amaga en apagarse de a ratos. El sonido de un tren estremece las paredes e intenta desmoronar su pasible tranquilidad. A través de las ventanas mugrientas se ve nítidamente una lejana luz de neón, que se enciende y apaga antojadiza. Con los pies extendidos sobre el apoya brazos del sofá, las piernas entreabiertas y los brazos muertos sobre el estómago mira hacia el techo que no puede ver. Escucha atentamente el ronroneo de un tubo fosforescente que la adormece.
Con los ojos entreabiertos observa entre sueños como comienzan a desdibujarse las cosas que la rodean… que se trasforman en el lugar de algún crimen.
Iris era una puta que por cinco pesos ofrecía un sinfín de servicios. Desde una mamada en la calle hasta penetración anal. Con sólo veinte años de edad tenía casi una década de oficio. Las manos resecas y las uñas despintadas la hacían parecer una ama de casa descuidada. Siempre se la encontraba en un barzucho de mala muerte entre las 2 y las 4 de la madrugada, antes o después estaría trabajando en lo único que sabe hacer.
Apenas eran las 2:30 y aquella noche era como todas… con borrachines dormitando en los rincones, chicas levantando clientes… jóvenes inexpertos ansiosos en descargar toda su juventud, maridos insatisfechos repasando entre trago y trago alguna buena excusa para llegar tarde a casa… Un viejo disco de Jimi Hendrix sonaba de fondo, mientras un único camarero se paseaba por todas las mesas, sacando vasos vacíos y reponiéndolos por otros llenos. El lugar tenía la clientela de siempre. Iris también estaba allí.
Enfundada en un minishort de lúrex fucsia, que dejaba ver los cachetes…, buscó un respiro en una solitaria mesa al fondo del salón, detrás de las viejas mesas de billar. Con un trago en una mano y un cigarrillo en la otra, caminaba contoneándose toda, revoleando una carterita de plástico con forma de corazón. Se sentó cruzando las piernas red y comenzó a balancear los pesados tacones al ritmo de la música. Era el cuarto trago y un eructo de vez en cuando la despertaba. El pelo marchito y despeinado, el rimel corrido de varios días, la boca reseca y rosada hacían de ella un retrato abstracto de lo que intentaba ser.
Un joven, en la otra esquina del bar, apoyado en la pared y bebiendo de a ratos su cerveza, no puede dejar de mirarla. Una mano en el bolsillo de su jean y la camisa a cuadros entreabierta de franela azul le dan cierto aire de despreocupación… mientras recorre a la joven incansable.
La chica absorvida en su trago tararea una vieja canción de blues mientras juega con el pequeño hielo que sobrevivió a ser molido entre sus dientes.
El muchacho se acerca decidido, la toma de un brazo y le susurra algo al oído. Iris deja su vaso muerto en la mesa, se saca parte del minishort de la cola y lo acompaña hacia la puerta. Ambos salen sin mirar atrás…
En el centro del círculo de luz, hay una mesita ratona con un cenicero atiborrado de colillas de cigarrillos, un florerito de plástico con dos violetas secas y un portarretratos vacío. En el piso, un viejo teléfono negro y un ventilador de tres hojas, de las que solo quedan dos. Con los pies entumecidos se acomoda mejor en el duro sofá desvencijado. La tristeza hace años se coló por las hendijas del galpón abandonado, y decidió quedarse por siempre. Una lágrima hace un tremendo esfuerzo por caérsele por la comisura del ojo, pero no lo hace; se queda allí hasta secarse y desaparecer. El zumbido del tubo de pronto se detiene y consigue escuchar los ruidos de una ciudad extinta. Lentamente y adolorida se incorpora y se acerca a una de las ventanas. Por un hueco en el vidrio sucio puede ver la calle que ahora está agonizando y habitada por animales nocturnos. Algunos perros se amontonaron junto a un volquete de basura, entre diarios amarillentos y mojados.
Iris camina junto al joven en silencio, oyendo el murmullo de sus palabras pero sin entenderlas. En su mente los sonidos pasan de largo y despojan de sentido la conversación. Llegan a una casa y entran despacio, como en un sueño aletargado y denso. Suben dos pisos por una escalera que los conduce a una habitación cerrada con llave. El joven abre la puerta y pasan. Es un altillo oscuro, solo iluminado por las luces de afuera. Haces azules tiñen las sábanas de un cama de hierro macizo.
Iris se sienta y comienza a desvestirse mecánicamente mientras él cierra con llave la puerta. En un segundo ambos se quedan desnudos. Ella se acuesta en el medio de la cama con las piernas abiertas y enciende un cigarrillo mientras él solo se limita a masturbarse un momento antes de penetrarla. Fuera, la noche se cierra mientras el sexo de Iris intenta abrirse para facilitar un poco las cosas. Con ritmo constante el joven la embiste si que ella diga nada, ni gima, ni reaccione apenas. Constante en sus movimientos el hombre se excita cada vez más, en tanto que Iris recuerda aquel momento de su infancia cuando un día, en el parque, su mejor amigo, aquel chico que tanto le gustaba, le confesó su amor por otro compañerito de curso. Iris estuvo una semana entera sin querer volver a la escuela. Durante siete días no comió y durante otras siete noches no dejó de llorar. Con la mirada cosida al techo se podía ver a sí misma con un hombre encima, refregándole su sexo en sus entrañas. Ensuciándola por dentro y por fuera. Embadurnando aún más sus dolorosos recuerdos de niña.
Sin detenerse y frenético el joven la toma fuertemente de las manos, al ritmo que su pene la atraviesa cada vez más y la llena con todo su grosor entrando y saliendo sin respiro. Iris se deja hacer y hurga en sus recuerdos la respuesta del por qué está allí, así, entregada. Ahora el muchacho la da vuelta y la pone boca abajo, mirando hacia la ventana mientras la sostiene por la cintura y la embiste de nuevo por detrás. Apoyada sobre sus rodillas y manos, Iris pasiva y en silencio escucha a lo lejos los gemidos placenteros de su compañero casual. El golpeteo de sus pechos entre sí comienza a sonar cada vez más fuerte en la profundidad del cuarto. De pronto, se aferra a uno de las barrotes oxidados de la cama, que con el ir y venir del tipo comienza a aflojarse, en tanto empieza a sentir un agudo e intenso dolor en el interior de su ser, y de su mente.
Otra vez se aleja de la ventana que da al callejón y se vuelve hacia el centro de la habitación iluminada. Un ratón atraviesa corriendo el cuarto pero de pronto se detiene a mitad de camino, a observarla, y decide seguir el trayecto hasta detrás de la vieja heladera. Se apoya en el respaldar del viejo sofá y se pasa la mano por la cabeza. El pelo pegajoso huele a sangre. Se mira la mano y ve la punta de los dedos manchados, los huele y confirma el dulce olor de la muerte, pero también el de la vida…
El barrote termina zafándose e Iris se queda con el pesado tubo en la mano… el intenso dolor le hace cerrar los ojos y estallar en un grito de repulsión y locura. En un espasmo de furia se da vuelta y le clava el caño al hombre en el pecho al momento que éste comenzaba a tener un descomunal orgasmo. Empuñando el trozo de metal se queda paralizada, viendo como el joven atravesado cae de espaldas al suelo expulsando borbotones de semen y sangre en medio de estertores de vida y muerte.
En absoluta quietud unas tremendas luces la enceguecen en el centro de su frío y solitario refugio. Afuera, la luz de neón parpadeante se confunde con luces rojas y azules. Una sirena le perfora el cráneo al tiempo que cuatro agentes armados la esposan sin dejar calzarse los zapatos de tacos ensangrentados.