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Camila, la dama de las flores

Las veces que pasaba por las colinas de Unare, siempre bajaba la ventanilla de mi vehículo con 300 pesos en la mano para comprar una rosa a la dama de las flores, 300 pesos no son nada, tampoco lo son un pequeño ramillete de cinco o seis flores tropicales o un par de rosas colombianas, pero la sonrisa de Camila, el brillo de su mirada o la alegría reflejada en su rostro tostado por el sol valían miles de veces más que ese puñado de pesos, si la luz del semáforo me lo permitía intercambiaba unas pocas palabras con ella, y de esta manera había podido averiguar que tenía cuarenta años, cuatro hijos regados por el mundo, un corazón alegre y una soledad inmensa mitigada solamente por el aroma y la belleza de sus eternas acompañantes, fue así como poco a poco me fui vinculando a esa presencia eterna del cruce de Santo Tomé, como llamaban a la esquina en la que solía ubicarse para vender sus flores; Camila, la dama de las flores me había robado el corazón.
Valiéndome de mil artimañas de viejo zorro de gallinero me ingenié para que me aceptara una invitación, pero en balde eran mis intentos, a cada cuento que le inventaba me respondía con la experiencia de una mujer que ya había sido engañada y curada contra cualquier ataque masculino; y mi apartamento se llenaba de flores secas, de pétalos resguardados entre hojas de libros, y de la ausencia de Camila.
Una mañana de domingo, Camila exhibía su ultimo ramo de flores de Alelí, el ramo destacaba por el profundo color lila de las flores, por el follaje seco con que las arreglaba, y por la belleza pura de la dama de las flores; detuve mi vehículo y le dije: “Ven conmigo Camila, dame ese último ramo de flores y acompáñame a mi casa, a un parque o a una plaza, pero ven conmigo hoy, no quiero decirte que resolveré tu vida, no quiero inventarte cuentos de galán otoñal trasnochado, solo quiero darte un beso y sentirte entre mis brazos, no es sexo lo que te pido, es un simple abrazo y luego tu decides alma mía, pero dame hoy ese regalo”. Camila sonrió con esa espléndida sonrisa de perfecta dentadura, pasó las flores por la ventanilla y girando en torno a mi carro subió a él ante mi atónita mirada; olía a sol y flores, a sudor y a perfume barato, a madurez e inocencia, y sonreía como lo haría cualquier niña de 17. “No iré a tu casa, pero puedes invitarme a un café” me dijo y bebimos un café, comimos un pastel, y ya anocheciendo la dejé en el Barrio Viejo, a la puerta de su humilde morada, fue cuando me invitó a bajar un momento y poniéndose frente a la puerta de mi carro me abrazó fuertemente y me dio el beso más divino que pueda recordar en mi vida vagabunda. Antes de partir me dijo “Mañana no trabajo, pero el Martes te aceptaré esa invitación a tu casa, no me falles, vestiré mi mejor traje” y medio caminando, medio bailando desapareció de mi mirada.
El Martes no pude trabajar, todo se me caía, mi computadora se rebeló contra mi y mi jefe me dedicó todo el día con sus regaños y reprensiones, y todo por la emoción de saber que esa tarde la vería. Eran las 5:30 cuando mi carro enfiló hacia la esquina del Santo Tomé, una multitud obstruía la calle y no me dejaba ver a mi Camila, un grupo de policías trataba de contener a la gente mientras una ambulancia se abría paso como mejor podía. Un sobresalto atacó mi corazón, bajé del carro y corrí hacia el tumulto, me abrí paso a golpes y codazos hasta que llegué al centro del gentío, allí yacía Camila, tirada en el suelo entre sus propias flores, sangrando por un oído, mirando las nubes sin poder verlas. Grité desesperado, pregunté que había pasado y pude ver en el pavimento la huella característica de un frenazo de automóvil. Se hizo un silencio reverencial, mis lagrimas inundaban la calle mientras yo detallaba el hermoso vestido de falda ancha hasta más debajo de las rodillas, con estampado de enormes flores de todos los colores en un fondo crema suave, su rostro de niña se veía placido, sus senos descansaban en su pecho, parece que veía, parece que sonreía, pero estaba muerta; se había muerto Camila, la dama de las flores llevándose consigo al otro lado de la vida este sentimiento que se había anidado en mi pecho y que yo no conocía.
Hoy vi a una niña de unos 17 años vendiendo flores de alelí y sonreí, Camila se había ido pero viviría para siempre en mi recuerdo, en mi corazón, mi bella Camila, la dama de las flores.
Datos del Cuento
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5 comentarios. Página 1 de 1
Camila
invitado-Camila 31-08-2006 00:00:00

Que triste historia. escribes muy bien! te felicito... me encantó, sabes atraer al lector.. esta historia, no puedo decir que me hizo llorar pero de alguna forma me entristeció... Nuevamente te felicito.

Angela
invitado-Angela 13-05-2005 00:00:00

Bella de verdad, que sensibilidad, ha sabido llegar profundamente en mi alma endurecida por los golpes de la vida, felicitaciones Señor Eddy.

Dolly
invitado-Dolly 06-12-2004 00:00:00

que triste cuando comenzaría a disfrutar de ser querida. se fue pero dejó una huella de amor en el corazón de aquel muchacho.

Aracelis Pocaterra
invitado-Aracelis Pocaterra 28-08-2004 00:00:00

Querido amigo, no te leo más hasta que dejes de matar a tus heroes, porqué me causas un gusto sadico haciendome volver una y utra vez al "momento aciago" (nota: esta frase la leí en no se cual cuento tuyo)

Pau 2
invitado-Pau 2 20-08-2004 00:00:00

CAMILA,LA DAMA DE LAS FLORES (EDDY GARCÍA) Excelente relato.Infinita ternura se desliza en cada palabra...hasta las lágrimas...por lo que no pudo ser...Pero hay presencias que dejan huellas imborrables en el alma y devuelven la sonrisa,a pesar de todo... Pau 2

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