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Candy Candy

Capítulo I

Era el anuncio de un hermoso día. Los traviesos y abovedados rayos del sol ya habían trazado su camino a través de las densas cortinas de la alcoba. Aquellos rayos deslumbrantes tejían su tela de luz alrededor de Candy. Con carita malhumorada, movió la cabeza a un lado, luego al otro, frunciendo el entrecejo. El calor ardiente de aquella mañana del julio comenzaba a llenar la habitación. Candy dio un estirón y mientras se levantaba decidió salir a la terraza para finalmente recibir al fresco día. Al ponerse de pie, miró dulcemente hacia la silueta durmiente que reposaba a su lado. Silenciosa y cautelosamente, tiró del asa que abría el ventanal y dio los primeros pasos para salir a la terraza. Un soplo de ligera brisa dio vueltas a su alrededor, apartando de su hermoso rostro sus largos cabellos que durante la noche se habían enmarañado un poco. Se aproximó al balcón y se apoyó en el barandal para admirar el espléndido jardín de rosas de Anthony, que siempre crecía dentro de la vasta propiedad de los Andley. El delicado perfume de las variadas especies de rosas llegó hasta Candy, como una fascinante danza de olores. Y después de oler las tiernas esencias, sus labios dibujaron una de esas melancólicas sonrisas que a menudo aparecían en su rostro cuando los recuerdos dolorosos solían estar más presentes que nunca, y venían a pellizcarle el corazón.

"Oh ...Anthony," suspiró tristemente.

Habían transcurrido casi 10 años desde la trágica muerte de Anthony en aquel accidente con el caballo. Y Candy había sentido un verdadero pánico hacia los caballos, el cual había guardado en su interior y del que nunca podría librarse. Cómo lo extrañaba aún, su amigo, su hermano, su amor de la niñez. Aquel adolescente de hermosa cabellera y azules ojos, a quien había llegado a conocer tan bien a través de sus poemas y sus ramilletes de rosas, que la había animado y apoyado a lo largo de su terrible estancia con los Leegan.

Sólo una persona había tenido éxito en barrer del corazón del Candy el inmenso dolor que la había poseído durante aquellos meses eternos después de la muerte de Anthony.... Terruce... Terry. Su nombre resonaba en su cabeza como si se elevara desde el fondo de una tumba. Había intentando desde hacía tanto tiempo sacarlo de su mente. Aquel aristócrata inglés de temple agrio y rebeldes cabellos que conoció en el Colegio San Pablo de Londres, le había dejado el corazón hecho pedazos. ¿Cuántos años habían pasado desde aquella terrible noche invernal, cuando ambos rompieron su relación en las escaleras del Hospital de Nueva York? Se había resignado a no contarlos, ya no más.

Sin embargo, ella estaba contenta ahora, se tranquilizó. Tenía un esposo que la adoraba, y estaba rodeada por el afecto de una familia de la cual siempre había querido formar parte. Pero a pesar de aquel estilo de vida que llevaba, mundano y lleno de afecto, Candy vivía todavía bajo el miedo permanente de perder el equilibrio,... pensó en sus seres queridos, a quienes había amado tanto y había perdido, como si cada ser, cada una de las cosas que hubiera conocido junto a ellos tuviera que ser removida de ella, como si el destino no hubiera dejado de jugar con su persona, queriendo aún poner a prueba su resistencia mientras ella enfrentaba los retos de la vida.

Se dijo a sí misma que ya había tenido suficiente infelicidad y malevolencias de todas clases, y ahora merecía un poco de paz. Una voz que la llamaba desde la alcoba la sacó de su melancólico ensimismamiento. Se dio la vuelta y dio unos pasos, encontró en la semi-oscuridad de la habitación a su esposo sentado en la cama, su codo flexionado para apoyarse mientras que extendía su otro brazo para abrazarla. Candy se aproximó a él.

"Hacía calor en la habitación, así que salí a tomar un poco de aire fresco", le explicó dulcemente. "¿Dormiste bien anoche, cariño?"

En respuesta, él rozó con su mano la mejilla de Candy, y entonces la atrajo más cerca de sí. Sentía su suave y descansada piel, tan blanda cerca de la suya. Pensó que si pudiese alcanzar los miedos de su mente, sus heridas finalmente sanarían. A menudo se sentía como si ella estuviese escapando de él, involuntariamente, perdida en sus pensamientos, sola. Su incapacidad para traspasar la barrera mental de su esposa, animaba y aumentaba la devastadora pasión que sentía por ella. Era como un pequeño pajarito que se había caído de su nido. Ella había tocado su corazón a través de sus debilidades, sus divertidas torpezas, pero también gracias a la fuerza que emanaba de su ser y a la energía que fluía de su interior para vencer los obstáculos existenciales.

Conquistarla no había sido fácil para él. A lo largo de todos estos años tuvo éxito en ganarse su afecto. No obstante, había tenido que emplear numerosas estrategias y realizar muchos esfuerzos para llegar a hacerle entender y aceptar que él podría darle la felicidad y la ternura que le hacían falta. El nunca olvidaría aquel espléndido día en el cual la llevó hasta la colina, bajo el viejo y fuerte roble donde ambos se habían conocido cuando ella era niña y él mucho más joven. Con una voz agitada, como la de un adolescente en su primera cita amorosa, él había tomado la mano de Candy y le había pedido que se casara con ella. Los segundos que transcurrieron le parecieron una eternidad antes de que Candy aceptase. El sabía el riesgo que corría de perderla en caso de que ella se hubiera negado. Nunca se había sentido seguro si Candy correspondía a sus sentimientos. Sin embargo, durante varias semanas, le había parecido que Candy se interesaba por él de una manera distinta, que sus gestos hacia él demostraban una emoción especial. Fue entonces allí cuando decidió aprovechar la oportunidad, a pesar de sus dudas, para que ella pudiera compartir los mismos sentimientos que él guardaba en su interior. Su amor por Candy no era ya un amor razonable, sino inmoderablemente apasionado por esa pecosa niña traviesa de dorados cabellos rizados, que como la crisálida saliendo de su capullo, se había transformado en una encantadora mujer. Sin embargo él sabía que bajo esa vivaz mirada, ella escondía heridas que él tendría que superar, e incluso contra la cuales tendría que luchar para preservar la felicidad que ella, finalmente, había aceptado en otorgarle. No le había molestado en lo más mínimo el haber llegado tocar su corazón pero nunca su alma, la cual él sabía que le pertenecía a otra persona.... aquel ausente, cuyo nombre jamás era pronunciado pero que siempre le venía a la cabeza cada vez que sentía a Candy escapando de él. El conocía el precio de aquella privacidad, y lo había aceptado, hasta el día en que pudiera ser suya, solo suya, egoísta y celosamente suya, como un tesoro envidiado por otros.

Éste es el motivo de mis sufrimientos, miedos y alegrías, se dijo a sí mismo, mientras los hermosos ojos de Candy se posaban fijamente en él como dos esmeraldas. Tiernamente, besó la blanca piel del suave hombro de Candy.

"Albert..." susurró. Y Candy tembló ligeramente cuando él desvió su rostro y lo ocultó entre sus cabellos sueltos y olorosos a rosas perfumadas.

"Tienes unos hombros tan hermosos," le dijo con asombro.

Él comenzó a desatar su camisa de dormir, la cual, transparente bajo los rayos del sol revelaban sin reservas las formas perfectamente sombreadas del cuerpo de su esposa. Siempre intimidado por ella y sólo por ella, él la besó. Elevó su cabeza para admirar esos labios dulces y hermosos que tanto deseaba devorar. Y era ella quien suavemente buscaba los de él. Candy pensó que este ser aventurero y vagabundo que había detenido sus recorridos por el mundo para cuidar de ella, tenía unos labios que sabían a simplicidad y alivio, los sutiles ingredientes de una próxima cura. Ciertamente, él la curaría de este insidioso dolor que le comía el corazón y confundía su alma. Quien más sino su Príncipe, a quien había buscado por tanto tiempo, tendría él el poder para atrapar a las sombras del pasado,... un pasado que aún estaba presente en su vida. Ella extendió sus brazos para abrazarlo y aferrarse a él, con un gemido mientras él la cubría con miles de besos. Y cuando alzó sus ropas de dormir, anidó su rostro en la hondonada de sus pechos. Ella sólo podía ver sus cabellos rubios reluciendo bajo los rayos de luz. Y mientras se deslizaba por su cuerpo, se sintió débil e inflamada bajo las calidez de las caricias de su esposo. Al dar la vuelta y estar cara a cara, vislumbró la expresión de su rostro, confundido y entusiasmado. El calor de los labios de él que asían los suyos en un beso que los ahogaba y oprimía, extendía la pasión y la incontrolable emoción que animaba a Albert.

"Te amo... Te amo tanto!" exclamó él.

Y Candy se sometía a la deliciosa sensación que la invadía, cuando de repente, un fuerte y seco sonido contra la puerta de la alcoba vino a interrumpir aquel momento lleno de intensos y tórridos afectos.
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