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Categoría: Terror

Cara de niño

Quienes regenteaban el Instituto *** solían hacer que, cuando menos una vez al año, sus alumnos convivieran extramuros. Creían que semejante recurso facultaría a los chiquillos para soportarse más entre sí a la hora de las extensas y aburridas clases. Desde luego, los directivos no invertían un quinto en los viajes; eran los padres de las criaturas quienes, mediante el pago de colegiaturas, sufragaban los gastos necesarios para las “convivencias”. ¿A los niños les gustaba convivir unos con otros? Claro que no. Ellos competían para establecer quién era el más apto para fastidiar a sus condiscípulos a sus anchas e impunemente.
El Instituto *** era dirigido por religiosos, de ahí que las convivencias no pudieran tener lugar en cualquier lado. Los sitios escogidos para tales experiencias debían hallarse tan apartados como llenos de silencio y penumbra. ¿Por qué? Porque todo retiro espiritual debe ocurrir en atmósferas que acentúen la capacidad contemplativa de los creyentes. Para la ocasión en que Luisito intentaría demostrar que no era un autista, el lugar elegido para el retiro fue una vieja hacienda ubicada en las afueras de la ciudad. Verla daba miedo, pero Luisito se hallaba entre la espada y la pared: si no asistía, su padre —y acaso también la madre— lo nalguearía con entusiasmo, a la par burlándose del asma que lo aquejaba; y si iba, por lo menos no serían sus padres quienes lo golpearían ni se burlarían de él.
Los compañeros de Luisito eran crueles con él. Lo odiaban porque no podían aceptar que él fuera reservado, asmático, callado, abocado al estudio y negado para el deporte. Su máxima virtud consistía en que no se metía con nadie. Era alérgico a los problemas. Pero sus queridos compañeros no lo aceptarían así: o Luisito se volvía como ellos o pagaría las consecuencias. Comenzaron a fastidiarlo, ya mediante sesiones de empujones, ya robándole sus útiles escolares, ya lanzándole terribles pelotazos a la cabeza, ya metiendo insectos en su mochila. Luego de ser victimizado, Luisito no se podía quejar, so pena de ser golpeado por los responsables de sus vejaciones. En casa, Luisito no sentía hacia sus padres la confianza suficiente como para exponerles las tribulaciones que lo atosigaban de ordinario. Su madre lo ignoraba, y a su padre lo veía un instante cada noche, sólo para escuchar de su parte un regaño tras otro. Triste vida.
El infeliz se acostumbró a ser fastidiado, aun cuando en su fuero interno mantuvo la esperanza de llegar a ser como sus condiscípulos, a fin de que lo dejaran en paz. Pero no se atrevía a actuar como los otros, acaso por miedo, acaso por otra razón. Parecía que, a pesar de su edad, el carácter de Luisito estaba plenamente definido. Esta suerte de crisis existencial lo distrajo un poco de sus obligaciones como estudiante; y cuando en una materia sacó nueve en lugar de diez, ardió Troya. Sus padres lo nalguearon hasta la saciedad y, al día siguiente, sus condiscípulos hicieron otro tanto, agregando como bono una jugarreta que casi le costó la vida al damnificado: robarle el aparatejo que usan los asmáticos para que sus pulmones no colapsen. A Luisito le sobrevino un ataque de asma en pleno patio. Si un profesor no hubiera estado pasando por ahí, nadie se habría molestado en auxiliar al desdichado. A decir verdad, los compañeros querían verlo morir.
Llevaron a Luisito a la enfermería y lo atendieron justo a tiempo. No bien quedó fuera de peligro, milagrosamente reapareció su dilatador de pulmones. Al rato fue dado de alta y enviado a casa para tomarse una semana de descanso. Su madre lo sermoneó muchas veces, de un modo tan cáustico que no podía menos que causar rabia. Llegó a poner en duda la masculinidad de su hijo, quien, llegada la noche, lloró en silencio y se durmió con el rostro bañado en lágrimas.
De regreso en la escuela, Luisito se enteró de que pronto se llevaría a cabo una nueva convivencia fuera de la ciudad. Imaginó la clase de oprobios a que lo someterían sus compañeros. Se estremeció. Había notado que, con independencia de la corta edad de los otros, el tema de las mujeres comenzaba a hostigarlos: cada uno de ellos tenía Internet en su propia computadora casera, y por horas se introducían en sitios colmados de damiselas desnudas que se masturbaban con el dedo corazón. Luisito podía apreciar degeneración en los rostros de quienes lo rodeaban. Al punto pensó que debía hacer algo con tal de no ir a la convivencia. Pero ¿qué? Aún no llegaba a ninguna conclusión cuando una circular firmada por el director llegó a las manos de su madre, quien, sin pensarlo dos veces, estuvo de acuerdo en que su vástago pasara unos cuantos días en un retiro.
—Te hace falta —le dijo—. Tal vez aprendas a portarte bien.
Luisito se echó a llorar.
Todo estaba listo para el viaje. Dos camiones cargados de mocosos partirían del estacionamiento del Instituto un martes, a las ocho de la mañana, rumbo a la tétrica hacienda. Nada tonto, el director aseguró a los niños que “allá” no harían más que jugar y divertirse. Los hipócritas oyentes vitorearon al de la voz. Luisito guardó silencio. El que se sentaba detrás de él lo empujó porque se le pegó la gana. La madre de Luisito lo vistió y peinó cuidadosamente y, tras advertirle que no iba a querer recibir ninguna queja por parte del director o de alguien más, lo dejó a merced de sus compañeritos y de los religiosos. El pobre diablo tomó asiento en la parte trasera de uno de los camiones, entre dos fulanitos que habían crecido de más gracias a la alimentación que recibían, y que, ni tardos ni perezosos, se pusieron a propinarle al pequeño asmático codazos durísimos, que nunca fueron denunciados.
Llegaron a la hacienda por la tarde. Los mocosos bajaron del camión en tropel y, gritando quién sabe qué, corrieron construcción adentro, ignorando las instrucciones que, en pro de la disciplina, les dirigían los religiosos. El único que mantuvo la cordura fue Luisito. Un religioso que lo vio andar sintió lástima por él. Luisito llegó al dormitorio y lo primero que sintió fue un almohadazo en la cara, al que le seguirían muchos otros. Acabó en el suelo, ovillado, rezando en voz baja y sintiendo que en cualquier momento le sobrevendría un ataque de asma. De no haber sido por dos religiosos, la tunda no habría tenido fin; los recién llegados reprendieron de palabra a los aprovechados y les ordenaron que en cinco minutos se congregaran en la capilla. Los escuincles abuchearon la orden; uno de ellos recibió un pellizco que sirvió como medida ejemplar para que nadie más se atreviera a rebelarse. Luisito se levantó por su cuenta, se encaminó zigzagueando a la capilla y, misal en mano, oró interminablemente. “Que termine esta pesadilla, Dios mío.”
Durante el retiro, las actividades preponderantes consistían en celebrar misa, hacer curiosos ejercicios espirituales —los alumnos debían adoptar posturas extrañas, para beneplácito de los religiosos— y vagar en grupos por acá y por allá, para conversar sobre temas de orden semiteológico. Por supuesto que los escuincles sólo gozaban las horas de recreo. En cuanto a Luisito, no era bien recibido en ningún grupo, de modo que siempre terminaba errando solo, lo que lo hacía acreedor a reprimendas por parte de alguno de sus profesores. Luisito toleraba esos regaños sin decir palabra alguna.
Durante los recreos, los niños jugaban fútbol, béisbol, organizaban competencias de carreras de fondo y, claro, fastidiaban a Luisito. Dado que éste carecía de la capacidad atlética suficiente como para participar en algún deporte, acabó siendo el deporte de otros. Una gavilla cuyos integrantes destacaban por su crueldad se acostumbró a hacerlo lamentar haber nacido: lo empujaban, le daban puñetazos en el estómago, lo arrastraban por el suelo, le ocultaban sus efectos personales, le escupían en la comida y un largo etcétera. Ningún religioso se percataba jamás de esto, sin duda porque no le importaba hacerlo. A la hora de dormir, Luisito lloraba, procurando no hacer ruido alguno; no obstante, una noche falló, fue escuchado y, como castigo, sus compañeritos lo desnudaron, lo ataron con cinturones a la cama y lo amordazaron con sus propios calzoncillos. Luisito sintió que se volvería loco. Sus torturadores lo contemplaron con los dientes apretados y las caras enrojecidas. “¡Son demonios!”, pensaba Luisito. “¡Son demonios!”
Luisito concluyó que no le quedaría más remedio que ser como sus compañeros: rudo, insolente, cruel, muy cruel. Sólo así dejarían de molestarlo. Le dijo al confesor que ya no quería ser un niño bueno, y a cambio recibió media hora de regaños y la orden de rezar quinientos padrenuestros y hacer actos de contrición. Al borde de la locura, Luisito vagó por el campo y, antes de que se diera cuenta, se vio rodeado de molestadores. Para sorpresa de todos ellos, Luisito opuso resistencia; no bien uno de los atacantes se lanzó sobre su presa, un pequeño puño cerrado hundió un estómago y desvió una nariz. El agresor cayó al suelo y rompió a llorar. Los otros, horrorizados, tomaron por las axilas a su compañero caído y huyeron a la carrera. Ebrio de orgullo, Luisito se sintió liberado de sus problemas, pero he aquí que la noticia de su pelea llegó a oídos del director. “Ven para acá, Luisito.” El director, hombre viejo y en cuyos ojos brillaba una extraña luz, se encerró con el muchachito en su habitación y, tras sujetarlo por las muñecas a dos arbotantes, lo fustigó con un látigo de tiras. El castigador se detuvo cuando se vino, cosa que no apreció el castigado porque la conciencia lo abandonó.
Pálido, macilento, casi inmóvil, Luisito se dispuso a esperar la muerte. Sólo eso le faltaba. Sus victimarios nunca lo dejarían en paz. De algún modo sabía que no sobreviviría al retiro. Lo sentía. Pobre Luisito. Prefirió no volver a rezar. Dios le había dado la espalda, o bien, jamás se había preocupado por él. El resto de los niños continuó gozando al máximo su estadía en la hacienda, y claro que seguir vapuleando a Luisito fue una idea que no escapó de sus torcidas mentes.
Un joven religioso recién ordenado, quien no había tenido la oportunidad de advertir el maltrato que recibía Luisito, aprovechó la última tarde del retiro para organizar un juego, uno “muy original”: las escondidas. Era un tipo ingenuo. Los niños consideraron que el juego era estúpido, pero no se negaron a llevarlo a cabo cuando maquinaron una nueva diablura en contra de su taciturno compañero. Justo antes de que los mocosos se dispersaran por todo rincón de la hacienda en busca de un escondite, el descongestionador de Luisito volvió a desaparecer. Luisito no se dio cuenta en un principio; no bien vio que más de cien demonios corrían en su dirección, escapó por piernas, definitivamente decidido a hallar un escondite. Estaba completamente seguro de que no volvería a soportar otra vejación. Su correría dentro de la enorme hacienda se detuvo un instante en la cocina, donde vio hacia todas partes y descubrió una alacena cuyas puertas estaban entornadas; se metió en el mueble y se puso de espaldas contra la pared, que de pronto cedió. Sí, se abrió. Era una puerta que daba a un pasaje sombrío, donde, gracias a unas pequeñas ventanas enrejadas, entraba algo de luz del exterior. En cuanto Luisito oyó pasos frenéticos que enfilaban a la cocina, se internó en el corredor y se alejó tanto como pudo, contento de no haber olvidado cerrar la puerta secreta a sus espaldas. No obstante, incapaz de poner en tela de juicio la sagacidad de sus torturadores, decidió esconderse en el espacio más recóndito que ese sitio pudiera ofrecer. Ignoraba que sus compañeros y los religiosos desconocían ese pasaje.
Se ocultó en un nicho, donde tuvo que quedar ovillado, con las rodillas a la altura del mentón y las piernas abrazadas. Lo cubría la oscuridad, pero él podía ver un trozo de suelo, donde no había sino hojarasca, tierra y… raros insectos. Vio tres, en un primer momento. Eran bastante pintorescos. Parecían ser una mezcla de grillos y arañas, y era justo creer que sus cuerpos habían sido tallados en madera. Lo peor de todo era que semejantes alimañas se dirigían inexorablemente hacia él. “¿Qué?”, pensó. Aguzó la vista. “¡Son caras de niño!”, concluyó, y en vano trató de abandonar su escondite. Estaba atorado, inmóvil, empotrado en ese nicho infame adonde lo había conducido el terror, que la fatalidad iba a impedir que culminara. Luisito estaba acabado. Comenzó a faltarle el aire. ¡El asma! ¡El asma! No podía respirar, sentía que sus pulmones se iban estrechando lenta pero inflexiblemente. Su pequeño rostro pálido se cubrió de sudor. Apenas pudo deslizar una mano hacia su bolsillo, y descubrió que no llevaba consigo lo que le pudo haber salvado la vida. Emitió un gemido patético y desgarrador, que se tornó en un chillido casi inhumano cuando un cara de niño comenzó a trepar por uno de sus brazos.

Los religiosos y los niños tuvieron que posponer un día su regreso porque buscaron a Luisito hasta debajo de las piedras. Como no dieran con él, coligieron que el pobre bastardo, llevado por su raro carácter, había huido a pie de la hacienda, con rumbo desconocido. De mala gana, los padres del desaparecido recurrieron a las autoridades federales y locales a fin de dar con el chiquillo. La prensa trató el asunto una o dos veces y luego lo olvidó. Los padres, fingiendo congoja, dieron por perdido a su vástago y decidieron tener otro. El resultado fue una niña, quien creció siendo una lumbrera en todo y a quien todos adoraban. Nunca le dijeron que había tenido un hermano.

Doce años después de la desaparición de Luisito, una partida de arqueólogos hacía trabajo de campo en la imponente hacienda. Una excavación aquí, otra allá. El líder del conjunto dio con la puerta secreta de la alacena; menos de cinco minutos después, el corredor estaba lleno de gente armada con brochas y otros instrumentos. Una estudiante pegó de gritos en un momento dado, cuando inadvertidamente apartó un telón de telaraña y dejó al descubierto un cadáver carcomido que, en posición fetal, yacía medio momificado en el interior de un nicho.
Datos del Cuento
  • Autor: Garrador
  • Código: 18597
  • Fecha: 02-06-2007
  • Categoría: Terror
  • Media: 5.83
  • Votos: 129
  • Envios: 0
  • Lecturas: 6340
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