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Cartón-piedra

La casa es de tocho, pero bien podría ser de cartón-piedra. El blanco de la cerca es intachable. El jardín, inmejorable, aunque el jardinero dejó un tallo de césped dos centímetros y medio más alto que los demás. Ella es rubia, rubísima, sin atisbo de raíz, por obra y gracia del tinte mensual. Se pasea por el jardín de la casa adosada, feliz, mientras el vecino de al lado poda los rosales. El sol luce esplendoroso. Justo en ese momento, cruza su cara una daga de indignación. Le pide al vecino, toda dulzura y amabilidad, las tijeras de podar para cortar correctamente el tallo que sobrepasa dos centímetros y medio el patrón general. Chas! La normalidad vuelve a reinar.
Parece como si en cualquier momento tenga que aparecer una cámara, un equipo de rodaje, quizás escondido tras los rosales, y un hombre con gorra dirigiendo exasperado. Pero no. No se trata de ningún sueño cinematográfico; más bien es la puesta en escena americana.
Cuando ella ya se decide a volver a entrar a la casa, la llaman por el apellido del marido. Es una voz tan potente y viril que se le ruboriza el vello rubio, rubísimo, de la nuca.
Al girarse ella, el soldadito endulza la voz con azúcar moreno de tragedia. Lleva en la mano las plaquitas de plata, o metalizadas, de su compañero que agonizante le pidió que fuera a ver a su mujer y bla bla. Con una sola película, uno ya sabe que todos los muertos en combate dicen lo mismo. Qué bonito.
Ella coge con las manos la identificación de su marido, que partió dos años atrás, y se la acerca al pecho. Mira al soldadito, unos veinte años menor que ella, con cara de perro desvalido y se acerca a su brazo. También se aproxima disimuladamente, y amparado por los rosales, el vecino (yo te dejo las tijeras, tú me dejas fisgonear en tu vida).
-Su marido es un héroe, señora Budman, un héroe –y sin querer, en tamaña trascendencia, le vuelve a la mente la imagen final del difunto cayendo borracho en el pozo del jardín imperfecto donde trasnochaba entre muslos de mujer.
Ella hunde su cara en el pecho del soldadito para llorar. Entre lágrima y lágrima, sin poderlo evitar, aspira su olor dulce, de jovenzuelo, casi de pollito. No puede evitar que, esta vez, se le ruborice algo más que el vello rubio, rubísimo, de la nuca.
Datos del Cuento
  • Autor: Vet
  • Código: 9184
  • Fecha: 24-05-2004
  • Categoría: Sin Clasificar
  • Media: 5.39
  • Votos: 76
  • Envios: 2
  • Lecturas: 3532
  • Valoración:
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