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Cascarrabias

Maese Lezna era un hombre bajito y delgaducho que no podía estar un momento quieto. Nada le pasaba por alto, sabía hacer las cosas mejor que nadie y siempre tenía razón. 

Era zapatero, y cuando trabajaba, lo hacía con gran violencia. Ningún empleado duraba más de un mes en su casa, pues siempre tenía algo que objetar. A todos llamaba gandules, a pesar de que él poco trabajaba, pues no era capaz de permanecer sentado y quieto ni un cuarto de hora.

Si su mujer se levantaba de madrugada y encendía fuego, saltaba él de la cama y corría a la cocina, gritando: 
- ¿Quieres pegar fuego a la casa? ¿Es que vas a asar un toro entero? ¿O crees que me regalan la leña?

Si, en el lavadero, las muchachas se reían y contaban chismes, allá iba él riñendo y chillando:

- Ahí están esas gansas graznando en vez de trabajar. ¿Y qué hace ese jabón en el agua? Un despilfarro escandaloso, y, encima, haraganería. No quieren estropearse las manos, y no frotan la ropa.

Si construían una nueva casa, corría a la ventana a mirarlo:

- Otra vez haciendo los muros de arenisca roja - exclamaba -. Una piedra que nunca acaba de secarse. Nadie que habite en esta casa estará sano jamás. Y luego, fijaos en lo mal que colocan las piedras los albañiles. El mortero no vale nada: Gravilla debéis poner y no arena. Aún viviré para ver cómo la casa se derrumba sobre la cabeza de sus habitantes -. 

Y se sentaba y daba unas puntadas. Pero un momento después volvía a levantarse de un brinco y exclamaba:

-¡Tengo que ir a hablar en serio a esa gente! -. Y la emprendía con los carpinteros -: ¿Qué es eso? - les gritaba -. Y la plomada, ¿para qué sirve? ¿Pensáis que las vigas aguantarán? ¡Se os saldrá todo de quicio!

Y le quitó a un operario el hacha de la mano con la intención de enseñarle a manejarla. Pero al mismo tiempo vio acercarse un carro cargado de tierra. Soltó el hacha y corrió al campesino que lo guiaba y le dijo:
- ¿Estás loco? ¿A quién se le ocurre enganchar caballos jóvenes a un carro tan cargado? Las pobres bestias se os caerán muertas el momento menos pensado.

Cuando se disponía a ponerse de nuevo al trabajo, el aprendiz le entregó un zapato. Maese Lezna le gritó:

-¿Qué es esto? ¿No os dije que no cortaseis los zapatos tan anchos? ¿Quién va a comprar un zapato que no tiene más que la suela? ¡Exijo que mis órdenes se cumplan al pie de la letra!

- Maestro - respondió el aprendiz -. Sin duda tenéis razón al decir que el zapato no está bien, pero es el mismo que vos cortasteis y empezasteis a coser. Os marchasteis tan aprisa que se os cayó de la mesa, y yo no hice sino recogerlo. ¡Pero a vos no os contentaría ni un ángel que bajase del cielo!

Una noche, maese Lezna soñó que se había muerto y se hallaba camino del cielo. Al llegar, llamó ruidosamente a la puerta.

- Me extraña - dijo - que no tengan una campanilla; se hiere uno los nudillos golpeando.
Acudió a abrir el apóstol San Pedro, curioso de saber quién pedía la entrada con tanta insistencia.

- ¡Ah, sois vos, maese Lezna! - dijo San Pedro-. Os dejaré entrar, pero debo advertiros que debéis dejar de criticarlo todo, y no censuraréis lo que veáis en el cielo.

- Podíais ahorraros la advertencia - replicó Lezna -. Sé conducirme correctamente, y aquí, a Dios gracias, todo es perfecto y nada hay que merezca crítica, no como pasa en la tierra.

Maese Lezna entró y empezó a pasear por los vastos espacios celestes, mirando a todas partes, meneando de vez en cuando la cabeza o refunfuñando entre dientes. Vio dos ángeles que transportaban una viga, pero llevaban la viga no en el sentido de su longitud, sino en el de la anchura: 

-¿Habráse visto mayor desatino? - pensó maese Lezna. Pero calló y se tranquilizó, pensando: En el fondo, ¿qué más da que lleven la viga en uno u otro sentido, con tal que pueda pasar? Realmente, no veo que choquen con nada.

Al poco rato observó a otros dos ángeles que echaban agua de una fuente en un tonel, pero vio que estaba agujereado, y el agua se salía por todos los lados, mandando lluvia a la tierra.

- ¡Mil diablos! - estalló maese Lezna. Pero se reprimió a tiempo y pensó:

-Tal vez es puro pasatiempo; si a uno le divierte, bien puede dedicarse a estas cosas inútiles, particularmente aquí en el cielo, donde, por lo que he podido notar, todo el mundo está ocioso.

Más adelante vio un carro atascado en un profundo agujero.

- No es de extrañar - dijo al hombre que estaba a su lado -. ¿A quién se le ocurre cargarlo así? ¿Qué lleváis en él?

- Buenos deseos - respondió el hombre -. Con ellos jamás conseguí andar por el camino derecho. Sin embargo, he logrado arrastrar el carro hasta aquí, y no me dejarán en la estacada.

Y, en efecto, al poco rato llegó un ángel y le enganchó dos caballos.

-Muy bien - pensó Lezna - pero dos caballos no sacaran el carro del atolladero. Por lo menos harían falta cuatro.

Y he aquí que se presentó un segundo ángel con otros dos caballos. Pero no los enganchó delante, sino detrás. Aquello ya era demasiado para maese Lezna, que exclamó, sin poderse contener:

- ¡Zopenco! ¡ ¿Qué haces? ¿Cuándo se ha visto, desde que el mundo es mundo, desatascar un carro de este modo? Estos sabihondos presumidos creen entender todas las cosas mejor que nadie.

Apenas hubo terminado una fuerza desconocida lo arrojó de la celestial mansión. Desde fuera volvió nuestro hombre a mirar al interior, y vio que cuatro caballos alados estaban levantando el carro. En este momento se despertó maese Lezna.

-"Verdaderamente, en el cielo las cosas no discurren como en la tierra -pensó-, y pueden disculparse muchas de ellas. pero, ¿quién es capaz de ver con paciencia cómo enganchan caballos delante y detrás de un carro a la vez? Tenían alas, es cierto, pero, ¿cómo iba yo a saberlo? Además, vaya tontería pegar un par de alas a unos animales que ya tienen cuatro patas para correr. Pero tengo que levantarme, pues, de lo contrario, todo irá de cabeza en casa. ¡Suerte que no me he muerto de verdad!.

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