CAVERNA DEL AMOR
Comenzamos a subir. Éramos tres mujeres y yo. El albo era una caverna incrustada en la cordillera, mas o menos en la altura de 4.500 m.
Llegamos tempranito. Yo iba a subir solo. Era mi deseo conocer esa caverna. Decían que allá el ser humano se sentía diferente. Una ola de amor lo envolvía con su manto caliente. Era como se fuera una fuente de eterna juventud. Algo inexplicable.
Poco después llegaran Paloma, Soledad y Rosario. Tres diosas de belleza, de simpatía y de pureza. Las tres en la casa de los veinte años, con toda su juventud y gracia. En la balanza de la experiencia yo podría igualar a las tres.
Éramos amigos y yo las tenia como hijas adoptadas. Nunca había pensado en otra cosa que no el amor paternal. Lo más lejos sería el amor fraternal. Respeto y cariño social nos daban el ton de nuestra sólida amistad. Nada más.
Comenzamos a subir. Yo al frente les dictaba el ritmo y el compaso. Era septiembre, final del mes. A pesar de ya ser primavera el frío era intenso. Cinco horas a.m. y la estábamos luchando contra las piedras de la cordillera. El tiempo calculado era de seis horas para llegarnos a la caverna.
Poca conversa y con pasos firmes nos encuadramos en los caminos sinuosos y vislumbrando una belleza indescriptible. El frío casi pasaba desapercibido. Llevábamos en las mochilas agua, chocolate caliente, sucos y galletas. Llevábamos en el pecho la fuerza de una victoria anticipada.
Esa aventura no era solo mía. También ellas tenían eso deseo y mi lo dijeran.
Escuchando casos sobre esa caverna todos se encantaban y el deseo de conocerla pasaba a dominar sus mentes. Principalmente porque sus historias daban cuenta de que pocas personas conseguirán eso hecho.
Venciendo los obstáculos a cada paso nos acercábamos de la cumbre y a la medida que subíamos bajaba la temperatura. El viento soplaba más fuerte e el consuelo era la propia naturaleza. Los esteros caminaban indiferentes a nuestra invasión, ora despacito, ora con más prisa, haciendo meandros y tocando una música celestial. Delante de tanta belleza y esplendor las palabras se tornan opacas y casi sin sentido.
Yo les miraba a mis musas que a cada paso mas parecían diosas. Pensaba estar soñando y no más. A veces me parecía estar tentando llegar al cielo y esas diosas vinieran a mi ayudar. Seguramente a par de mi flaqueza humana se dispusieran a darme el amparo necesario.
Un poco cansado, mas dispuesto a vencer yo seguía enfrente. Paso a paso nos aproximábamos de nuestro objetivo. La vista ya alcanzaba la caverna y una fuerza interior nos decía: adelante, vamos, está cerca.
Llegando en la puerta de la caverna nosotros sentimos algo extraño. El frío ya no hacia sentido. Tampoco nos sentimos cansados. Nuestras energías se compusieran completamente. El tropiezo del agua en las piedras tenía el sonido de una sinfonía. Caminando hacia el interior notamos que el agua ya no estaba helada. Poco después ya estaba tibia y de tibia para caliente. Caliente, pero no mucho; simplemente soportable.
En un cerrar de ojos pude ver las diosas desnudas. Pronto empezaran a jugar en el lago azul y de aguas calientitas. En el techo habían dos o tres fendas por donde pasaban algunos rayos de sol y toda la claridad del salón. Huellas de humanos había pocas, señal de pocas visitas.
Ellas, mis queridas amigas, me invitaban a entrar en el agua y decían que esa era una oportunidad única. Sentado confortablemente en una piedra, comí unas galletitas y tomé un trago de chocolate. Ato seguido ascendí mi cigarrillo y continué a mirarlas.
Distráeme en mis pensamientos y en un rato viví la historia de un romance prohibido y casi imposible. Un amor a cuatro, tres jovencitas y un hombre maduro. Tres diosas del amor con sus cuerpos perfectos y llenos de vida. Luchando contra esa idea no me di cuenta de que ellas se acercaran y empezaran a desnudarme.
Volviéndome a mí ya estaba en el agua y jugando con aquellas esculturales representantes del paraíso, al paso que ya no conseguía contener mi sangre. Esta, desordenadamente se agitaba en mis venas y el frenesí de mi cuerpo encontró respaldo en la actitud de mis diosas.
Acostumbrado a luchas gigantes, a duelos sociales y combates feroces, no conseguí dominar mi deseo y me entregué completamente aquel ato de placeres inolvidables. En esos momentos la sangre comanda la cabeza y la única actitud humana es NO contrariar la naturaleza.
Con el ánimo de un joven les di respaldo a todas y cambiamos solamente palabras de cariño y de ternura. No hubo y no hay arrepentimientos. Todo fue hecho con pureza y como se estuviéramos obedeciendo ordenes superiores. Simplemente aconteció y los únicos testigos fueran la propia caverna del amor y unos pocos rayos solares que nos visitaran en aquella tarde paradisíaca. Nada más se paso y hasta hoy nadie supo de ese acto de amor casi imposible.
Jacques, desde Barbacena/Brasil.