César sale de su casa día tras día. Con sol, con lluvia, con frío o calor, él sale.
Deja su humilde hogar del Barrio de Floresta, y con sus 70 años, ya jubilado, aprovecha a desplazarse por la ciudad. Aunque su recorrido es siempre el mismo, tan reiterado que ya dejó una huella.
Toma el tren de las 8.30 hs. en la estación, y una vez sentado en el mismo asiento del mismo vagón de siempre, va contemplando las imágenes que pasan por la ventana. Imágenes de una ciudad en movimiento, de una ciudad agitada, en el límite justo entre el caos y la calma. “Buenos Aires ya no es la que era”, piensa cada vez.
Dentro del tren, César reconoce a los mismos trabajadores que lo acompañan en su viaje de lunes a viernes; saluda a algunos mientras que a otros (quienes no se merecen su carisma) se limita a ignorarlos. Los sábados y domingo son días de caras nuevas, diferentes, extrañas. No las ha llegado a clasificar nunca.
Y las estaciones del tren van pasando, se suceden. Y el Sarmiento atraviesa el nostálgico Flores, el viejo Caballito, hasta llegar y detenerse en el cosmopolita barrio de Once.
Entonces se apea del tren. A veces melancólico, a veces alegre, otras simplemente perdido en sus pensamientos, sigue su predestinado y tan conocido camino (lo podría hacer hasta con los ojos cerrados; tal vez algún día se anime)
César le deja una moneda de cincuenta centavos al niño de siempre (él quisiera que ningún chico estuviera en la calle) y se compra el diario en el puesto de siempre.
- ¡Cómo anda Don César! ¡Siempre tan joven usted!- lo saluda el diariero Juan.
Por supuesto que esta compra no es de todos los días, no puede darse ese lujo. Tan sólo los lunes, jueves y domingos.
Y baja por la escalera fija que lo comunica con el subterráneo línea A. Y allí saluda al guarda con su mano derecha alzada, atraviesa el molinete y sube al subte que siempre lo fascinó. Los años pasaron, pero la formación de madera perduró. Entonces lee el diario. Aprovecha esos minutos hasta Plaza de Mayo para ponerse un poco al día (cuando no hay diario, se limita a escuchar las conversaciones de los pasajeros que lo rodean… descubre riquezas literarias en cada una de esas charlas, palabras que luego vuelca en su cuaderno del momento)
Cuando César llega a Plaza de Mayo, baja del subte y sube la escalera (fija, no mecánica) y camina atravesando la histórica plaza, y alimenta a las palomas hasta llegar al bar de siempre. “Quisiera ser paloma”, alguna vez pensó.
Entra al bar. Se sienta en su lugar ya reservado. Esa mesa de dos junto a la ventana, orientada hacia el este, de donde vientos húmedos del río llegan, acompañados de nuevas historias para contar.
- ¡Eh, César! ¡Cómo le va hoy! El cortadito de siempre con dos de manteca, ¿no?- y Don Carlos, el dueño del bar, lo saluda y le alcanza el pedido de siempre (aunque a veces en vez de cortado es un café solo y bien fuerte)
Y César comienza a escribir.
Durante cerca de dos horas él va dando rienda suelta a todo lo que tiene para contar. Sobre el cuaderno, con su pluma, va escribiendo sobre Buenos Aires, la Reina del Plata. Sobre su vida, sobre las noticias de ese día, las charlas del subte… sobre la gente que ve pasar por la ventana. “Ese muchacho de traje verde es la quinta vez que lo veo pasar llorando… se me antoja una escena un tanto surrealista”, alguna vez escribió.
En algún momento de la mañana, César es interrumpido. Alma, otra nena de la calle (no más de diez años), que ya sabe que con él tiene sus medialunas reservadas. Y veinte minutos de conversación que para ella son divertidas y jugosas, y para él atesorables.
El hombre sigue entonces una vez que la nena se va. Mientras los tangos se escuchan en aquel bar, César sigue escribiendo. Alma también es parte de sus cuadernos. De hecho, es todo un capítulo aparte…
Y entonces escribe más historias, muchas reales, otras supuestas… algunas historias húmedas bien porteñas. Algunas extranjeras o coloniales “del otro lado del río” (ese Uruguay que de tanto en tanto añora…)
Y sigue…
Y sigue…
Escribir es su pasatiempo, su liberación, su esencia. No le sobran los mangos, apenas le alcanzan para vivir. Pero no se priva de este placer que le causa ir comprando nuevas plumas y cuadernos. Ni ese cafecito cada mañana.
Cuando vuelve a su casita de Floresta, el resto del día lo pasa apacible, sin mucho más que hacer. Tal vez charlar con un vecino, tomar algún que otro mate, y escuchar alguna que otra canción en la radio a pilas.
Un día me crucé con César. En aquel bar de Plaza de Mayo.
Y hablamos.
Y hablamos aun más, hasta que sus dos horas se hicieron cuatro y tuvo que marchar.
“Qué hombre interesante”, pensé.
Sólo aquel día lo crucé… yo seguí mi camino y él el suyo. Su inalterable calendario.
Y así, César se volvió el eje de esta historia, de mi historia.
Y así, yo pasé a formar parte de un capítulo de la suya.
Quedé reflejada en uno de sus tantos cuadernos…
Este encuentro sucedió hace algunos años ya.
Ayer volví a ese barcito de la plaza únicamente en su búsqueda.
Don Carlos me contó que la hija de César cruzó el Río de la Plata, volvió desde Colonia, tan sólo para despedirse de su padre y luego acompañarlo a su lugar de descanso (su nombre resultó ser Eva, como el mío)
Ayer supe también que justo antes de llegar a los 75 años, César falleció en su cama tras haber sufrido una neumonía.
Pero supe asimismo que lo hizo contento, tras haberse reencontrado y reconciliado con su hija luego de años de separación (“Pude terminar un capítulo más”, habrá pensado César en aquel momento)
Y su cuerpo ya no está, pero su esencia quedó impregnada en la ciudad. Su huella marcada a fuego.
Hoy Buenos Aires lo recuerda. No lo olvida.
Y en sus cuadernos, en toda su entera colección, él dejó reflejada a la ciudad. Buenos Aires se inmortaliza.
Y mi tango, el cual acabo de componer en este antiguo piano, lo tiene a César como protagonista.
hermoso!me gusta tu forma de contar las historias