Allí estaba, sentado, desposeído y evidentemente vulnerable, sin el deseo de comunicarse con nadie, pero sí con mirada agresiva, capaz de taladrar a cualquiera. Tan pronto me descubrió escuché palabras masculladas, como si mi presencia hubiera interrumpido sus cavilaciones. Era la primera vez que lo veía después de mudarme a un nuevo barrio hacía unos cuantos días.
A medida que estuve más cerca de él, sus ininteligibles palabras recobraron la claridad y escuché una petición de ayuda. Me condolí de su lamentable estado. Parecía haber estado bebiendo sin interrupción desde hace días, si no es que semanas, meses o más. Su ropa deshilachada, sucia y pestilente, aunada a un rostro desencajado, con huellas de cientos de crudas alcohólicas y morales, reafirmó mi deseo por ayudarlo. Las pocas monedas que le obsequié, aseguró, servirían para comprar café (el eufemismo por droga), pero me prometí que en adelante, mi apoyo se limitaría a bienes en especie.
Oscar Antonio, alias "Champú" es un hombre en la mendicidad, obvia decirlo. Su "hogar", por decirlo así, es un espacio de metro y medio a las puertas de una casa tapiada, como todas las de aquí, pero suficiente para albergarlo. Es su "parcela", su espacio vital, al que no permite acceso a ninguno de los muchos otros en su misma condición con deseos de compartirlo, y a quienes ha reiterado con gran violencia verbal en varias ocasiones que ese espacio no es beneficencia pública cuando intentaron acomodarse con él.
Los vecinos han confirmado mis sospechas en varias ocasiones. Champú confundió mi generosidad, como la de muchos otros. Las anécdotas en torno a su peculiar estilo pedigüeño rayan en el cinismo y a medida que transcurre el tiempo, aumentan en número y perfil. Los periodos en que se ve privado del apoyo de quienes ha defraudado con exigencias desmedidas, son cubiertas por aquellos que como yo, se conduelen durante cierto tiempo por primera vez más no para siempre.
Don Oscar, como suelen llamarlo pocos, hace "mandados" que incluyen desde los encargos más simples hasta los más riesgosos. Abastece droga a choferes de autobuses y camiones de carga así como a parroquianos adictos que frecuentan la cantina próxima a casa; algunas amas de casa le encargan compras sin importancia y también he visto que se presta para cuidar autos estacionados por horas, en particular de los vecinos del piso inferior. Los
choferes se mofan con frecuencia de él y es evidente que no cumplen con lo prometido, lo que provoca exabruptos de violencia en Champú: Lo he visto blandir amenazadoramente un palo que luego estrella varias veces contra camión o autobús (según el caso) a medida que el postor decide partir dejando a Oscar sin el pago acordado por la transacción, escena de todos los días. Por otra parte, las amas de casa a quienes Champú asiste en compras simples no se quejan de estafas ni faltantes en los cambios, pero sí
de los exagerados montos que Champú exige por el servicio.
A pesar de su abandono, Oscar tiene suerte. He visto como la gente, tanto vecinos como transeúntes desconocidos, le obsequian comida, dinero o ropa que intercambia por droga o dinero ipso facto.
Ante el andrajoso de la triste figura, alguien se condolió de él en verdad. Le dio acceso a su casa, para permitirle bañarse, vestirse con ropas limpias y en buen estado, y además, calzarse. Su aspecto cambió al grado en que el apelativo de Champú rimaba ahora sí con su reluciente apariencia. "Después de años de no bañarme me siento otro", parecía decir. Se contentó con levantar los hombros ante la pregunta de alguien en el sentido de cuantos años habían transcurrido sin lavarse y mudarse. Prometió y casi juró, ante la
amenaza de no ayudarlo más si intercambiaba la ropa por cualquier otra cosa, que en ese preciso momento se desharía de las hilachas en el basurero más cercano.
La música tropical animaba la reunión de ese día y una vez vestido, Champú recordó lo bien que sabía bailar ese tipo de melodías, y ante una reducida concurrencia su cuerpo osciló al son del ritmo.
Después de recibir merecidas ovaciones y con la intención de partir, se dirigió al dueño del auto que había cuidado para pedir su acostumbrado pago. No fue suficiente baño, perfume, ropa ni comida. Hacía falta el pago para cerrar el círculo y lo exigió. La generosidad de su benefactora superó el momento cuando le obsequió además, un cuarto de whisky todavía sin abrir y que Champú rechazó aduciendo que él sólo bebía ron "colorado". Una vez recibido el dinero, partió dejando a todos boquiabiertos, sorpresa que dio paso a una estrepitosa carcajada de los presentes, como no queriendo dar crédito a lo ocurrido.
Han pasado días desde aquella ocasión y Oscar ya recuperó la triste figura: Se abandonó por enésima vez y con nuevas agravantes: Su espacio fue enrejado por el verdadero dueño y perdió el empleo como cuidador de autos por no atenderlo y porque los propietarios se hartaron de los abusos de Champú en el cobro.
Me he acercado a la ventana cuando ha oscurecido y porque llueve con fuerza. Reconozco una figura familiar. Ahí esta Champú, a pesar de su despido, a las puertas de casa y junto al vehículo anteriormente a su cargo, soportando viento, niebla y agua. Sus gritos se pierden sin remedio a través del pasillo: ¡Don Pablo, Don Pablo...!