Porque desde el más chico de ellos
hasta el más grande, cada uno sigue
la avaricia; desde el profeta hasta
el sacerdote, todos son engañadores,
y curan la herida de mi pueblo con
liviandad, diciendo:paz, paz y no hay
paz. Jeremías 6:13-14
Mientras el viejo Arturo contaba con su corazón henchido de placer el paquete de billetes, que tenía escondido en una mohosa lata de galletas en un rincón de su sucio y asqueroso cuarto, a sólo tres minutos, en las ruinas de una casa abandonada, los hermanos Josefo, Pedro, alias el Mono y Francisco repasaban los detalles de su próxima fechoría.
Aquellos tres engendros eran el terror del pueblo, astutos como la serpiente, inteligentes y muy atrevidos. Hijos de una familia muy "respetada", de padres "honrados" que se pasaban toda la noche "rezando" por todos los pecadores del mundo para que Dios destruyera las ataduras del diablo.
El anciano no podía resistir el placer de contar cada billete varias veces. Aquel contacto divino que le hacía vibrar de emoción, los acariciaba, a veces les guiñaba un ojo al Presidente y le hacía un gesto burlón. Se vestía como el Tío Sam porque era estadista-republicano y se sentía orgulloso de ser"miembro fundador" de su glorioso partido Nuevo Progresista. Les pasaba las manos una y otra vez, los planchaba cuando estaban arrugados y descoloridos.
Amaba a Lincoln, a Jefferson, a Hamilton, A Washington. Los amaba a todos con un inexplicable delirio. Tenía la bandera americana izada en el pilar de su cama y todas las noches, antes de acostarse y rezar su rosario, escuchaba el himno con tanta reverencia que su mujer creía que las neuronas de su cerebro se estaban quemando.
Alguos creían que aquel ser loco era la reencarnación de don Quijote de la Mancha. Inclusive hablaba como él cuando en el kiosco de Crispo discutía y defendía su ideal con vehemencia.
Esa noche no cabía en su traje del Tío Sam, era una noche de celebración, su colección había aumentado unos cuantos miles de dólares, obtuvo el primer premio de la lotería.
En el otro cuarto dormía su esposita, su mujercita como la llamaba con su boca ataponada de tabaco hilao, un espectro humano, un esqueleto en vida, seca como un bejuco, desgraciada, con sus ojos hundidos. Era una sombra de lo que había sido en su juventud, la mujer más bella y codiciada de la ciudad.
Estaba enferma, apenas podía respirar, hacía algunos minutos que acababa de inhalar el último soplo de su Proventil. Sus medicamentos se habían terminado, no tenía pastillas para controlar aquella ingrata enfermedad que la acababa a paso de tortuga. ¡Hasta el día tres del mes no tendría dinero!
__¿Qué sería de mí sin esos chavitos del seguro social.-a veces comentaba delante del viejo-
A puntillas, impregnada de misterios, espíada por Diana, acompañada del lamento del río que se movía como una serpiente por el centro de la ciudad; mientras los perros callejeros corrían como locos por todas partes. Arriba las estrellas vigilaban el sueño de los débiles y los sufridos.
Cerca de la iglesia apareció la perra más solicitada del pueblo, detrás de ella el cortejo, una pandilla de hambrientos canes, anciosos por "darle para abajo", locos por hacer suya a la pequeña meretriz canina.
Era una perrita graciosa, juguetona, lista; sabía lo que era hacer sufrir a sus pretendientes, selectiva, no le gustaban los perros pequeños, siempre deseando la presencia de su can azul, el príncipe de sus sueños; mientras esperaba tenía que mantener a raya a aquella jauría de satos que la acosaban sin piedad por todo el pueblo.
Mientras tanto los hermanos repetían cada uno de los pasos del plan. No fallarían esta vez; no volverían a cometer los mismos errores anteriores; había mucho dinero que contar, mucha lana para comprar suficiente droga para mantener aquel vicio que les afixiaba, ya no podían contar con lo poco que le roban a su padre, pues éste, se había dado cuenta e hizo desaparecer el dinero ocultándolo.
Crono corría veloz, a intervalo se escuhaba el aullido de un perro que atemorizaba; el concierto nocturno de los insectos, el sonar de una bocina; a veces se veía el resplandor de una estrella fugaz que cruzaba el firmamento; la luna entraba su negro manto.
La vieja Jacinta tenía una tos deseperante, la enorme masa de flema pestilente la ahogaba; el fuerte pito se dejaba escuchar desde lejos, casi no podía respirar, sus débiles piernas estaban inmóviles, hinchadas, maltratadas por el tiempo y la enfermedad; buscaba aire, respiraba profundo; respiraba con angustia. Se acercó a la pequeña ventana y la abrió. Buscaba aire, un poco de oxígeno; un extraño color a muerte se apoderó de su piel.
__¡Alturo!¡Arturo!, por Dios, ¡Ayúdame!... No puedo más, no puedo respirar, Me muero!-gritaba impaciente la anciana moribunda-
La alfombra de billetes de todas las denominaciones cubrían el piso sucio del cuarto del avaro. Los colocó uno al lado del otro. Era un tapiz cuadriculado. Colocados en forma ascendente con las caras de los presidente hacia abajo.
El tacaño ser se colocaba en diferentes ángulos de su cuartucho y durante varios minutos, horas y hasta días completos se pasaba observando aquel glorioso y estimulante espectáculo, aquel paisaje de delicias.
En sus ojos se reflejaba una chispa de gozo, su risa irónica. Colocó su dedo del corazón sobre sus labios tránsidos formando cuatro ángulos rectos; formando la cruz de la cicatería. Caminó en puntillas y se acostó sobre aquel improvisado prado.
Con una tijera en sus mano, levantaba, como hábil cirujano que realiza una operacón en el cerebro, los billetes comenzando por el más pequeño; luego los de cinco, diez, veinte, cincuenta y cien. Así pasaba los minutos, las horas y hasta los días completos. Los conocía como a los dedos de sus manos. Les tenía nombre a cada uno de ellos, aquella manía tenía su fundamento bíblico:
... Y le daré una piedrecita blanca
y en la piedrecita escrito un nombre
nuevo, el cual ninguno conoce sino
aquel que lo recibe. Apocalípsis 2:17
Conversaba con los presidentes.
__Sí, Sr. Presidente. Usted hizo lo correcto cuando lanzó la bomba sobre Hiroshima. Le decía esto
a Washington ignorando la historia.
__Sí, Sr. Presidente. Es hora que la nación acepte que somos visitados por extraterrestres submarinos.
Durante horas aburría a la concurrencia con aquella zafra de disparates. Les hablaba de sus periodos presidenciales, de sus chillas y romances oculto, de sus consultas astrológicas. Pasaba casi toda la noche ensimismado, absorto, enajenado del mundo, desconectado de la realidad.
Los hermanos se levantaron muy asustados, alguien los estaba espiando; escucharon varios ruidos detrás de la antigua estructura, uno de ellos, el Mono descubrió que se trataba de la perra Marcola que saltaba de gozo mientras su príncipe, "le daba para abajo" como un endemoniado.
Un paso en falso de uno de los muchachos hizo que la perra empezara a ladrar. El enojado can, por la interrupción inoportuna, que le privaba de aquel placer de los dioses de perralandia, se lanzó enfurecido contra el Mono; éste al verse amenazado, sacó su revólver y le voló la tapa de los sesos, dejando una enigmática mancha de muerte en Marcola que logró separarse de su amante y escapar de una tragedia segura.
Temerosos por el disparo salieron del lugar; se fueron calle arriba; mientras se movían sigilosamente y repasaban el plan que llevarían a cabo.
__¡No quero errores esta vez!-exclamó molesto, Francisco-Si no damos el golpe hoy, jamás lo lograremos.
El concierto de ladridos les sacó de su plática. Allá iba la coqueta reina de los callejeros canes, con su tatuaje de sangre y el rabo entre las patas, como rayo que surca el horizonte, detrás la caravana, la masa, la jauría de perros insatisfechos la perseguían, pero ella volaba para defender su honor y olvidar su pesadilla.
El disparo había puesto nervioso al huésped del cuarto de los dólares. Se levantó, inquieto, con una sensación de angustia, temeroso de que lo volvieran a asaltar.
__La culpa de la criminalidad la tienen los populares y doña Trina- vociferaba entre dientes-
Clavó su vista a través de la pequeña persiana cubierta de unos barrotes de puerta de presidio. Como un radar visualizó el panorama. Respiró profundo. No había nada porque preocuparse.
Del cuarto de su mujer salía un insoportable olor a muerte; pero él estaba en un estado de éstaxis causado pr quella hilera de billetes que cubrían todo el piso de su ratonera.
Los jóvenes caminaban inquietos, meditaban, retocaban sus planes, todo estaba cuadrado, aquello estaba "talao", no habría diablo que librara a su presa de aquél último golpe que habían concebido bajo los efectos de la heroína.
Saría un golpe rápido, sin pensar en las consecuencias, el viejo vivía solo, sin familia, sin herederos, sin vecinos, sin amigos, sin Dios. Sólo querían el dinero, respetarían la vida de don Marcos, pero si las cosas se ponían difíciles, aquella navaja de barbero resolvería el problema...No querían tiros, ni ruidos...sino silencio, dinero, droga.
Sin embargo, nuevamente el destino les jugó una mala pasada. Cuando estaban cerca de la casa del objetivio una patrulla de policía los asustó. Los guardias iban en dirección de la casa abandonada. Estaban nerviosos. No podrían dar el golpe esa noche. Podrían sospechar de ellos si cometían el robo planeado.
Molestos, enojados por la estupidez del Mono de hacer aquel disparo que mató al can, se dirigieron a su casa.
Se acercaron, sus corazones palpitaban con intenso ritmo. Como siempre, no querían interrumpir el sueño de sus padres. Apesar de sus problemas amaban a sus progenitores, con mayor entrega a la viejita, quien siempre los defendía de las maldiciones del "amargao", como apodaban a su padre.
Un quegido que salía del alma de alguien les llamó la atención. Buscaron alrededor de la casa. Allí, la perra Marcola quería arrancar la puerta de la cocina, lloraba como una persona, sabía que su ama se encontraba adentro y no le abría la puerta como de costumbre.
Francisco se colocó la mano en la cabeza. No vaciló ni por un segundo. Se abalanzó sobre la débil estructura y dio con la puerta al piso. Los tres delincuentes corrieron al interior de la casa. Pasaron por la sala y cuando abrieron la puerta del cuarto de su anciana madre...yacía con sus ojos abiertos, sus manos extendidas y su envase de Proventil apretado entre los dedos de su mano derecha.
El Mono gritó, como un animal herido, sofocado por el calor y la desesperación corrió hacia el aposento de su padre, le dio una patada a la puerta y ésta cedió y abrió.
A las tres de la madrugada llegó la policía...
El cuerpo del cicario tenía un certero tiro en la frente que lo mató intantaneamente.
Cerca de la ventana, el fiscal observaba un billete de cien dólares que tenía un roto en el centro de la cabeza del presidente y cerca del cadáver de la anciana, la perra Marcola lloraba sin cesar con una zapatilla en su boca.
EL CUENTO ME PARECIO MUY BUENO. MANTIENE AL LECTOR EXPECTANTE Y EL FINAL ES DE LO MAS INESPERADO. ME ENCANTO.. FELICITACIONES AL AUTOR Y ME GUSTARIA ESTABLECER CORRESPONDENCIA CON EL, SI LO DESEA. SALUDOS, FP