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Cien gotas de magia

A través del cristal del viejo citroen, Dunot podía ver cómo el cañón del panzer apuntaba lentamente hacia él. Antes de que fuera demasiado tarde, abrió la portezuela del coche y saltó a una pequeña callejuela que había a la derecha.
Un segundo después un obús impactaba contra aquél. Algo conmocionado, el espía se levantó y sin darse tiempo para ver cuál había sido el resultado del ataque, echó a correr por la nueva calle. Instantes después salía a una plaza circular con terrazas y coquetos toldos de colores. Después de echar un vistazo al lugar, tomó "prestada" una bicicleta que había junto a un farol y se encaminó, guiado por los carteles indicativos, hacia el final del pueblo. De pronto, cuando estaba a punto de dejar la plaza, un motorista alemán apareció por una de las entradas. Éste, al verle, hizo ademán de levantar su subfusil, pero no pudo hacer nada porque alguien, oculto entre la gente que abarrotaba una terraza, le disparó al pecho.
Dunot, agradecido para sus adentros, huyó de allí mientras el nazi se agitaba agonizante en el suelo.
El hombre de la terraza se acercó a éste y tras mirarlo durante unos segundos le remató. Después tomó su arma y echándola a una alcantarilla volvió a su mesa.
Tras tomar un sorbo de su copa, sacó del bolsillo un pequeño reloj con una inscripción grabada que decía: Philip Andrews McLaughan.

Lejos de allí, en los bosques que circundaban la carretera, un humilde leñador había caído en una trampa para animales. Un lobo acertó a pasar por allí, un animal que días antes él mismo había salvado, pero no quiso ayudarle, y lo dejó allí moribundo. Fueron tan desgarradores los últimos gritos del pobre hombre que se oyeron al otro lado de los bosques, en las montañas nubladas y peligrosas, donde, en medio de la inexpugnable foresta, una mujer valiente a lomos de una montura que compartía con su esposo enfermo, cabalgaba hacia las olvidadas cimas en busca de una mítica flor que según contaban le devolvería la salud.
Después de un ascenso largo y penoso, llegaron al anochecer, y entonces, bajo la luna y las brillantes estrellas, la mujer recogió la ansiada flor y pudo curar a su amor.
Mientras se besaban llenos de felicidad, algo cruzó por delante de la luna. Era una mujer, la infernal Sorgina Ane Mari, que paseaba junto a aquellos niños que mucho tiempo atrás arrancó de los brazos de su padre, Ander y Jon.

Al alba, el sol empezó a borrar con su luz la lugubrez de la noche. Xochitl, tumbada sobre su jergón, parpadeó molesta ante la claridad que penetraba por la puerta de su casa. Resignada a no poder seguir durmiendo, se levantó y buscó a sus padres, pero parecía que éstos habían salido. Nerviosa, los buscó por toda la aldea pero tampoco estaban aquí. Entonces partió hacia Chapultepec, creyendo que allí sí que los encontraría. Sin embargo tampoco en la Colina de los Saltamontes los halló. Lo que si encontró fue varios cadáveres de soldados, entre los que había uno que parecía haberse matado sólo. En una de las manos de éste había un pequeño collar de cuentas de jade, reluciente bajo el sol azteca. La niña lo recogió y, a regañadientes, partió hacia la ciudad, donde sabía que no podía ocurrir nada bueno.

Lejos de aquella gran urbe refinada y a la par bárbara, en la costa, un joven llamado Tom Silvers observaba el azul océano sentado sobre el mustang de su amigo. De repente, junto a una torreta de salvamento, vio a Sue Harson, una hermosa chica del instituto, discutiendo acaloradamente con la frívola y arrogante jefa de animadoras Caroline Delors.
Iba a separarlas cuando la imponente visión de cuatro buques de guerra navegando paralelamente al litoral le llamó la atención.
En el puente de mando de uno de estos colosos, el Capitán John Maverick trazaba con un compás la ruta que habían de seguir hacia las aguas de Costa Rica.

Después de observar la lejana silueta de los buques durante un rato, Silvers se fijó en un águila de cabeza blanca que sobrevolaba el aparcamiento. De alas elegantes y pecho orgulloso, el hermoso ave comenzaba un largo viaje hacia las grandes y lejanas llanuras donde la hierba crecía alta y los arapahos cazaban bisontes. Precisamente, el día que acabó su odisea, un grupo de jóvenes cazadores se disponía a atacar a una confiada manada de estos animales. Ante la atenta mirada del pájaro, uno de ellos, llamado Sol Que Reluce, salió sigilosamente de la espesura y con la agilidad de un felino ensartó su aguda lanza en el costado de un animal. Pero antes de que sus compañeros pudieran seguirle, la negra y humeante silueta del ferrocarril apareció al fondo de la pradera haciendo tanto ruido que espantó a los bisontes.
Sobre el techo del caballo de hierro, saltando de vagón en vagón, Wolfgang Stimmt perseguía al odioso Peter Strumpfhose.

Al otro lado de las pedregosas montañas que limitaban la pradera de los arapahos, una muchacha llamada Irina corría a través de un siniestro bosque perseguida por unos lobos. Cuando creía que las bestias iban a alcanzarla, vio un viejo molino. Corriendo con todas sus fuerzas, llegó hasta él y entró dentro. Afuera, como si nunca hubieran estado, ya no se oía a los lobos. Intrigada, echó un vistazo a través de una rendija. De pronto sintió que algo le tocaba el hombro. Estaba a punto de gritar cuando escuchó una voz humana, la de un hombre concretamente. Se giró y vio ante sí a un apuesto joven, que portaba varias estacas de madera ensangrentadas y que decía llamarse Domenico Brindisi.
Después de tranquilizarla con dulces palabras, salieron del molino. Delante de ellos, una joven con la cabeza cubierta por un pañuelo rojo, atravesó el bosque montada en su corcel.

Asomado a una ventana de su castillo, Javier Piruleta echó un vistazo al extenso páramo, en cuyo centro reposaba el molino. Después se sentó a una gran mesa alargada y comenzó a comer una tarta de queso que habían preparado sus cocineros esa misma mañana. Sentado a esa mesa también estaba el infante traidor, que desde hacía días vivía bajo la protección de Javier, con mentiras por supuesto. Mientras tanto, su esposa, la hija del duque, lo buscaba sin descanso después de que huyera de la batalla que él mismo había provocado. Al fondo de la habitación, apoyado en la pared, el mosquetero Eduard de la Sarte miraba entretenido una reluciente máscara del Carnaval veneciano.

Llegó la noche y con ella las sombras acechantes. Annie y Joana, a tientas en la oscuridad, buscaban aterradas una trampilla que les condujese a saber quién o qué había lanzado ese desgarrador grito hacía rato. De repente, una piedra con un papel pegado atravesó volando la ventana. El oficial de Hot Springs, algo aturdido, cogió la piedra y tras leer lo que ponía en el papel, salió de la casa. Durante su viaje a la comisaría, se topó de frente con un niño llamado Adam, que deambulaba asustado por en medio de la calzada. El oficial lo recogió en su coche y lo llevó a la comisaría, sin saber que estaba siendo observado por ojos infernales.

Ojos rojos y malvados como los de la bestia que según vanamente relataba un detective de la localidad, campó hace no mucho por las dependencias del viejo caserón de Hill Roads 904. Aparte de esto, la casa fue famosa por otra cosa, y es que en la carretera costera que rodeaba esas colinas fue donde el malogrado inventor de la Inhibasa Varadze, encontró la muerte la misma noche que acabó su investigación.

Apoyada en el alféizar de su ventana, Shirley Banks "La Tigresa" miraba cómo el coche patrulla se detenía ante la jefatura de policía, ignorando por completo la noticia que estaban dando por televisión sobre un chino que después de perderse en el Himalaya había encontrado una tumba egipcia.
Ese mismo hombre, Lei Wong Fa, contó además que poco después de estrellarse vio sobre la misma montaña, a un niño pequeño charlando amigablemente con un muñeco de nieve al que llama Elurtxo.

El sol, ocultándose ya tras las montañas, marcaba el fin de una jornada más en el largo viaje del rey Dorian a la tierra de los Hombres, pero pronto amanecería y los Mwanga encontrarían al Mono de las Estrellas, Argia partiría en busca de su traviesa sombra y la pequeña Josephine, empeñada en que aquellos hombres malos no le robarían jamás su muñeca, conocería por fin la libertad para ella y para los suyos.
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