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Cinturón de seguridad

~Con mis bellos andares avanzo por el avión hacia la cola, 300 pasajeros, 300 miradas a las que desperté el interés por conocerme. Soy bello, transmito inteligencia y pureza. A lo largo de la bóveda de plástico las hileras de focos se vuelven hacía mi, me iluminan porque me reconocieron como a un igual. Soy personaje de ficción echo realidad, el centro de la atención. Un rollizo bebé oriental, desvergonzado, todavía sin el pudor de los demás me sigue con los ojos bien abiertos por esta pasarela, fuerza el cuello a mi paso, abre y cierra la mano repetidamente. Un musulmán rezando ante la puerta de emergencia pierde ligeramente la orientación. Me paro en el 70J y con movimientos armónicos saco de la mochila una novela, la libreta y un bolígrafo. Me siento, me abrocho el cinturón. Respiro hondo mientras por las pantallas proyectan el protocolo de seguridad, debo prepararme para el momento mágico. Despegar es deshacer complicados nudos, cortar duras ataduras. Las turbinas rugen, el lomo se pega al respaldo, volamos, me alejo. Las farolas de la ciudad que me hospedó por un tiempo lloran mi ausencia, intensamente. Para ellas soy un hermano que las ayudaba en la tarea de iluminar rostros. También soy luz, y espejo. Reflejo lo mejor de cada uno. Mientras hablan conmigo absorbo la parte que no les gusta para quitarle lo que sobra, añadirle lo que le falta, darle brillo, devolverla mejorada, y se sienten bien, no les pedí nada a cambio. Ni cuenta se dan, que más da. Soy generoso, cálido diamante imantado. Leo, necesito distraerme y para relajarme pido una botella de vino blanco. Cierro el libro, la pasajera del 70I lleva un rato queriendo hablar conmigo. Le sonrío. Su rostro se ilumina. 76 años, pelo blanco, dientes postizos, honestos ojos azules. Que le recuerdo a su nieto, tristemente fallecido a los 7 años. Cuéntame como era. Se llamaba José, José Sauro, un niño hermoso. Movía la cabeza de un lado a otro, como si no pudiera creer todavía lo hermoso que era José. Tenía dos ojos como dos soles a veces, dos lunas otras. Su estado de ánimo variaba, siempre atento al de los demás. Imposible esconderle las emociones. Si un triste pensamiento ocupaba mi mente enseguida quería saber. Lo tuve en casa a menudo porque mi hija se separó y por trabajo viajaba durante largas temporadas. Nunca dejaba nada en el plato, no pedía golosinas al salir del supermercado, en el parque cedía el columpio a los niños que deseaban columpiarse, ayudaba en casa, obediente, para todos tenía una sonrisa y un beso, siempre respondía que estaba bien, nada quería. Le preocupaban las personas. En la calle miraba a la gente, la curiosidad iba de uno a otro y preguntaba, mucho, que donde va tan deprisa el hombre de uniforme, porque esa pareja se grita en el coche, porque el hombre tumbado entre cartones está tan triste, porque esos estudiantes ríen tan fuerte saliendo del bar. Recuerdo que le organicé una fiesta sorpresa de cumpleaños cuando cumplió los siete. Al llegar de la escuela le dije que fuera a ver al vecino que le tenía un regalo. Cuando regresó los compañeros salieron de donde estaban escondidos y le gritaron felicidades, lanzaron confeti, lo rodearon haciendo un corro, le cantaron. Sorprendido, con los ojos sol dijo gracias. Que contento estuvo toda la tarde. Estuvieron jugando, riendo, pasándolo a la grande. Fue un magnífico anfitrión. Lo adoraban. Llegó la hora del pastel y de pensar un deseo, apagué las luces, siete velas rojas le iluminaban la cara . Sus ojos se volvieron luna y se hizo el silencio. Pasaron los minutos, las velas se consumían, algunos compañeros empezaban a impacientarse. Las sopló, la fiesta continuó. A mi hija le desesperaba que José no tomara decisiones. Que nunca se decidiera, si prefería un tipo u otro de pantalones, si grises o verdes, ir al cine o al parque, el canal uno, dos o tres de la tele. Se ponía muy nerviosa cuando me lo contaba, es que todo le da igual se quejaba. Lo criaba sola mi hija, tomaba todas las decisiones y hubiera querido un poco de ayuda por parte de José, al que todo le parecía lo mismo. Semanas después de la muerte de José, fui a ver a mi hija, todavía encerrada en casa, sin moverse del sofá, viendo tele día y noche y sin apenas comer. Paré en el supermercado a comprarle algo. En la sección panadería la dependienta me dijo que atendió a José antes de su muerte. No podía olvidar lo sucedido. Mi hija traía de la sección de congelados una bolsa de filetes de merluza, pidió una barra de pan y le preguntó a José si quería cruasán de crema o palmera de chocolate para la merienda. José miraba ambas pastas, como tu quieras mamá. La dependienta me contó que mi hija se puso muy seria. No José, decídete, quieres cruasán o palmera para la merienda. Se acercó al mostrador, se concentró. Pasó un buen rato. Y ahí seguía, de pie, inmóvil, reconcentrado. José, es para hoy, le gritó. No sé mamá, me da igual, con la nariz pegada al cristal pasando un mal rato, bloqueado. Pasó el tiempo. Una palmera, recién horneada, la dependienta puso fin, y me contaba emocionada que José abrazó a su madre, y que por un poro de la bolsa de los filetes ya descongelados se manchó la camiseta de agua de merluza. Mi hija con un mal gesto, resoplando, lo apartó. José con ojos luna nueva y la cabeza gacha la siguió. Nunca se lo he contado, suficiente pena tiene la pobre. Era un niño especial. Y como se encuentra tu hija. La he perdonado. La abuela echa hacia atrás el respaldo, suspira, cierra los ojos, cruza las manos. Abro de nuevo el libro y sigo leyendo. Un penetrante olor de comida recalentada precede a las azafatas empujando esos feos carritos metálicos. Pollo o pescado preguntan. Escojo pescado y otra de vino blanco. Me lo como todo. Le doy vueltas a mi destino, a mi llegada que al instante se convertirá en el mismo punto de partida. Sin descanso, hasta lo más insignificante exige un gesto final que es otro principio. Parpadeo para lubricar la córnea, continuo punto y aparte para las pupilas. Exhausto me levanto para pedir otra de vino blanco. Los pasajeros se acostumbraron a mi presencia y también se encuentran envueltos en sus destinos, gestos finales, puntos y apartes. Aún así consigo con mis bellos andares un buen puñado de miradas, que me presten la atención que me merezco. Sale del baño un tipo con bigote. Me dan la botella, le sonrío al tipo, se le ilumina el rostro. 60 años, calvo, corto de estatura y delgado, ojos verdes salpicados de tonos ocres. Se sienta en el 15J, y buscando un baño libre llegó hasta la cola del avión. Es director de instituto y le recuerdo a un estudiante. Cuéntame cómo era. Se llamaba José, José Sauro, un adolescente hermoso tristemente fallecido a los 15. Movía la cabeza de un lado a otro como si no pudiera creer lo hermoso que era José. Tenía dos ojos como dos soles a veces, dos lunas otras. Desde el primer día de curso me fijé en él cuando entró en el salón de actos durante la presentación del curso. Brillaba con una fuerza misteriosa, inteligente, frágil y auto suficiente, que despertó la curiosidad de los 300 estudiantes junto a la de los profesores mientras tomaba asiento y nos miraba a todos. Al poco tiempo de empezar el curso José demostró que era diferente. Lo adoraba, un ser bello y puro, inteligente, siempre gentil y atento, de buen humor, con sus ojos sol y su amable atención daba seguridad a sus compañeros e iluminaba las miserias de la rutina de un director de instituto. Interesado por las asignaturas de letras siempre quería saber los motivos de los rumbos vitales que tomaban las vidas de autores y personajes históricos. Nunca fue posible darle una respuesta que le satisfaciera. José, no estuve en la corte de Carlos V, sigamos adelante, o José, no tenemos una máquina del tiempo para que puedas entrevistar ahora a Quevedo, sigamos adelante. Estudiaba para aprobar las materias. Sorprendía por su habilidad en los exámenes para encontrar el equilibrio justo para pasar a los siguientes. Enseguida le cogió el truco. Todavía con cuatro años de instituto por delante empezó a aburrirse, y a beber. Una mañana, tomándome el café en el bar, entró con sus ojos sol, dijo buenos días, se sentó en la barra, pidió un tinto, saludó a los compañeros, cogió el periódico y leyendo la portada, asombrado soltó una exclamación, increíble, añadió. Los compañeros de clase preguntaron por la noticia. Absorto no respondió, siguió leyendo. Algunos se impacientaron, intentaron arrebatarle el periódico que con manos resueltas tenía bien agarrado, lo menearon entre bromas, no se inmutó, releyendo la misma página una y otra vez. A cinco minutos para empezar las clases, los estudiantes se fueron. José siguió clavado en el artículo. Le puse la mano en la espalda, José, es la hora de ir a clase. Me miró con sus ojos luna, se levantó para fumar un cigarrillo fuera. Empezó un nuevo curso. A José se le veía cada vez más solo, más aburrido. Faltaba con regularidad a las clases, ausente en las que asistía, dejó de preguntar, de tomar apuntes. Aún así seguía pasando los exámenes. En las reuniones de profesores su tutor, comprometido pero inexperto se quejaba de José con frecuencia. Que le daba fastidio, un talento así desaprovechado. Se preocupaba por josé al que sin embargo todo le parecía lo mismo. A las tres semanas de la muerte de José, tomándome mi café en el bar, la camarera, aprovechando que estábamos solos me dijo que lo atendió antes de su muerte. No podía olvidar lo sucedido. Estaba como de costumbre sentado en la barra, a media mañana, con su copa de vino tinto, leyendo una novela. Entró el tutor blandiendo unos papeles en la mano, con cara de enojado. Ya me da igual que no vayas a clase, pero hace media hora que te espero para comentar los resultados del test psicológico y de orientación laboral. Y el tutor le mostró una hoja con lo que parecía el dibujo de un puerco espín deforme. Felicidades, continuó, el psicólogo me ha comentado que éste es el gráfico nunca antes visto en este instituto. Lo tienes todo. Eres inteligente, un gran auto control y además eres un torrente de emociones y contradicciones, en resumen, el potencial para lo que te propongas. La camarera, que quería a José con locura y del que siempre hablaba bien me dijo que José, se lo miró con calma. Dime. Y el tutor prosiguió, rabioso. En la vida, en este mundo, puedes tomar el camino de la mediocridad o el camino de la excelencia, y que para este último debes decidirte. De ti depende. Una lástima que hasta ahora tus mediocres resultados académicos muestren a las claras qué camino has tomado, basta, cambia. Los ojos de José se volvieron radiación, solar. Estoy creando un mundo paralelo y una vida echa de mi mismo en los que estar a salvo. Se levantó para irse. El tutor intentó retenerlo, con un gesto torpe le derramó la copa de tinto en los pantalones. No te preocupes dijo José, no es nada. Y se fue. A todos nos afectó su muerte. El director se calla, me mira. Le sonrío, le doy la mano y las gracias por contarme la historia del joven Sauro. Mi turno, me metí en el baño, a un palmo del espejo, me veo viejo, ojeras tremendas, oscuros poros en la piel cansada, dientes amarillentos, pequeñas cicatrices, ojos turbios con una fina aureola grisácea en el perímetro del iris, bronquios cargados de nicotina insuflando mi nariz. Una sombra de lo que fui. Y todavía me gusto. Regreso al asiento, las piernas entumecidas, me abrocho el cinturón. La viejecita sigue durmiendo, la cubro con la manta. Tomo apuntes en la libreta de lo que me contaron de José Sauro, esmerándome en la caligrafía, en escribir las lineas derechas, conservando la proporción en el interlineado, con el cuidado que se merece un muerto, la memoria de un muerto. Con el punto y final los focos de la bóveda de plástico se apagan, hora de dormir. El avión se abre camino por la bóveda, la celeste, millones de estrellas no son suficientes para desviarlo. Traza una línea recta de un punto a otro punto. Tiene su cometido y lo cumple a la perfección. Estoy agotado, reclino el asiento, cierro los ojos, me arden, me ahogo. Los abro. Ella. Hermosa mujer que todo lo iluminaba, otra farola, generoso espejo y cálido diamante imantado con la que compartía la calle, la casa, la vida. Falleció hace tres semanas, duro golpe. Increíble. Éramos dos farolas andantes que crujíamos curiosidades, doblábamos voluntades, esquivábamos mezquindades, echábamos la red y pescábamos a placer. Almas paralelas. Cuando perdí a mis familiares traté de no apegarme a las personas, me hice una coraza para que la muerte de los demás no me dañara. Y han muerto tantos que debería de estar acostumbrado, sin embargo, esta vez, su ausencia arde como nunca. La conocí en el centro de menores donde acudía como voluntario los fines de semana organizando actividades que sacaran a los niños de la rutina. Entró también como voluntaria, nos reconocimos al instante, la colisión de nuestras miradas fue atronadora, reconfortante, esperanzadora. Como vivíamos en pequeños estudios alquilamos un apartamento y lo convertimos en un verdadero hogar donde planeábamos y ejecutábamos, hacíamos el amor. Pero algo siempre me molesta en esta vida y en las temporadas en las que el fastidio es insoportable bebo. Me echaron del trabajo, por unos meses vivimos de su sueldo de profesora de informática en la academia. Intentó ayudarme con cariño, argumentos, la pasión de quien cree que hay solución. Nada, yo a lo mío, al que todo le parecía lo mismo. Y falleció. El mismo día en que la impaciencia y la frustración aparecieron en su rostro, desfiguradas en odio y desprecio. Tres semanas ocupado con los preparativos de mi viaje, recomponiendo la coraza, jurándome que no vería morir a nadie más. Ya bien lejos, deshechas las ataduras no puedo cerrar estos ojos sol y luna porque me arden. Ella, como pudo morir exclamo. Y los demás. Atrapado en recuerdos me retuerzo en el 70J hasta que la bóveda de plástico se prende, los focos me reconocen y el capitán anuncia el descenso mientras las azafatas reparten las tarjetas de inmigración para rellenar. No sé. La viejecita coge las tarjetas y escribe, que me llamo José Sauro, que soy escritor y que sí que tengo que declarar, tanto. Tú dale, me sonríe, sin conseguir iluminar mi rostro. Aterrizamos. El rollizo bebé oriental, el fiel musulmán junto con el resto de los pasajeros desembarcan, me desean lo mejor. Llego y ya estoy partiendo. Cansado, quiero olvidarme de parpadear. Ya no queda nadie más en el avión. Me desabrocho el cinturón, meto mis cosas en la mochila, con la tarjeta de inmigración en la mano avanzo por el avión, con la cabeza gacha, mis bellos andares, y mi promesa de mantener a salvo mis próximas ataduras indefinidamente.

 

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