En la ciudad encantada de las mil maravillas, había espejuelos por toda la orilla del rió que la cruzaba que descendía de la serranía.
Sierra bella aquella donde el río nacía, era la sierra perfecta para descansar y disfrutar del aire puro de allá y una gran tranquilidad perfecta. Era hermosura toda ella, era acogedora. Daba gusto subir a ella, pues la paz se encontraba cuando en ella se estaba.
El dulce trinar de los pajaritos encantaba. El airecillo suave refrescaba, más al caer la noche pues de más paz aún se disfrutaba. El sol alumbraba todo el día, como si fuera un ascua calentaba y daba alegría cuando sus rayos lanzaba. Era una naturaleza perfecta que encantaba como la misma ciudad que ella parecía que amparaba.
Desprendida parecía toda la serranía, pero desprendida no era como se creía. Ella parecía cobijar pero lo que en realidad quería era mandar. Ella quería ser grande y en realidad lo era, Ella quería ser fuerte y en realidad lo era, ella quería ser hermosa y en realidad lo era, pero no era más que esas tres cosas, pues la paz que allí se encontraba no la daba ella, la paz la encontraba el que llegaba, pues con alegría subía y con esperanza puestas en pasar un buen día en aquella naturaleza perfecta.
La sierra aquélla era envidiosa, miraba a su alrededor y se preguntaba ¿es que no soy la más hermosa? Y sí lo era como ya os digo, pero exteriormente, por dentro no valía nada. Ella quería ser siempre la primera, no quería que aquella ciudad encantada de las mil maravillas resaltara más que ella y por eso se vestía con tan bonitos colores y aparentaba ser desprendida, pero no tenía nada de desprendida.
Ella se beneficiaba del sol, ella es la que disfrutaba siempre del lindo trinar de los pajarillos, a ella le alegraba el agua que nacía allí y bajaba haciendo un río para pasar por la ciudad encantada que ella miraba con rabia y con desafío, porque la pobre ciudad tan maravillosa era que se conformaba con todo lo que ella no quisiera, agradecía el agua que ella le mandaba, no se la mandaba se la daba porque le sobraba. Admiraba su grandeza y su fuerza porque ella se creía pequeña y desamparada, admiraba su belleza porque ella se creía fea, pero que iba a ser fea y pequeña, desamparada sí estaba porque la sierra solo le daba lo que a ella le sobraba.
Pero un día la ciudad se dio cuenta al mirarse en los espejuelos que adornaban el río que no era tan fea ni tan pequeña. Entonces le preguntó a la sierra ¿cómo tu sierra, no me has dicho nunca que yo no era tan fea, porque me estoy dando cuenta que no es tan fea mi silueta? Ayudarme habrías podido a sentirme contenta ¿por qué no lo has hecho le preguntó con tristeza? Pero sus preguntas no tenían respuestas, la sierra soberbia no quería contestarle siquiera.
Pero la luz alumbraba la ciudad aquella porque humildad tenía y sabía estar contenta con todo lo que recibía aunque fueran las sobras de la sierra.
Por eso era encantada porque encanto tenía, y maravillosa porque tenía las mil maravillas de las personas hermosas que allí residían.