Por
Gerardo Oviedo
Empezaré desde el principio. Mi universo se compone de cosas pequeñas, insignificantes, como las playas se componen de arena y que sin esos pequeños granos serían solamente mar y nada más, sin orillas que contengan su inasible agua. Así fue la tarde en que regresaba con el lienzo bajo el brazo y pensé que no pasaría nada, y de repente, sobresaltado, vi caer el cuerpo de Argelia desde el cuarto piso donde tenía mi departamento. Su cuerpo aterrizó sobre el concreto. No pude decirle a la policía si venía de pie o de cabeza. Ellos sugerían que si venía de pie, era probable que se hubiera suicidado, lanzándose al vacío. En cambio, si venia de cabeza, quizás se tratara de un asesinato.
Viniera como viniera el resultado fue el mismo: Argelia quedó aplastada por el peso de la gravedad a nueve punto ocho metros por segundo. Su vestido blanco con flores lilas quedó macerado por la sangre que se le reventó de las venas y le salió por la boca y los oídos una vez que el pavimento detuvo su caída.
Lo que tampoco pude decirle a la policía en un principio, fue quién era ella, si la reconocía. Ahí, con la cabeza sobre el suelo, me parecía una extraña, su cabeza desfiguradamente contrita: ¿qué quedaba de aquellos labios y aquella nariz respingona que tanto le gustaba mirarse frente al espejo del baño? Ahora era sólo un bulto serenamente callado, sobrevolado de esas miradas curiosas que se juntaban, como moscas, para ver el desastre a su alrededor. Argelia, mi pequeña, siempre recordaré la tarde en que de la escuela me preguntaste si te veías linda. Alcé la mirada del caballete y te dije que sí, que siempre estabas linda.
También las cosas insignificantes viene acompañadas, nunca solas, como mirar el reloj sin tener nada que hacer y decir que se hace tarde. Así estaba anoche, dibujando sobre el papel pequeños garabatos mientras hablaba por teléfono. Hice un cuadro y unas rayas que semejaban una calle. Después, sin borrar jamás las anteriores, el lápiz me llevó hacia una serie de círculos en la hoja; unos más grandes que otros. Dicen que Miguel Ángel podía, al igual que un tal Leonardo, hacer círculos perfectos, con el centro equidistante de la circunferencia. Pero mis órbitas eran oblicuas, achatadas; informes áreas que mi mano hacia por hacer algo mientras hablaba. Está bien, dije en un círculo a medio terminar, que haga lo que tenga que hacer, no me importa... , luego colgué el teléfono y seguí dibujando un rato más hasta que me acordé que no había regado las plantas del departamento.
El día había sido caluroso, de esos en que una espesa dilatación llueve y nos adormece los pensamientos dejándonos ambiguos. Estábamos a finales de Mayo y todavía no aparecían las primeras lluvias de verano. Esto no me importaba en realidad mucho, sólo sufría el calor que nos trasudaba por la piel y el ignoto espacio quieto, sin viento.
Mis plantas las tenía en la terraza y las regaba con manguera. Unas grandes y otras pequeñas, acomodadas en macetas de barro rojo. Ordenadas según su belleza y su color. Yo las llevé al departamento porque sabía que era sano tener vegetación en casa, sobre todo en esta época atraída cada vez más por ese epítome llamado amor a lo natural —aunque es bien cierto que fumo hasta dos cajetillas por día—. A todos los que me visitaban les resultaba sumamente acogedor mi departamento, exótico. Prorrumpían las delicias de las palmas y de los bonsái que había comprado en el mercado de flores, además, me servían al principio como modelos para hacer los bosquejos y luego las pinturas que vendía en el Jardín del Arte. Bodegones y naturalezas muertas. Paisajes rupestres que las señoras burguesas se empecinaban con el marido para comprarlas y ponerlas, tal vez, en la sala de su casa o en el recibidor y decir con un orgullo autosuficiente que tenían, por fin, arte; un arte de mil doscientos pesos, que era en lo que vendía cada tela. Y si se los llevaban con marco de madera estilo rococó, subía el precio hasta dos mil quinientos. Yo las engatusaba al decirles que era la última tendencia bizantina. Ellas quedaban atónitamente boquiabiertas y con el ojo cuadrado y se largaban felices con el lienzo abrazado a su pecho amoroso, repitiendo mis palabras, sin saber que Bizancio había caído en mil cuatrocientos cincuenta y tres, hacía exactamente quinientos cincuenta años.
Me levanté del banco y fui a la terraza para regar las plantas. La luz mercurial del alumbrado público tornasoló mi pupila negra en naranja. La ciudad era un escollo difícil de salvar. Los cables telefónicos y de luz colgaban, supremos, sobre las calles adoquinadas. Siempre las ciudades se convertían en el pretexto para los artistas, quizás por esa razón había alquilado este departamento en el centro, el cual no tenía ninguna vista maravillosa, ni hermosa, ni excitante. Sólo un par de ventanales y una fachada café cubierta de polvo, me ilustraban los despropósitos de haber soñado algún día con revolucionar el arte de lo imposible. Ese que me dolía en mi razón, donde: con palabras casuales, sabía que hay gente que nace con talento y otra que no, que alguna tiene una vocación y otra no. Pero que si un artista con arte superfluo quiere alcanzar la perfección debería ser mejor alfarero y no escultor, por vocación y no por talento. Así fue como empecé con la pintura. Mi vocación siempre fueron las leyes físicas de lo aplanado y no las del movimiento. Mi talento jamás lo descubrí, pero supongo me hubiera gustado ser escritor.
Abrí el grifo de la manguera y comencé a regar las macetas. El agua caía como siempre, estrepitosa, rítmica; sin más adjetivos húmedos que el de la propia agua. Vi las luces de un coche que venía calle abajo. Si le arrojara una maceta, pensé, ¿qué probabilidades tendría de atinarle? El auto se alejó calle arriba sin una gota de agua y sin maceta. Me sentí intranquilo, defraudado, sobre todo por esa intención que en mí no comprendo. Hay veces en que quiero hacer algo y antes de siquiera intentarlo y conseguirlo, dejo que se vaya, llenándome de un vacío absoluto. Mi madre me lo dijo una vez: Tú estás enamorado de tu fracaso, y se fue a preparar unos huevos rancheros para mi padre, segurísima de haber alcanzado el éxito total.
Terminé de regar las plantas, cerré el grifo, acomodé la manguera y miré en derredor. Las plantas deberían estar agradecidas, disculpadas por ser eso, laxas plantas verdes que no sirven para nada. Me quedé un momento más afuera. Respiré profundo, como intentando absorber la inmensidad en un sólo sorbo. La ciudad olía a cochambre. Como toda esa costumbre que se me pega en los huesos y no me doy cuenta de que apesto, sino hasta que pienso en ello. Luego entré y fui a la recámara donde una sola noche Argelia había dormido conmigo.
Casi todo arte se compone de amor sufrido. Por eso el día del cumpleaños de Argelia le regalé un libro. El Túnel, de Ernesto Sábato. Como siempre he tenido la incertidumbre de que los libros que regalo sean alguna vez leídos, decidí desde hace años arrancarles una página. Así sabré si de verdad los leyeron. Pero no produce el mismo efecto cualquier hoja: Si se les arranca la primera es posible que suceda lo mismo que con una película empezada. Uno puede verla sin mayores problemas. Una hoja a la mitad es como si fuéramos al baño o el autor dejara algunos cabos sueltos, no afecta, pero la última es imperdonable: jamás nadie quiere quedarse con la incertidumbre de saber que no llegó al final de la historia, en que acabó el cuento.
Un martes, a media noche, escuché que sonaba la puerta de mi departamento. Argelia traía el libro en sus manos. Una sonrisa disimulada cruzó mi rostro. Entró sin decir nada y arrojó el libro sobre la mesa. Yo estaba fascinado, admirado ante el despliegue de sus actos. Fortalecido por la idea de que Argelia era sensible ante la falla hermenéutica de un texto que le falta la última hoja. Cerré la puerta y fui a la cocina por un par de vasos y una botella de vino que ella a su vez, me había regalado el día del padre. Pero si yo no soy padre, le dije cuando nos encontramos esa tarde en el café del Juglar. No importa, sólo bébela a mi salud y piensa que soy tu hija.
Cuando salí de la cocina llevando el vino, Argelia ya había desaparecido. La puerta de salida se encontraba abierta y el libro de Sábato deshojado por todo el departamento. Supuse que la furia también es una expresión de amor. Dejé los vasos sobre la mesa y comencé a recoger las hojas. Es tan joven, pensé, antes de echar los papeles del libro de Sábato al cesto de basura.
No la vi durante una semana, a pesar de que la buscaba entre la muchedumbre del Jardín del Arte. En mi bolsillo llevaba la página faltante. Será un doble regalo, me alegré de mi inteligente sagacidad.
Hasta el jueves de la semana siguiente volvió al departamento. Yo estaba terminando una naturaleza muerta. Desde hacía bastante tiempo que ya no utilizaba ni la fruta ni la canasta para copiarlas en el cuadro. La memoria me servía, de tanto repetirla, para reproducirla hasta con los ojos cerrados. Matisse decía que la estatura de un artista se mide por la cantidad de signos nuevos que introducía a su arte; yo estaba plano, encogido. Todos mis signos eran viejos, oxidados; desgastados desde su nacimiento. Yo tenía la estatura de un microbio.
La dejé pasar. Se sentó detrás de mí mientras yo daba un retoque al cuadro. Píntame, me dijo de pronto. Quedé callado. Hice un trazo lento sobre la tela para darle forma a una manzana y luego me volví hacia ella. Su mirada me tocó la pupila. Bajé los ojos hacia sus zapatos, esos horribles que le gustaban tanto. No tengo tiempo, le dije mientras regresaba la mirada hacia el reloj de pared. Entonces, dijo, hazme el amor, y se quitó la blusa. El contacto del pincel en mi mano me quemó los dedos.
No hay nada mejor como tener la obra perfecta y destruirla. Tal y como la vez que escribí un pequeño poema que lo decía todo con tan poco, o eso pensé en ese momento. Me sentí orgulloso, invadido por su poesía, hasta que días después lo rompí ofuscado. La perfección, elaboré una tesis idiota esa misma tarde, está sólo en las cosas que uno no ha hecho. Luego tiré los pedazos rotos en el cenicero y seguí fumando, eso recordé de aquel día.
Ahora que veía desnuda a Argelia sobre el sillón, me levanté del banco y me le acerqué. Argelia olía a humedad. Vi sus pechos tiritando bajo su respiración adolescente, los ojos trémulos se movían indecisos entre mi cuerpo y sus pezones sonrosados. Sin decirle nada la besé en la mejilla y la cubrí con su blusa. Tú no me amas, nunca lo has hecho, me dijo y empezó a escurrirle una lágrima por esa majilla que ya había besado. Pensé que el amor era una palabra demasiado fuerte, empeñosa. No dije nada y fui a la recámara. Regresé con la hoja de Sábato. Se la extendí. Ella ni siquiera la miró. Temblaba. ¿Tienes frío, nena? Pregunté mientras la abrazaba. Ella se acurrucó en mis brazos. Ambos quedamos dormidos, sin sobras de sudor seco sobre la piel después del sexo. Acunados como las piernas cerradas de una virgen que se resiste a ser tocada. Cuando desperté la hoja estaba hecha cachitos. Me levanté y encontré sobre la mesa una nota: “Nos vemos luego. Necesito respirar”.
Cuando el viento sopla, ¿hasta dónde pueden irse las hojas de los árboles? ¿Es necesario volar tan lejos para secarse pronto? Ese otoño le di las llaves para que pudiera entrar al departamento después de que me insistió tanto. Las calles seguían grises. Argelia aparecía cada vez con mayor frecuencia. Una tarde me dijo que sus papás no regresarían a casa y que podía quedarse toda la noche conmigo. No esperó respuesta, depositó su maleta recién empacada sobre el sillón. Después fue a la cocina y oí que abría el refrigerador. Saqué un cigarro y lo encendí. El humo es un pedazo de aire asfixiado, estrangulado por los labios que fuman. Terminé el cigarro justo a tiempo cuando ella servía la cena. Me miró entusiasmada. Sus ojos cafés me derrumbaron sobre la silla y empezamos a comer. El universo tenía esa partícula infinita del detalle. Un par de quesadillas con un poco de fruta picada. Una taza de café y un poco de vino tinto. Un pan tostado untado con mermelada de fresa. Cuando terminamos, ella se levantó y fue a su maleta. Tengo un regalo para ti, dijo sonriente. Sacó un libro de pintura con un moño azul. Supuse que te gustaría, finalizó al entregármelo. ¿Qué le hacen a los cocodrilos para que estos derramen lágrimas azules? Tomé el libro, le quité el moño y comencé a hojearlo. Como lo imaginé, le faltaba la última hoja, pero no dije nada. Lo coloqué con cuidado y me levanté de la mesa. Argelia cruzó hacia mí y me abrazó. Luego me arrastró hacia la recámara y apagó la luz. Sus manos me descorrieron la ropa hasta quedar desnudo. Sentí un fuego dentro de mis venas occipitales, tal vez el vino, tal vez Argelia, tal vez todo, y con el deseo agarrado por la punta de mis dedos, hicimos el amor hasta derrumbarnos en nuestros propios abismos y quedar dormidos abrazados.
Al día siguiente desperté antes que ella. Me levanté sin hacer ruido y fui hacia la terraza. El aire de las siete de la mañana me pegó frío. Tomé la manguera y empecé a regar las plantas. No me di cuenta cuando ella llegó, sólo sentí sus brazos que cruzaban sobre mi cintura y un beso en el cuello. Desde aquí se ve toda la calle, dije por decir algo. Ella no miró, seguía enredada en mi espalda. Las nubes a veces se desbaratan en lluvia, otras sólo son deshilachadas por el viento, pero jamás una nube dura tanto. Al libro le falta una hoja, le dije después de un momento. Lo sé, contestó calladamente, ¿te gustó mi broma? Yo sé que las palabras no son crueles, son los acentos, quizás tanto como el silencio. Argelia se desprendió de mí cuando quedamos callados demasiado tiempo. Voy a prepararte el desayuno, mi amor, y se alejó hacia la cocina. Terminé de regar las plantas. Respiré profundo. La pared de enfrente seguía llena de polvo. Miré hacia abajo. Había gente que ya iba y que ya venía. Quería volar, alzar un poco los pies del suelo y elevarme. Aunque se hundió en el mar, Ícaro había sido tocado por el sol. Entré cuando Argelia me llamó.
Quiero que te largues, le dije antes de empezar el desayuno. Ella creyó no haber escuchado bien. Que era una broma de mal gusto. Sus ojos se florearon de interrogantes, de sorpresas ante las palabras menos lógicas de esa mañana y quizás de su vida entera, entonces, para despejar la niebla que la embargaba, soplé fuerte. Ya no te amo, Argelia. Haz destruido todo, continué, No puedo pintar porque me atosigas a cada rato. He dejado de crear arte por tu culpa, me molestas. Luego me levanté sin probar nada y fui a la recámara cerrando con llave. Un momento después la escuché llorar atrás de la puerta. Me llamó un par de veces, luego se cansó y oí como la puerta de entrada se abría. Salí cuando no escuché ningún ruido y empecé a comer el desayuno ya frío.
Pasaron algunas semanas y no supe de ella. Luego me comenzó a invadir la intranquilidad del abandono, lugar donde la soberbia me levanta, pero no cedo. Entonces decidí espiarla. La iba a buscar a la preparatoria. Supuse que tendría problemas porque llegaba muy tarde o faltaba cada vez con mayor frecuencia. No distinguía sus ojos, pero supuse que lloraba a todas horas del día porque el cuerpo se le fue haciendo pequeño, deshidratado, casi en la misma proporción a la palidez de su rostro. La última vez la vi, fue en la parada del autobús recogiendo piedritas que se echaba en la bolsa del pantalón. Yo estaba en la esquina escondido junto a los portales. Terminó de hacer lo que estaba haciendo y luego abordó el autobús. Yo crucé hasta media calle y vi cuando se perdieron al doblar en la esquina.
Tiempo después las tardes se me fueron diluyendo entre el trabajo de pintar para sobrevivir y los cafés con los amigos, ir al Jardín del Arte y asolearme, decirle a la gente que ahora, con las mismas pinturas de siempre, pintaba distinto, en una evolución hacia el origen de las cosas. Así se me iba la vida y no la volví a ver sino hasta ayer, cuando regresaba con un lienzo nuevo para hacer un paisaje, o una naturaleza muerta, o un bodegón, eso no importaba, cualquier cosa daba lo mismo. Supongo que ella me vio, lo supongo solamente, porque de repente oí mi nombre y un grito que bajaba muy rápido. No tuve tiempo de reaccionar. Sólo escuché el golpe brusco contra el pavimento. Luego el sonido de las sirenas y mucha gente que se arremolinaba a su alrededor. La policía me interrogó, no les conté de la llamada que me hizo su madre la noche anterior cuando dibujaba círculos imperfectos, reclamándome la salud de su hija, sólo les dije que me parecía que ella estaba un poco loca y que no me importaba. Ellos movieron la cabeza y cerraron el caso. Cuando me dejaron ir, regresé a mi departamento dando tumbos con mis pies sobre la acera, subiendo las escaleras que ahora me parecían interminables. Y aquí he permanecido todo este tiempo, infinito, frente al caballete en blanco sin poder pintar siquiera un estúpido bodegón de naturalezas muertas, intuyendo que Argelia cuando caía iba de pie, lanzándome de cabeza al vacio porque...*
*Nota del autor: En esta parte el Pintor arrancó la ultima hoja de esta historia dejandonos conforme su teoria de lectura en la mas completa incertidumbre sobre el final del cuento.
... su talento puede escribir un final así. O quizás es la búsqueda de la innovación, de lo original... Sea cual sea la opción: Felicidades. Un beso, VET