El juego estaba muy entretenido. La roja pelota de goma picaba errática entre piedras y desigualdades del potrero mientras hombres y niños corrían tras ella con un alboroto de risas, órdenes y reproches. La tardecita del domingo había traído aquella diversión inesperada, especialmente para el muchacho. Le habían confiado la custodia de aquel espacio entre dos grandes piedras, que él veía como un perfecto marco de madera blanca con su tensa red de piolas. Imaginaba roncas ovaciones cada vez que los desordenados jugadores se le aproximaban, y hasta había recibido aquel grito de aliento cuando pudo darle un nervioso puntapié a la esquiva pelota
-¡Buena botija! ¡a muerte che!
Un pelotazo, sonoro y poderoso, arrojó la pelota lejos y sobre las chircas. El peoncito corrió a buscarla, pero de pronto se quedó inmóvil y en cuclillas. Su mirada se cruzó con la pupila vertical de la crucera solamente un segundo y al siguiente dos puntos carmesí en la mano derecha y al siguiente aquella nausea con la certeza de la muerte. Gimiendo sordamente y bañado en sudor lo llevaron hasta las casas, mientras los hombres hacían arrancar la vieja camioneta. Había que llevarlo al pueblo en una carrera de cuarenta minutos. No tenía chance y todos lo sabían. Pero lo llevaron igual. Dejó de respirar bastante antes de llegar la pueblo, ya cadáver.