-¿A dónde vas?- le dijo su padre, hundido en las profundidades de su sillón.
-Voy a casa de Vero, tenemos que realizar una tarea- mintió ella.
-Vuelve antes de las cinco. Y cuidado con andar haciendo cosas raras.
-Sí, papá- dijo de inmediato Agustina. Tomó su mochila y salió de la casa. Caminó un par de cuadras en dirección a la casa de Vero, pero luego de mirar hacia atrás y asegurarse que nadie la observaba, desvió el camino. Nerviosa, volvió a observar su celular. “Estaré esperándote en la esquina de Gaona, a las dos y media”, decía el mensaje de Nahuel. La chica sonrió. Eran las dos y cuarto de la tarde de un día espléndido, y ella por fin iba a conocer personalmente a Nahuel Cerro, el chico con el cual había estado chateando los últimos dos meses. Recordó las fotografías que él había enviado y su sonrisa se ensanchó. Era bien parecido, pero lo que más le gustaba era su mirada. Salvaje y tierna a la vez. Como la de un animal domesticado que puede morderte en cualquier momento. Y a ella le gustaba el peligro. Los demás chicos le parecían insulsos y corrientes, ninguno le llamaba la atención. Pero Nahuel… Nahuel había capturado su corazón de inmediato.
“Nahuel…” repitió la chica en voz alta, embriagada de emoción y felicidad. Llegó a las dos y cuarenta. No había nadie en los alrededores, excepto un perro que se rascaba las pulgas en la vereda. El auto de Nahuel, un vehículo de alta gama que le había regalado su padre para su decimo octavo cumpleaños (había gente que tenía muchísima suerte, pensaba con envidia Agustina), estaba estacionado en la esquina convenida, bajo la sombra de un árbol. Tenía los vidrios polarizados y no se veía el interior, aunque Agustina supo que era de él por las descripciones previas que el muchacho le había brindado. La chica se detuvo delante de la puerta del conductor y se hizo sombra con las manos, exhibiendo aquella sonrisa que (lo sabía muy bien) derretía a los chicos más duros. Golpeó el vidrio con aire juguetón y dijo:
-Hey, Nahuel, ábreme, soy yo, Agustina. Me puse el vestido rojo que me pedist…
La puerta de repente se abrió y una mano la agarró de los cabellos y la jaló en dirección al vehículo. La chica sintió un golpe terrible en la cabeza y comenzó a ver puntos negros. Antes de desmayarse, contempló confundida el rostro de su atacante: no se parecía en nada a Nahuel. Ni siquiera era un adolescente, sino un hombre grande, de la edad de su padre. Agustina ensayó un tibio pedido de auxilio, que ni siquiera fue un susurro, y luego se desmayó.
Despertó en una habitación umbría y agobiante. Se escuchaba música de rock and roll a todo volumen. Las paredes estaban cubiertas con humedad y había algunos pósteres de grupos juveniles colgados de unos clavos. También había una fotografía obscena, aunque ella apartó de inmediato la mirada. Trató de moverse y descubrió que estaba atada a una silla. Su corazón bombeaba a una velocidad imposible y por un momento creyó que volvería a desmayarse. Pero luego escuchó un ruido a sus espaldas, y ella, de repente alerta, giró la cabeza hacia atrás.
-Hola, Agustina- dijo el hombre. Era alto, tan alto como una puerta, y estaba vestido completamente de negro. Tenía algo en su mano, que en un primer momento Agustina no pudo identificar-. Dormiste mucho… ¿Te sientes bien?
-¿Quién eres? ¿Qué crees que estás haciendo?
-Soy Nahuel, ¿no me reconoces? Aunque debo admitir que las fotos que subí al Facebook… bueno, quizás no se parezcan mucho a mí. Y en cuanto lo que estoy haciendo…- el hombre se puso delante de ella, y le mostró una procesadora eléctrica, manchada con una sustancia verduzca-. Estoy preparando tu comida favorita. Pollo al verdeo. Me esmeré mucho en hacerlo, así que estoy seguro que te gustará.
-Déjame ir. Por favor, déjame ir.
-No puedo hacer eso, y lo sabes- dijo el hombre, poniéndole una mano en la barbilla. La chica de inmediato comenzó a llorar. El hombre negó con la cabeza-. No llores, muñeca. No llores, porque…
Se escuchó un ruido de cristales rotos, y el hombre cayó despatarrado en el suelo. Todo ocurrió tan de repente que Agustina ni siquiera atinó a reaccionar. El hombre tenía la cabeza cubierta de sangre y sus ojos miraban despavoridos hacia uno y otro lado. Y al rato, la chica vio que una figura conocida ingresaba a través de la ventana rota.
-¡Papá!- dijo Agustina, llorando ahora de alegría-. ¡Oh, papá, me has seguido! Perdóname por mentirte…
-Hablaremos de eso después- dijo el padre. En su mano tenía una piedra similar a la que había arrojado en dirección a la cabeza del pedófilo. Miró en derredor y luego hizo un gesto de asco con los labios-. Primero me encargaré de esta basura. Le quitaré las ganas de salir con niñas.
Y cumplió con su palabra, o al menos lo intentó. Ató al hombre y comenzó a darle puntapiés y trompadas. Volaron dientes, sangre, incluso astillas de hueso cuando el padre le quebró el brazo con un martillo que encontró en otra habitación. Luego tomó una cuchara de sopa y le escarbó el ojo hasta sacárselo. El hombre que decía llamarse Nahuel se retorcía de dolor y suplicaba por su vida. Lejos de prestarle atención, el padre siguió con la venganza durante las siguientes tres horas. Lo sumergió en la bañera, le aplicó electricidad, le arrancó las uñas con una pinza. Le sacó el otro ojo y se lo comió como si fuese una uva. Finalmente, le bajó el pantalón y le picó el pene con la procesadora.
Cuando terminó, aquello era un baño de sangre. El padre estaba cubierto de rojo de pies a cabeza, y Agustina no se quedaba atrás, porque lo había ayudado en muchas de las “tareas”. Contemplaron lo que quedaba de Nahuel y luego Agustina echó un escupitajo sobre las vísceras del hombre, que habían quedado al descubierto.
-Perdón, papá- dijo la chica, abrazando a su padre.
-Estás perdonada, hija- dijo el hombre, devolviéndole el abrazo-. Pero la próxima vez, presta más cuidado. Esta es la cuarta vez que te pasa algo así, y yo no puedo andar matando pedófilos a cada rato.
-Te quiero, papá.
-Yo también, Agus- dijo el padre, con súbitas lágrimas de emoción-. Yo también.
Se limpiaron la mugre y luego salieron, abrazados, a la calidez de la noche de verano.
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Autor: Mauro Croche