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Los dioses de la luz

Hace cientos de años, al sur de Chile, vivían los indígenas conocidos como mapuches. Los miembros de estas tribus se refugiaban en grutas, no conocían el fuego y sobrevivían gracias a lo que la naturaleza les regalaba.



Cada día salían a cazar algún animal para comer y recolectaban todos los frutos que podían para poder alimentar a sus familias. Si querían realizar todas estas tareas, tenían que levantarse muy temprano y aprovechar al máximo la luz de día, pues uno de sus mayores temores, era enfrentarse a la oscuridad ¡Jamás salían del poblado cuando se iba el sol!



Una noche, un hombre mapuche llamado Caleu, se sentó  a contemplar la luna en la entrada de su cueva. Su familia dormía dentro y el silencio lo invadía todo.  De repente, vio una enorme estrella de larga cola dorada que atravesaba el cielo. Un resplandor cegó sus ojos e iluminó por momentos todo el valle.



 ¡Caleu se asustó muchísimo porque no tenía ni idea de qué era eso! A toda prisa y temblando como un flan, entró en la caverna y se acurrucó en una esquina. Permaneció despierto hasta el alba y, aunque se moría de ganas de contar a todos lo que había visto, decidió no decir nada a nadie para que el temor no se extendiese por la aldea. Sí, guardaría el secreto.



Esa mañana en cuanto salió el sol, su esposa y su hija se fueron en busca de comida. Acompañadas por otras mujeres y niños del pueblo, subieron la montaña más cercana y durante horas, estuvieron entretenidas haciendo acopio de comestibles para pasar el invierno, que ya estaba a la vuelta de la esquina.



Todos  trabajaban con tanta de dedicación, que la noche les pilló desprevenidos. Recogieron rápidamente sus cestas e 



intentaron bajar la montaña lo más deprisa que pudieron, pero sin luz tuvieron desistir. Era imposible guiarse entre tinieblas para encontrar el camino de vuelta al poblado. Por suerte, descubrieron una gruta abandonada y se refugiaron en ella a la espera del  nuevo día.



Fue entonces cuando, en medio de la oscuridad, vieron pasar la enorme estrella de cola dorada que Caleu había visto la noche anterior, y que por segunda vez atravesaba  el cielo a gran velocidad. A su paso, una lluvia comenzó a caer haciendo sonar un gran estruendo. Pero no, no era de agua, sino de piedras que se estrellaron sobre la montaña y rodaron sobre la ladera, provocando multitud chispas al chocar contra el suelo de roca.



Una de esas chispas fue a parar a un árbol y el tronco comenzó a arder, iluminando todo a su alrededor. Cuando el torrente de piedras cesó, las mujeres se acercaron al árbol en llamas con los asustados  niños agarrados a sus piernas y descubrieron que,  gracias al fuego, podían verse unos a otros entre las sombras. También notaron que junto al árbol ardiente, sus cuerpos entraban en calor y era una sensación 



muy agradable ¡Aquello era realmente mágico!



Los hombres de la aldea, atraídos por la luz, salieron a comprobar de qué se trataba y encontraron a sus familias sentadas alrededor de la enorme fogata.  Estaban felices y todos se juntaron para compartir un momento tan especial, entonando cantos y dando palmas.



Empezó a amanecer y llegó la hora de que cada uno regresara a su hogar. Caleu cogió una rama que había en el suelo y la acercó al fuego del árbol. Se quedó fascinado al comprobar que las llamas pasaban de un sitio a otro con facilidad. Todos los hombres hicieron lo mismo y tomaron el camino a casa portando grandes antorchas. Durante el trayecto de vuelta, las  mujeres les contaron que habían visto que al chocar unas piedras contra otras se producían chispas,  y que éstas, al contacto con la madera,  se convertían en llamas.



Así fue cómo los mapuches descubrieron el fuego. A partir de ese día, perdieron el miedo a la oscuridad, pudieron calentarse durante los crudos inviernos y añadieron a su menú diario la riquísima carne cocinada en las brasas.


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