- I -
Milká veía cómo sus bienes, poco a poco, iban bajando en volumen y existencia.
Ella sabía de riqueza.
Cuando su esposo le abandonó - despreciándola ante sus familiares y amigos a causa de su enfermedad y porque no podía darle hijos - en la ciudad se difundieron una serie de comentarios.
Jéber había desposado a Milká y, debido a sus grandes extensiones de tierras y prosperidad en el comercio, soñaba con tener una gran descendencia.
Después de cuatro años de matrimonio, veía con tristeza que el tiempo pasaba, que no podía tener hijos y que su esposa Milká comenzaba a tener una extraña enfermedad.
Al comienzo, Jéber, gastó buena parte de sus ganancias en médicos para que descubrieran el extraño mal de su esposa, la tratasen con medicamentos y pudiera al fin sentirse bendecido con hijos.
Todo fue un fracaso.
Milká iba de mal en peor con su enfermedad.
Hacía crisis en sus períodos menstruales que se prolongaban más de lo normal y que, cada vez se hacían más extensos en el tiempo.
Jéber hizo todo cuanto pudo y, desesperado y presionado por sus intereses personales y sociales, terminó por despedir de su casa a Milká.
La Ley era sagrada y había que cumplirla.
Eso lo sabían muy bien ambos.
La tradición del pueblo también era muy importante en sus vidas.
Cuando Milká fue despedida de la casa de su esposo, sólo llevó sus ropas y nada más.
Jéber tuvo que quemar todos los muebles y enterrar todo lo no que se podía lavar pues, en la Ley estaba contemplado que:
“Cuando una mujer tenga flujo de sangre durante muchos días, fuera del tiempo de sus reglas......quedará impura mientras dure el flujo de su impureza.”...”Todo lecho...será impuro...cualquier mueble quedará impuro.”
“Quien toque su lecho...o algo que esté puesto sobre el lecho....quien toque un mueble cualquiera sobre el que ella se haya sentado lavará sus vestidos, se bañara en agua y será impuro hasta la tarde”.
“Si uno se acuesta con ella se contamina.....y queda impuro siete días.” ( 1 )
(1) Libro del Levítico Capítulo 15 versículos 19 al 28.
Jéber había tenido una vida de matrimonio muy difícil.
Milká, psicológicamente ya no podía seguir sosteniendo un sistema de vida así. No podían llevar una vida marital en forma normal.
Ellos no eran culpables.
Eran dos personas muy temerosas de Dios, piadosas y fieles al cumplimiento de la Ley.
Debía acudir con bastante frecuencia, después del octavo día – cuando su enfermedad se lo permitía – para presentar dos tórtolas y dos pichones al sacerdote quien debía ofrecerlos como sacrificio por el pecado y como ofrenda a Dios por la impureza del flujo de sangre.
Para Milká, eso era confirmar que no había sido bendecida por Dios. Eso pensaba ella.
Se sentía humillada.
Jéber, le proveyó de todo cuanto necesitaba para vivir lejos - en forma cómoda - en un lugar cerca de Cafarnaún, al otro lado del mar de Galilea.
No la dejó desamparada sino – respondiendo a su buen corazón – le dio una bolsa llena de monedas de gran valor para que no pasara hambre y pudiera cuidar de su salud.
- II -
Milká contaba con desesperación las pocas monedas que le quedaban en su bolso. Eran cuatro.
Su futuro, ahora, era muy incierto.
Casi todo se lo había gastado en médicos que buscaban por todos los medios cómo cortar los constantes flujos de sangre que la inhabilitaban ante la sociedad.
Su pena y frustración le hizo ir a la ciudad, porque había vuelto un hombre que tenía grandes poderes.
Ella lo supo por la suegra de Pedro quien siempre padecía de altas temperaturas.
¡Vino a mi casa! – ella le dijo – antes había curado a un paralítico y Pedro, lo trajo para acá.
No recuerdo bien – continuó – yo estaba envuelta en paños húmedos y con fuertes dolores de cabeza y en todo el cuerpo.
Ellos dicen – dijo ahora bajando el volumen de su voz – que entró, me tocó la frente y que yo ¡imagínate!, que yo me había levantado como si nunca hubiera estado enferma.
Recuerdo sí – añadió muy convencido y segura – que les serví comida y un poco de vino. ( 2 )
¡Yo te mandaré avisar cuando vuelva!
¡Estoy segura que Él te escuchará y te sanará!
2) Evangelio San Marcos 1, 29 - 31
- III -
Milká allí estaba.
La suegra de Pedro le había mandado avisar que Jesús vendría nuevamente a Cafarnaún, con un niño que había trabajado en la caleta de pescadores junto a Pedro.
Allí estaba.
Tenía la esperanza de hablar con Jesús.
Que él le viera, que le tocara y sanara.
Tenía la esperanza de ser una mujer que pudiera llevar una vida normal.
Una mujer que pudiera tener amistades.
Una mujer a la que nadie le hablara a cierta distancia.
Anhelaba poder expresar su ternura, sus sentimientos: poder abrazar a los niños del lugar, poder dar el beso de paz a sus conocidos.
Soñaba con poder tener la libertad y el derecho de caminar por las calles, de ir a comprar a la caleta de los pescadores sin que nadie se apartara a su paso.
Estaba cansada de tantos médicos y de las promesas de muchos de ellos: “Este ungüento sí que le hará bien”
“Tómese éste brebaje y poco a poco el flujo se le cortará”
Estaba cansada de promesas, de falsas ilusiones.
Doce años de angustia.
Doce años de pesares, incluyendo los cuatro de matrimonio.
En su corazón llevaba la impronta de ser madre.
No podía serlo.
Era mujer y sentía la necesidad de un hombre a su lado.
No le era permitido.
Muchas veces pensó en quitarse la vida.
Allí estaba.
Decidida, valiente, desafiante...
Desesperada, sofocada por su ansiedad.
Allí, en medio de una muchedumbre que la aplastaba.
Se había protegido bien.
Iba muy bien cubierta y con ropas nuevas que nadie se las conocía.
Nadie reparó que era ella: La impura de los flujos.
Había logrado acercarse a costa de muchos esfuerzos, en medio de tantos hombres que querían estar cerca de Jesús.
Entre ella y Jesús sólo distaban cinco metros.
Le dolían sus pies que habían sido, varias veces, pisoteados por los de los hombres toscos y rudos.
Su cuerpo acusaba el flujo que, tibio se deslizaba entre su ropa interior.
Estaba asustada.
Se sentía culpable de todos aquellos que – sin saberlo – la tocarían y quedarían impuros.
Solo ella lo sabía. Nadie más.
De pronto sus ojos se abrieron mucho más de lo normal.
Ante sí – de improviso – apareció el jefe de la sinagoga. Se llamaba Jairo.
Se produjo una gran conmoción.
¿Qué hacía allí el jefe de la sinagoga?
¡Qué hacía allí! ¿Si todos los de la sinagoga odiaban a Jesús?
¡Gemía!
¡Lloraba!
“Mi hija está a punto de morir; ven, impón tus manos sobre ella, para que se cure y viva”.
¿También ellos creen en el poder de éste hombre?
Ellos ¿al igual que todos nosotros? – se preguntaba.-
Milká, asombrada por la fe de ese hombre y porque, incluso, se había postrado ante Jesús, había conseguido avanzar lo suficiente y estaba a menos de un metro de Él.
La gente, se apretaba tanto que era imposible poder estar por unos segundos en el mismo lugar. Todos se empujaban.
Le llamó:
¡Jesús! ¡Jesús!
¡Ten piedad!
¡Escúchame!
Nadie reparó en ella.
Los gritos de la muchedumbre, eran más fuertes que su voz desesperada.
Hizo un esfuerzo sobrehumano por acercarse. Fue tanto su esfuerzo, que sintió cómo el flujo aumentó y se deslizó, ahora, por entre sus muslos.
Logró acercarse mucho más.
Lo tenía casi a su lado.
Jesús se había incorporado para ir a la casa de Jairo.
Fue una acción desesperada pero llena de confianza y esperanza.
No le pasó por la mente que iba hacer impuro a ése hombre a quien todos querían ver y escuchar.
Por unos instantes cerró los ojos para darse valor y se dijo:
“Si logro tocar aunque sea sus vestidos, quedaré curada”.
Sacó fuerzas de flaquezas y, empujando a un hombre grande y gordo que había logrado un lugar más cerca de Jesús, extendió su mano y – al mismo tiempo que sentía con mayor intensidad cómo corría la sangre entre sus piernas – tocó el borde de los vestidos de Jesús.
Fue su manto.
Su mano lo tomó por el borde, por unos brevísimos segundos.
- IV -
Se asustó.
Ella se conocía muy bien.
Conocía su cuerpo milímetro a milímetro.
Nadie más que ella lo conocía.
Eran doce años de estudios, de observaciones, de llantos y penas.
Sintió que el flujo de sangre había cesado.
Temblaba de pánico.
Instintivamente llevó su mano izquierda – en el reducido espacio que tenía para moverse – y tocó bajo su pelvis.
Nada sentía.
¡No puede ser! ¡No puede ser!
Se decía en silencio, asombrada.
Allí se dejó estar.
El movimiento de la muchedumbre la separó un metro de Jesús.
Tenía miedo.
Sentía alegría.
Temor, alegría.
De pronto, Jesús preguntó en voz alta – ella lo sintió, lo escuchó -:
“¿Quién me ha tocado los vestidos?”
En ella el temor aumentó aún más.
¡Le hice impuro! Por eso pregunta ¿quién me ha tocado? – pensaba.-
Asustada quiso desplazarse hacia atrás.
Imposible.
Ahora sentía que todos la empujaban hacia Él.
Pudo observar cómo Jesús escudriñaba a todos los que estaban más cerca.
“¿Quién me ha tocado los vestidos?”
- Volvió a preguntar, mientras observaba a la muchedumbre.
Los discípulos se miraban entre sí y no lograban entender la pregunta de su Maestro.
¿Cómo saber eso? – Se decían unos a otros.
Uno de ellos le dijo:
“Estás viendo que la gente te oprime y preguntas: ¿Quién me ha tocado?”
Jesús hizo caso omiso a los comentarios de sus discípulos y allí se quedó.
Algunos le decían:
¡La hija de Jairo!
¡No pierdas el tiempo en saber quién te tocó!
¡Maestro! ¡Es imposible! – comentaban otros.-
¡Es una buena ocasión para que los de la sinagoga piensen que Tú eres un gran profeta! – aconsejó un campesino del norte.-
¡Vamos!
¡Es una gran oportunidad para que muestres tus poderes!
¡Vamos!
¡No pierdas el tiempo! – insistía el campesino muy ansioso.-
“Pero Él miraba a su alrededor para descubrir a la que lo había hecho”
Milká se sabía descubierta.
¿Cómo podría comprobar ante los sacerdotes que había sido curada?
¿Qué médico debía presentarla ante ellos para que certificaran que estaba del todo sana?
Sintió la mirada de Jesús.
Él la miraba.
Tenía deseos de gritar:
¡Yo fui!
Pero, al mismo tiempo, estaba consciente de la tremenda falta en que había incurrido porque – sabiéndose impura – no debía haber transgredido la Ley y estar junto a tanta gente, tan cerca de ellos (debía guardar de las demás personas, algunos pasos para que no contrajeran la impureza sexual).
¿Qué hacer?
Se jugaba su vida y su libertad.
Evitaba mirar en dirección a Jesús.
Pero, para ella, era irresistible no mirar su rostro.
Volvió a levantar la vista y, allí estaban: eran los ojos de Jesús.
Él, la miraba en forma disimulada y delicada.
¡Imposible no mirarle!
Ella, entonces “viendo todo lo que le había sucedido, se acercó atemorizada y temblorosa, se postró ante él...”
¡Yo fui quien tocó el borde de tu vestido! – confesó .-
Estoy consciente del daño que he causado, que he pasado a llevar la Ley de Moisés, puesto que soy una mujer impura.
“Y le contó toda la verdad”.
Jesús, se dio el tiempo para escuchar todas sus penurias. Ella le contó toda la verdad.
La muchedumbre estaba estupefacta.
Todos, en forma instintiva y casi mecánica, se limpiaban sus vestidos.
Miraban a Jairo. Él debía dar su opinión, decir algo al respecto.
Jesús miró a Jairo.
Entendía muy bien su situación.
Sabía que Jairo estaba en una posición bastante incómoda.
Estaba ante Jesús, rogando por la salud de su hija.
Jesús, hizo caso omiso en lo que se estaba gestando en los corazones de algunos.
Volvió su mirada a la mujer que tenía ante sí postrada a sus pies.
Admiró en su corazón, la sinceridad de ella, el coraje, la fe y humildad de contar todo ante él y ante los demás y le dijo:
“Hija, tu fe te ha sanado; vete en paz y queda curada de tu enfermedad”.
Después Milká entendió que faltaban las palabras de Jesús para, públicamente, certificar que ella efectivamente había sido curada. Así lo entendió cuando Jesús le dijo: “y queda curada de tu enfermedad”.
Ella no se dio cuenta del alboroto que se produjo después, cuando llegaron de la casa de Jairo diciendo que su hija había muerto.
No tuvo tiempo para ello, porque se levantó y se abrió camino entre la muchedumbre con su corazón colmado de alegría.
Corrió a su casa para lavarse y presentarse ante los sacerdotes para que certificaran que ya había sanado de su enfermedad.
Por primera vez, después de muchos años se sentía mujer.
Su cuerpo, había vuelto a tomar un aire de prestancia, caminaba erguida por las calles.
Cambió todas sus ropas y se decía feliz:
¡Soy mujer!
¡He vuelto a ser mujer!
Después de una semana, al saber que se había marchado a la otra orilla del mar de Galilea, .Milká salió en búsqueda de Jesús
CURACIÓN DE UNA HEMORROÍSA (Texto bíblico)
Jesús pasó de nuevo en la barca a la otra orilla y se aglomeró junto a él mucha gente; él estaba a la orilla del mar.
Llega uno de los jefes de la sinagoga, llamado Jairo y, al verle, cae a sus pies, y le suplica con insistencia: “Mi hija está a punto de morir; ven, impón tus manos sobre ella, para que se cure y viva.” Y, se fue con él. Le seguía un gran gentío que le oprimía.
Entonces, una mujer que padecía flujo de sangre desde hacía doce años, y que había sufrido mucho con muchos médicos y había gastado todos sus bienes sin provecho alguno, antes bien, yendo a peor, habiendo oído todo lo que se decía de Jesús, se acercó por detrás entre la gente y tocó su manto. Pues decía. “ Si logro tocar aunque sólo sea sus vestidos, quedaré curada”. Inmediatamente se le secó la fuente de sangre y sintió en su cuerpo que estaba curada del mal. Al instante, Jesús dándose cuenta de la fuerza que había salido de él, se volvió entre la gente y preguntó: “¿Quién me ha tocado los vestidos?”. Sus discípulos le contestaron: “Estás viendo que la gente te oprime y preguntas: ¿Quién me ha tocado?”.- Pero él miraba a su alrededor para descubrir a la que lo había hecho. Entonces, la mujer, viendo lo que le había sucedido, se acercó atemorizada y temblorosa y le contó toda la verdad. Él le dijo: “Hija, tu fe te ha sanado; vete en paz y queda curada de tu enfermedad”.
Evangelio San Marcos 5,21 - 34