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Réquiem por mi alma

Me costó llegar hasta la cima de la colina a las afueras del pueblo, cargado con el saco y la pala.
Dejé el saco junto al árbol que haría de cruz.
Y me puse a cavar mi tumba.
Tiempo después, la tierra estaba abierta. Su fresca fragancia natural me recordó, por contraste, la corrupción de todo lo que lentamente se pudre fuera, sobre su superficie.
Abrí el saco repleto y, una por una, fui sacando mis motivaciones.
Todas tan rancias, absurdas…
Casi intangibles por su esencia irreal.
Fueron cayendo. Las escuchaba chocar contra el fondo.
Después seguí sacando y arrojando todos mis recuerdos, que por miles se apretujaban dentro del saco. De todas las formas, tamaños, edades y colores; casi al completo cubiertos de enquistados sentimientos, como parásitos imposibles de arrancar.
Todas las personas que alguna vez había conocido estaban allí, evocadas de nuevo en cuanto tocaba el recuerdo; retornaban por un instante de los abismos del tiempo para volver al seno de la tierra. Tantos, tantos recuerdos… que parecían infinitos. Al final, el último de ellos cayó también en la tumba. En un lugar mejor, allí quedarían todos.

Sin excepción.

Mientras iba vaciando el saco, un malestar creciente, indeterminado, iba apoderándose de mi cuerpo. Sentía golpes, arañazos internos. Cada vez más fuertes, y desesperados.

Sabía lo que eran.
Lo que deseaban.

Pero hasta ese momento me había resistido a tomar la inevitable decisión. Era un acto que sólo yo podía ejecutar del modo adecuado. Así que me quité la camisa, tomé una pequeña rama y me la puse entre los dientes. Clavé las rodillas junto a mi tumba y respiré hondo. Los golpes por dentro eran frenéticos. También sabían lo que iba a ocurrir.
Palpé con ambas manos mis costillas flotantes, para localizarlas con precisión. Debía ser tan rápido como pudiese. Así que hundí con fuerza los dedos bajo ellas, intentando asirlas antes de que fuera inasumible.

El dolor me electrocutó.
Noté el calor líquido de la sangre. La rama quebrándose entre mis dientes.

Tiré hacia ambos lados. La carne se abría. Los golpes acompañaban la canción del dolor indescriptible. Grité de forma que sentí la garganta romperse, sin soltar la tenaza de los dientes. Mi mente voló como un cuervo enloquecido, pero antes de desaparecer me iluminó con un destello que reflejaba que, si no continuaba, si me rendía ahora… todo habría sido en vano.
Volqué los restos de fuerza en mis brazos. Y tiré todavía más.
Las costillas crujieron. El pecho no se abrió del todo, pero casi.
Y una corriente salvaje de emociones saltó al exterior, precipitándose en ansioso frenesí hacia el interior de la tumba.

No podían aguantar el estar lejos de cuanto allí descansaba ahora.

Mientras me desmayaba, mi último pensamiento fue más una expresión horrorizada y sorprendida ante lo que acababa de ver:

Jamás imaginé que fueran a ser unas cosas así.


Me despertó la fría luz del alba. No sentía nada. Me palpé el pecho con urgencia.
Se había cerrado como dos manos que entrecruzan sus dedos.
Algo llamó la atención a mi lado y giré la cabeza para verlo. Era un pequeño animal palpitante. O eso me pareció, hasta que me fijé mejor: era un órgano.

Era mi corazón.

Se había quedado a pocos centímetros del borde de la tumba, su destino. Parecía una vieja fruta marchita… arrugada. Lo tomé con cuidado entre mis manos; notando de inmediato la calidez de su débil palpitación, como un eco moribundo de épocas extintas largo tiempo atrás.

Lo dejé caer en la oscuridad. No volvería a verlo jamás.

Me puse la camisa y me acerqué a coger el saco. Aún quedaban en su interior algunos pensamientos inútiles, también un puñado de ilusiones que, bajo la luz de este amanecer, se me antojaron ridículas, patéticas…
Acabé de vaciar el saco en el interior de mi tumba, y lo arrojé a un lado. Cogí de nuevo la pala y me dispuse a devolver la tierra a la tierra. Desde el interior del agujero subía un murmullo, un bullir de sonidos extrañísimos que deseaban ser observados.

Pero me resistí, y ni una de mis miradas cayó sobre lo que allí ocurría.
No tenía derecho a mirar, porque nada de aquello me pertenecía. Era algo íntimo de otra persona; alguien que ya no existía.
Así que comencé a echar tierra, intentando mantenerme lejos de todo lo que estaba escuchando.

Sé que no tardó poco en llegar el momento de dar la última palada sobre el firme de tierra, pero lo conseguí. Nadie podría descubrir a simple vista que allí, junto al árbol, había una tumba. Tiré la pala tan lejos como pude en un despeñadero cercano y recompuse un poco mi aspecto, mis ropas. Después, inicié el descenso de la colina.

Sin mirar atrás.

Mi paso era firme. Mi mente un arroyo que bajaba entre las rocas. El pueblo despertaba a lo lejos, con la noche aún detrás suya. Por el sendero ascendía una persona apoyándose en un bastón. Una persona con la que coincidí en el pasado que, al verme, sonrió. Cuando estuvimos cerca me dijo:

–¡Hombre, Luis! Tú también has madrugado ¿eh? 

–No conozco a ningún Luis –le respondí. ¿Y tú? ¿Conoces realmente a algún Luis?

El hombre se quedó con la boca abierta, y retrocedió un paso ante el puñetazo de la sorpresa.

–¿Cómo… has… –comenzó. Pero yo le corté, acercándome a su oído, ignorando su sobresalto, para susurrarle:

–Nunca hables con desconocidos, porque nunca sabrás hasta qué punto pueden ser…

No humanos.

Y continué mi descenso, sintiendo cómo en su cabeza ese conocido que nunca lo fue pensaba que me había vuelto loco, que algo grave me había ocurrido. Pobre ignorante de tantas cosas. Ignorante de que la locura es un privilegio de los vivos.

Nunca de los muertos.

Seguí caminando por estos parajes tan familiares como extraños. La brisa me acariciaba las mejillas con su frescura. Tierna, dulcemente. En un momento, mi visión se empañó con un velo inesperado.

Había lágrimas recorriendo mi cara.

Lágrimas puras, cristalinas.

Como las de un recién nacido que acaba de llegar al mundo. 

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