~-Por el bebé- brindaron las mujeres-. Por el bebé Lisandro. Y por la futura mamá, por supuesto.
Entrechocaron sus copas y bebieron. Afuera llovía y el viento sacudía las ramas del sauce del patio. La madre sujetó su panza y sonrió.
-Está pateando. Sabe que estamos hablando de él.
-Claro que lo sabe. Será un bebé muy inteligente, ya lo verás. Y saldrá a ti.
-Eso espero- la madre tomó otro sorbo de su gaseosa y luego hizo una mueca-. Porque si llega a salir al padre…
-No pienses en ese imbécil- trataron de consolarla las mujeres-. Porque eso es lo que es: un imbécil con todas las letras.
-Él se lo pierde.
-Sí, él se lo pierde. Un padre que desaparece así como así, sin siquiera darte una puta explicación…
-Y además se llevó el anillo de perlas de mi abuela.
Las otras mujeres abrieron los ojos.
-¿De verdad?
-Ahora que lo pienso, no debí mostrarle ese maldito anillo- dijo la madre, frunciendo el entrecejo-. A partir de ahí nuestra relación comenzó a irse al diablo. Y mi marido… bueno, empezó a actuar de manera rara.
-¿Rara? ¿En qué sentido rara?
-Él pensaba… pensaba que ese anillo tenía poderes. Que abría puertas a otras dimensiones: el Cielo, o tal vez el Infierno. Yo le dije que no era más que un anillo antiguo que tenía más valor sentimental que económico, pero él no hizo caso. Llegó a obsesionarse con ese anillo y comenzó a frecuentar gente que me traía muy mala espina. Leía libros esotéricos, realizaba extraños rituales en el dormitorio cuando yo no estaba… Incluso llegó a matar a un gatito. Sé que fue él. Encontré sus restos de casualidad, enterrados al pie del sauce del patio. Lo habían quemado y desmembrado como a un pollo. Le pregunté qué había pasado con ese pobre gato, y él desvió la vista y dijo que no lo sabía, que probablemente se trataba de la travesura de algunos chicos. Pero yo supe que mentía. Y días después de eso, él desapareció. Simplemente desapareció.
-¿Por qué nunca nos contaste nada, Delfina?
-Supongo que… bueno, creo que me sentía avergonzada. Sabía que todo se estaba desmoronando. Y tenía miedo. No tanto por mí, sino por el bebé. No quería que creciera sin un padre. Yo sé lo que es eso. Mi propio padre… él estuvo ausente durante mi niñez, y yo… yo…
No pudo continuar. Se derrumbó y se echó a llorar, y las demás mujeres, presurosas, acudieron a consolarla. Sin embargo, mientras recibía caricias y palabras de aliento, la madre de repente emitió un gemido y se aferró la panza.
-Hay algo mal- dijo, haciendo muecas de dolor.
-¿Dónde?
-Aquí. En la panza. Es el bebé. Creo que…
-No nos asustes, Delfina.
-Les digo que hay algo mal- chilló la mujer, de repente sudorosa. Se incorporó del sillón y un chorro de líquido transparente cayó desde su entrepierna. Volvió a sentarse y miró a sus amigas con los ojos desorbitados por el terror-. Rompí fuente. Oh, por Dios, rompí fuente…
La mujer más grande, Luisa, se hizo cargo de la situación. Ordenó a la más joven llamar a los paramédicos, y luego, ayudada por dos mujeres más, recostó a Delfina en el sillón, con las piernas abiertas.
-Va a parir- dijo Luisa, luego de un rápido examen a la entrepierna de la madre-. No hay tiempo para los paramédicos, debemos ayudarla nosotras.
-¿Y qué hacemos?- chillaban las demás mujeres.
-Por empezar, esterilícense las manos con ese frasco de alcohol en gel que está sobre la repisa. Y luego busquen unas toallas y…
La chica más joven, que estaba llamando por celular, dejó caer el aparato y señaló hacia la entrepierna de Delfina, dando gritos de perplejidad y horror.
Las mujeres, incluida Delfina, miraron. Un puño asomaba por la cavidad vaginal de la embarazada. No era un puño de bebé: era grande, del tamaño de un hombre adulto, y mostraba unas uñas afiladas y negras. Delfina se desmayó, y la chica del celular hizo lo mismo. Las otras mujeres huyeron despavoridas de la casa, por lo que nadie vio cuando el puño se abrió lenta, muy lentamente, dejando caer el anillo de perlas sobre la alfombra manchada.