A Rafael, sus compañeros taxistas le decían El Ogro no precisamente por su dulzura y amabilidad.
Una noche de navidad –luego de una jornada de suyo ajetreada- le tocó llevar a un viejo ataviado con la indumentaria de Santa Claus. Este, no bien se acomodó a su lado, comenzó a interpretar su papel. Así, reía estruendosamente acariciándose la barriga y, sacando su mano enguantada por la ventanilla, lanzaba parabienes a los demás automovilistas. Al final, junto con pagarle, el anciano, desde la acera, le preguntó por el regalo que deseaba recibir. Rafael lo mandó a él y a todos sus renos al mismísimo Polo Norte, y aceleró. Enseguida decidió volver a su casa donde sólo lo esperaban unas congeladas latas de conserva.
En un semáforo, mientras aguardaba, fue abordado por dos malencarados sujetos. El que iba detrás le puso un cañón de pistola en la nuca. Lo llevaron a un descampado y, luego de robarle, lo metieron en la cajuela y huyeron.
Rafael se cansó de gritar pidiendo ayuda. Cerró los ojos y pensó en lo que le dijo el Papá Noel. En una mueca que simuló ser una sonrisa, se dijo: “Me gustaría, por una vez siquiera, ser admirado”. Dormitaba cuando escuchó un estruendoso ruido como de papeles al ser rotos. Después, oyó que alguien trataba de abrir el maletero. De pronto, al separarse la hoja, vio la gigantesca cara de un niño que lo miraba, sí, con adoración.