Salí de la oficina un poco cansado pero, en realidad satisfecho, el día había sido diferente a los demás. Al principio el olor a madera, caoba en particular, me molestó aunque no mucho, al cabo de unos minutos empezó a ser agradable y no se ocultó con el aroma que despedía la cafetera. Lo mejor, que no se mezclaron.
Empecé a revisar por enésima vez y tal vez la última, los documentos de la propuesta que presentaríamos en una convocatoria abierta y que en caso de obtenerla, la Firma recibiría un impulso que nos mantendría con un buen posicionamiento en el mercado catapultando el prestigio propio a niveles ventajosos respecto a la competencia.
Toda la documentación estaba en orden, los paquetes a presentar correctamente colocados en valijas propias para tal fin. El correspondiente cheque de garantía debidamente firmado. Las identificaciones en original y copia en un sobre por separado. Todo al orden. Listos solo esperaría la llegada del chofer que habría de acompañarme, estaba citado a las diez de la mañana lo que nos daría un colchón bastante amplio para cualquier imprevisto y aunque la reunión tendría como sede un edificio a escasas cuatro cuadras de nuestras oficinas.
Este contrato, en caso de obtenerlo representaría una entrada de al menos cien millones anuales de utilidad por espacio de cinco años.
José Cruz nuestro ingeniero residente en una de las obras se plantó a la entrada de mi oficina. Crú, como solía ser identificado por todos en la empresa, era un veracruzano que acostumbraba “Comerse” las “eses” de ahí su sobrenombre, moreno casi acharolado, hablantín hasta por los codos, orgulloso de sus raíces, eficiente ingeniero, no abandonaba su casco protector de aluminio ni cuando se bañaba, precavido como conductor de su “Estaquitas”, aun en carretera no rebasaba los sesenta kilómetros por hora, otro sello característico su inseparable radio portátil así como al menos una docena de bolígrafos prendidos en la bolsa de su camisa, un cinturón de carnaza que parecía más faja lumbar, su típica camisa a cuadritos y unos jeans que bien podrían haberse sostenido solos.
Apareció más transparente que la pálida mañana y con los ojos desorbitados al grado de casi sobre salir del armazón de sus lentes protectores.
Se quedó parado bajo el dintel de la entrada sin decir nada ni avanzar.
- Qué pasa “Crú”
- Es que, es que. . .
- Es qué que.
- Es que se cayó “El Finito”.
- De dónde.
- De la Torre de Prilado.
- ¿Y?
- Que hasta aquí llegó.
- ¿Está mal?
- Hasta aquí llegó, ya no nos va a poder ayudar.
- ¿Está herido?
- Lo que sigue.
- ¿Se fue?
- Si Inge.
No bien terminaba de darme la noticia cuando entra, sin casco protector y sudando como salido del sauna con una cara de pesadumbre que casi rompía en llanto, José Luis, nuestro ingeniero residente novato y casi sin habla me dice;
- Inge, llegaron a la obra unos disque supervisores y no aceptan la losa que colé en la mañana, disque porque no pasa las especificaciones y me ordenan demolerla.
- A ver, en primera serán muy supervisores del cliente pero no te pueden ordenar demoler nada.
La disyuntiva era;
La presentación al concurso nos dejaría una buena cantidad de billetes, medidos en seis cifras, así como también prestigio en el ramo.
Me sentía un tanto cuanto obligado a presentar mis respetos y condolencias así como ofrecerles nuestro apoyo económico para el trance y para el futuro, a los familiares de nuestro trabajador, algo al momento como unos cien mil pesos.
Dejo todo sobre mi escritorio, me levanto y le pregunto a José Luis;
- Cuál es el costo de la losa
- Mire Inge, es una losa de seis por cuatro. . .serán unos diez mil pesos.
- ¡Qué caray! ¡A mi no me tiran ninguna losa!
Abril 17 de 2012