EL HOMBRE SOBRE EL TOYOTA HABÍA COMENZADO A PREOCUPARSE. Ya llevaba más de tres horas en esa lamentable carretera, y todavía no había llegado al cruce con la interestatal nueve. ¿Cómo era posible? Volvió a mirar el cuentakilómetros del tablero. Según las indicaciones, había recorrido unos sesenta kilómetros desde que saliera de la última estación de servicio, cosa que según el mapa era imposible. ¿Acaso se habría perdido? Pero no podía ser, el camino era recto y no tenía bifurcaciones, ni siquiera rutas secundarias que pudieran confundirlo. Todo era pastizales amarillos, secos, algunos árboles achaparrados, y más allá del haz en forma de cono de los faros, la completa oscuridad.
Abrió la ventanilla y arrojó la colilla de cigarrillo. Regresó su mirada al tablero, justo en el momento en que el cuatro digital daba paso al cinco. Sesenta y cinco. Sesenta y cinco kilómetros. Era hora de parar y pegar la vuelta. Aunque el camino era tan estrecho que de momento le era imposible hacerlo. Volvió a encender la radio, con la esperanza de sintonizar alguna emisora local que le diera indicios de su posición. Nada. Sólo estática. Su celular tampoco tenía señal. Se dijo que debía calmarse. El Toyota y él habían atravesado peores situaciones que ésa. Como cuando quedó atrapado en un alud de nieve durante cuatro interminables horas. Sacó otro cigarrillo del arrugado paquete, pero cuando iba a encenderlo se le cayó al piso. Se agachó para recogerlo, y durante una milésima de segundo desvió la atención del camino. Cuando volvió la vista, vio que una persona se encontraba parada en medio de la ruta, a unos quince metros de distancia.
Aplicó los frenos y se golpeó la cabeza con el volante. Vio una luz cegadora delante de sus ojos y por un segundo pensó que se desmayaría. Pero luego la visión se le aclaró, y Richard se apresuró a mirar por encima del tablero. Allí en el camino no había nadie. ¿Acaso lo habría imaginado? No sería la primera vez que le ocurría. Una vez tenía tanto sueño mientras conducía que comenzó a soñar despierto y a ver toda clase de cosas en su campo de visión. Se cercioró de que no se había lastimado la frente y luego siguió camino.
Media hora después, ya completamente sudado y con su paquete de cigarrillos vaciado por completo, vio que un chico circulaba en bicicleta a un costado del camino. Parecía que tenía la cabeza gacha, como buscando algo en el suelo, pero cuando Richard se le acercó con el auto y se le puso a la par, vio que el chico no tenía cabeza. Su torso desnudo terminaba abruptamente en el cuello. Richard lanzó un grito y aceleró. Hizo unos dos o tres kilómetros a toda velocidad y luego miró por el espejo del retrovisor, aunque sólo pudo ver parte de la luneta trasera y, luego de ella, una insondable negrura de muerte.
Un golpe en el capó le hizo regresar la vista al camino. Algo que parecía ser una mujer golpeó el parabrisas, astillándolo, y salió lanzado hacia atrás. Por instinto Richard se cubrió la cabeza con ambas manos y el coche perdió el control. Se desvió hacia un zanjón y aunque el hombre fue rápido y apretó los frenos, no pudo impedir que las ruedas delanteras se incrustaran en el barro.
Trató de hacer marcha atrás, pero los neumáticos sólo se hundían cada vez más. Tomó la linterna de la guantera y se bajó. La mujer estaba tendida boca abajo en medio del camino, lanzando horribles gemidos de agonía. Había perdido sus zapatos y se arrastraba ciegamente sobre la tierra polvorienta. Richard se le acercó por detrás y le tocó el hombro. “Quédese donde está, señora, trataré de llamar a la ambulancia”, le dijo. La mujer de inmediato se detuvo y comenzó a girar la cabeza. En ese instante Richard sintió un miedo supersticioso y supo que, si llegaba a ver la cara de la mujer, enloquecería. Dio media vuelta y comenzó a correr. No pasó mucho tiempo hasta que comenzó a sentirse acalambrado, era un hombre gordo y sedentario, y además fumaba dos o tres paquetes de cigarrillos por día. Se detuvo para recuperar el aliento, y entonces lo escuchó. El gemido de la mujer, cada vez más cercano. Se estaba arrastrando hacia él, en la oscuridad del camino. Richard se obligó a seguir andando. Maldecía y lloraba en voz baja. Su corazón parecía que iba a salírsele del pecho. Caminó durante dos, tres kilómetros, hasta que sintió que las piernas se le aflojaban. Se recostó contra un poste de alambrado y alumbró en derredor. El paisaje no había variado en absoluto y no se veían luces de casas en el horizonte. Descansó unos minutos y luego siguió caminando. Comenzó a escuchar un ruido leve a sus espaldas. Parecía un quejido, como el de una puerta girando sobre sus goznes oxidados. “Pero aquí no hay ninguna puerta”, se dijo. Miró hacia atrás y sólo vio aquella negrura impenetrable, que casi parecía sobrenatural. Dio otros diez pasos más y el quejido se repitió. Volvió a mirar hacia atrás y alzó la linterna. Dos luces venían por el camino. Al principio tuvo ganas de lanzar un grito de alegría, pero enseguida se reprimió. Las luces subían y bajaban en forma rítmica. Al compás de aquellos quejidos mecánicos. Eran los pedales de una bicicleta. Un niño sin cabeza venía montándola.
El hombre lanzó un graznido y se volvió para seguir corriendo. No hizo más de dos pasos cuando sintió que su corazón parecía encogerse y agarrotarse dentro de su pecho. Las piernas y todo su cuerpo le falló, y Richard cayó pesadamente sobre aquel camino endemoniado.
Se despertó en la sala de un hospital. Le habían insertado tubos y cables por todos lados, pero pese a ello Richard no pudo reprimir las lágrimas de alivio. Había sobrevivido y lo peor había pasado. Una enfermera que escribía en una planilla vio que se había despertado y le sonrió.
-Buen día, señor Havock. Bienvenido al hospital de Buena Esperanza.
Richard quiso decir algo, pero se sintió incapaz de hacerlo. De todas maneras la enfermera dejó de prestarle atención cuando ingresó, a la sala de terapia intensiva, una camilla manejada por dos paramédicos. Arriba de la camilla iba una mujer, que se retorcía de dolor y lanzaba horribles quejidos. El alivio que Richard sentía se trastocó en horror; era la mujer que había atropellado en la ruta. Por palabras de los médicos, comprendió que la mujer acababa de ser atropellada por un camión, y tenía nulas posibilidades de sobrevivir, porque la habían reventado por dentro.
Dos horas después ingresó a la sala de urgencias un chico. De su cuello manaba una impresionante cantidad de sangre. Estaba andando en bicicleta, murmuraron las enfermeras, cuando un ventanal desprendido de una obra en construcción por poco no le cercenó la cabeza.
Pusieron al chico en una cama cercana a la de Richard y trataron de reanimarlo, pero fue inútil. Los médicos cubrieron la cabeza del muchacho con una sábana y se marcharon de la sala. Richard quedó mirando la sábana, sin poder apartar la vista de ella. Al rato la sábana, muy lentamente, comenzó a deslizarse hacia abajo, y el chico giró la cabeza casi desprendida del cuerpo y le dijo:
A la noche, Richard tuvo el segundo y definitivo ataque cardíaco, y su alma regresó a la carretera, donde aún hoy en día sigue anunciando la muerte y el horror de los ocasionales viajantes.
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Autor: Mauro Croche