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Una tarde de domingo Sabrina se levantó contenta porque hoy irían a conocer el pueblo de la abuela Elisa. Al parecer estaba lejos de su ciudad y por eso hacía mucho tiempo que sus padres no iban. Pero ahora tenían que ir, porque la abuela ya no estaba y tenían que cuidar de la casa. A Sabrina le gustaba conocer cosas nuevas, por eso se encontraba tan animada. Tras seis largas horas de coche ya no le parecía tan buena idea ir al pueblo, pero todo le volvió a parecer emocionante cuando mamá aparcó el coche y delante de ellos apareció una enorme casa marrón.
-¿Qué cosas tendría dentro? ¿Descubriría juguetes antiguos de mamá? ¿Habría algún fantasma al estar tanto tiempo la casa sola? ¡Qué miedo! -pensaba Sabrina en silencio.
Cuando se bajaron a penas le dio tiempo a entrar en la casa, porque de repente vino un vecino a hablar con sus padres:
-Hola, mi nombre es Joaquín. Ahora son ustedes los dueños de la casa, ¿verdad? Cuando tengan tiempo me gustaría comentarles una iniciativa que nos gustaría poner en marcha en el pueblo, ya que solo hay diez casas.
-Hola, mi nombre es Laura, y estos son mi marido Jaime y Sabrina, mi hija. Si nos dice una hora esta tarde nos veremos tras colocar las cosas que traemos y hacer una pequeña revisión.
Sabrina no quitaba el oído de la conversación. ¿Este señor tendrá hijos para poder jugar? En solo diez casas quizá no hubiera suerte, así habrá que traer en verano muchos juguetes….
En esas estaba cuando mamá le enseño la casa por dentro y los tres comieron tranquilos en el antiguo salón. La casa era antigua, pero por dentro se estaba fresquito y muy a gusto. Por la tarde se fueron a ver al vecino, los papás estaban intrigados por lo que les iba a contar.
El vecino Joaquín les recibió muy bien en su casa y, cuando salieron de allí, Sabrina no se lo podía creer. Por lo que había oído mientras revoloteaba con sus juegos alrededor de los mayores había bastantes familias nuevas con niños en las casas y, como era un pueblo pequeño y las casas eran viejas, habían pensado entre todos pintar las casas y, además, que los niños hicieran algún dibujo en la pared. ¡Eso sería muy guay!
Cuando estuvieron a solas Sabrina no paraba de preguntar:
-¿Está diciendo este señor que hay más niños, papá? ¿Vais a decir que si y así puedo pintar esta casa tan grande?
-Pensaremos lo que nos ha dicho, pero puede que si venimos más a partir de ahora lo hagamos -le contestó papá.
Pasaron tres meses y el verano llegó. Y así fue. Eempezaron a ir más al pueblo y se organizó un día con todos los habitantes y con los niños. Junto con Sabrina eran siete niños de diferentes edades. Todos estaban encantados con la idea. Los mayores pintaron las casas de blanco y después ellos pintaron flores, arcoiris con diferentes colores, soles y árboles. Mancharon sus manos cada uno de un color y las colocaron debajo de las ventanas. Uno de los vecinos era pintor de cuadros y les dejo alguna brocha para que incluso pudieran pintar mejor.
Cuando todo estuvo terminado parecía el pueblo de la felicidad y de los niños, porque se veía todo muy limpio y con mucho colorido. Sabrina estaba encantada por haber descubierto lo divertido que era tener un pueblo y, además, haber hecho nuevos amigos.
Cuando llegó septiembre y se lo contó a sus amigos no la creían pero a ella le daba igual porque tenía muchas fotos de lo divertida que era su casa. Una casa diferente.
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