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El naufragio

EL NAUFRAGIO


Apoyando ambos codos sobre la barandilla de cubierta, Elena seguía asombrándose de estar a bordo. El barco se deslizaba cabeceando hábilmente sobre el oleaje, algo encabritado pero parejo y se sintió orgullosa de no haber experimentado mareo alguno durante los cuatro días que llevaban embarcados.
-Para vos es fácil, sabés nadar. Esta fue la frase preferida de su marido desde que embarcaron; atrincherado en el camarote, se lo repetía a diario. Como si saber nadar significara algo en medio del océano, a tres o cuatro días de la costa más próxima. Sin embargo, Elena no contestaba porque ese viaje era un milagro y lo sabía.
Su marido temía al mar y se mareaba con sólo mirar la corriente de un arroyo. Sin embargo, la idea de emprenderlo fue suya y ella se lo agradecía en silencio.
En pocos días desembarcarían y los temores quedarían atrás. Seguramente la vuelta sería por avión pero, mientras tanto, se dedicaba a disfrutar.
Abrió los ojos unos minutos antes del amanecer. Sólo lo presentía porque la claridad era difusa y, mirando el ojo de buey, comprobó asombrada que aumentaba y decrecía por momentos, como si el día dudara entre manifestarse o no. También notó, alarmada, la inusitada actividad que se desarrollaba en la cubierta. El personal de a bordo gritaba sin que ella alcanzara a entender las palabras, lo que sin lugar a dudas percibía era la urgencia de los mensajes.
Decidió no moverse, aún cuando la luz incierta le permitió distinguir los contornos más gruesos del camarote. Veía la cucheta de su marido y la suya propia como si fueran de un blanco parejo, aunque sabía bien que no eran así. Tampoco era real el sonido de las voces porque, por mucho que aumentaran su volumen, seguían siendo incomprensibles.
Creyó, mientras miraba asombrada a su marido dormido a pesar del escándalo, que lo mejor era quedarse quieta, en una de esas, cuando la luz terminara de definir la textura de los objetos, las voces dejarían de significar una amenaza.
-¿Qué pasa? Elena, ¿qué significa todo este ruido? Roberto, su marido, se despertó por fin y ya no fue posible esperar que las cosas se resolvieran por sí mismas. Tomó la bata de los pies de la cama y, mientras se cubría los hombros, miró a Roberto pero no le contestó. Abrió la puerta y se dio cuenta de por qué no había entendido una palabra de las que traía el viento. No vio a ninguna persona cerca del camarote y las voces seguían resultando lejanas, aún con la puerta abierta. El mar, en cambio, rugía amenazante sacudido por ráfagas de viento enfurecido y los relámpagos surcaban el cielo. Dio un par de pasos sin saber que lo hacía y se encontró con el agua cubriéndole los tobillos.
Pasó un muchacho corriendo a su lado y le gritó: -Vaya a los botes, señora. Póngase cualquier cosa encima y corra.
Roberto, horrorizado, obstruía la puerta con los ojos fijos en el agua que invadía la cubierta.
-Ya escuchaste, ponete la campera y salgamos de acá.
La expresión en la cara de su marido le permitió sospechar que no terminaba de entender. Ni siquiera se había puesto los anteojos. Decidió mostrarse firme, no era ese el momento adecuado para las explicaciones. Lo apartó sin miramientos y volvió a entrar con decisión.
-Dejame pasar, por favor, tengo los pasaportes en la cartera. Y no te olvides de los anteojos.
El agua salpicaba desde el umbral y comenzó a formar charquitos dentro del camarote y, lo que era aún peor, el piso comenzó a deslizarse peligrosamente hacia babor y tuvo que aferrarse para no caer mientras avanzaba en busca de su bolso. En cuanto pudo asirlo se volvió a tiempo para ver como su marido era arrastrado por uno de los marineros y la furia de la tormenta se tragó sus gritos de protesta.
Se quedó parada durante un rato sin saber qué hacer ni a donde dirigirse. El cielo estaba oscuro, como si hubiera caído nuevamente la noche.
Guiada por los gritos y aferrándose a las paredes para contrarrestar la fuerza del viento, se internó en la cubierta para encontrarse, de pronto, con un grupo del personal de a bordo que ayudaba a los pasajeros a subir a los botes. Trato de obtener información acerca de su marido pero fue inútil. Finalmente, resignada, subió también ella a un bote desde donde manos anónimas la ayudaron a ubicarse.
Tratando de encontrar un lugar en la tabla que servía de asiento miró el barco hundirse sin remedio.
Durante todo ese tiempo no pensó en sí misma. Recién ahora venía a darse cuenta de que ésta tragedia la involucraba. Fue necesario ver al barco desaparecer, tragado por las olas, para hacerse cargo de que los temores de Roberto no eran meras fantasías.
La furia del océano no amainaba y el agua empezó a entrar en el bote. Con la ayuda de diversos cacharros todos colaboraron para arrojar de nuevo el agua al mar pero no tardaron en darse cuenta de que se trataba de una tarea imposible.
Una mujer anciana temblaba sentada en el fondo del bote con el agua hasta la cintura; de pronto se puso de pie y, antes de que nadie atinara a detenerla, se arrojó al mar y ya no volvieron a verla. Los demás quedaron paralizados mirando la oscuridad que se la había tragado al tiempo que la embarcación se volcaba, arrojándolos a todos al océano.
Elena nadó o, más bien, se dejó arrastrar por las olas tratando de mantener la cabeza fuera del agua. No registraba el miedo pero no paraba de repetirse: -no puedo detenerme ahora, debo seguir, como sea.
Algo golpeó contra su muslo derecho y lo tomó con ambas manos, aferrándose a lo que parecía un madero o un trozo grande de plástico. Trató de treparse pero para eso resultaba demasiado chico. Estaba oscuro y el oleaje era tan intenso que se contentó con sostenerse, apoyando en el probable madero la cabeza y dejándose ir hacía donde la corriente la llevara.
Nunca supo cuanto tiempo pasó pero finalmente se despejó o amaneció, no lo sabía, y el mar parecía más calmo. Se limitó a flotar, asida al madero, tratando de recuperar las fuerzas; estaba tan cansada como si hubiera nadado horas.
Sentía el cuerpo frío y la nariz ardiendo por efecto del sol. La tormenta había pasado y el océano parecía tan tranquilo e inofensivo que se sintió animada como para intentar dirigirse a alguna parte. Comenzó a mover las piernas despacio, tratando de no cansarse y sin soltar el trozo de bote que la mantenía en la superficie.
Avanzaba sabiendo que si se topaba con una costa o un navío sería de casualidad. No tenía la menor idea de donde estaba y el único dato, el último que recibió en el barco, hablaba de cuatro días de navegación para llegar al puerto más cercano, pero no tenía idea de su dirección y, aunque la hubiera sabido, no contaba con parámetro alguno para orientarse.
Nadó y flotó de manera intermitente mientras la sed la abrasaba con mayor insistencia a medida que transcurría el día. Cuando cayó la noche, una llovizna fina le mojó los labios resecos y se durmió o perdió la consciencia, hasta que el sol le calentó la cara nuevamente. El mar estaba tan calmo y desierto que casi cede a la tentación de dejarse ir de una vez. Flotaba, boca arriba, con una buena parte del cuerpo fuera del agua, y apenas se dio cuenta que había perdido el trozo de madera. Sentía que el mar podía sostenerla indefinidamente pero el hambre, sumado a la sed, le impidieron dejarse estar.
Avanzó, durante un tiempo incierto, primero de manera displicente, como para hacer algo más que esperar la muerte pero luego acuciada por una especie de premonición que tardó en decodificar pero, sin lugar a dudas, se trataba del sonido de una rompiente.
Allá, mucho más allá de donde sus ojos podían ver, el ruido de las olas estrellándose contra el suelo firme preanunciaba una costa y hacía ella se dirigió sin detenerse, a pesar de la fatiga.
No podía decir que llegó; las olas, nuevamente encrespadas, la depositaron en una costa rocosa y se retiraron dejándola ahí, medio muerta de hambre y de cansancio, pero con la certidumbre que sólo la tierra puede deparar en las esperanzas de un náufrago.
Elena no podía creer en su suerte pero, en cuanto logró ponerse de pie, volvió a sentirse desvalida y a merced de los elementos. Más allá de las rocas crecía un pasto ralo y duro, después algo así como un bosque pero en miniatura y luego unas colinas bajas y ningún signo de presencia humana.
Caminó porque, aunque sentía las piernas pesadas, no podía quedarse quieta. Descalza notó las piedras clavarse en sus pies desnudos y, sin embargo, no se detuvo; quería alejarse de la costa y no paró hasta sentirse a salvo en la cuesta, desde donde podía ver el mar sin que la tocara.
Le costó llegar, en parte por las piedras pero además por el temor. No sabía con que se encontraría del otro lado. El miedo resultó infundado porque, más allá de la cuesta, el territorio pedregoso descendía nuevamente hacía el mar. Era una isla y tan pequeña que bastaba una caminata de pocas horas para recorrerla.
Tenía hambre y la sed le pegaba la lengua contra el paladar, sin embargo, le costaba reemprender la marcha. No tenía modo de saber donde estaba porque a pesar de las penurias, no había perdido la memoria y esa isla, o lo que fuera, no figuraba en los mapas del barco.
-Estoy en ninguna parte, -se dijo en voz alta, mientras avanzaba hacia la parte más empinada de la isla. Se trataba de un islote más largo que ancho, con algo de pasto, unos pocos arbustos espinosos y unos arbolitos retorcidos, de tronco negro y follaje claro que se convertían en un bosque enano, denso y oscuro, en el centro de la isla. Fuera de eso no había más que piedras y el ruido del mar.
Caminó lentamente a lo largo de la cuesta, sobre todo para sentirse en tierra firme, pero sin esperar nada del lugar. Los arbustos, a pesar de que según recordaba era verano, no mostraban fruto alguno y los árboles tampoco.
El sol pegaba fuerte y le costaba ver con claridad porque las rocas reflejaban ferozmente la luminosidad del mediodía. No esperaba nada por eso sintió más claramente la alegría del hallazgo; en medio de las piedras, sin demasiada fuerza pero con determinación, una pequeña corriente de agua se abría paso serpenteando hacía el mar. Se arrodillo entre los peñascos y con ambas manos se llevó el líquido a los labios resecos. Le supo deliciosa y sólo mucho tiempo después se le ocurrió pensar que podría no haber sido potable.
Saciada la sed trató de no pensar en el hambre pero los pies lastimados y las quemaduras de la piel la obligaron a hacerse cargo nuevamente de su situación. No había sombra en ninguna parte y el sol estaba en el cenit. Se resistía a abandonar las cercanías del manantial pero necesitaba completar su recorrido por la isla antes de darse por vencida. Algo habría para comer en ese lugar sin tener que recurrir al mar, no sólo porque no tenía cómo pescar sino que no quería, por lo menos por ahora, acercarse a él.
Estaba tan absorta en la tarea de apoyar la parte menos lastimada de sus pies sobre las rocas que tardó en darse cuenta de la presencia del viejo, inmóvil y tan gris que se le antojó una piedra más en la isla de su infortunio. Pero estaba vivo y la miraba con intensidad, tanta que tuvo consciencia de su desnudez mucho antes de sentirse temerosa por su presencia. Continuaba mirándola, como un fantasma o un gnomo, encogido sobre sí mismo, insignificante para alguien del tamaño de Elena en condiciones normales. Pero esta no era la circunstancia. Atenta al escrutinio del extraño, resbaló y quedó tendida entre las piedras sin saber como levantarse.
Le dolía tanto todo el cuerpo que cuando él le ofreció ayuda la aceptó sin más, del mismo modo que había bebido de la fuente, porque ésta era su nueva realidad y nada podía hacer para cambiarla.
Sintió en su brazo dolorido la mano dura del viejo. Se dejó llevar, no tenía nada mejor que hacer en medio de las rocas ardientes y caminó dejándose arrastrar con docilidad.
No estaba dispuesta a rendirse pero estar desnuda la dejaba inerme por eso decidió hablar, quiso establecer alguna relación civilizada con ese individuo incierto que parecía ser el depositario de su suerte, por lo menos en ese momento.
-Muchas gracias, señor.
Lo dijo con la voz algo ronca, tratando de mirarlo a los ojos mientras caminaban y, haciendo todo lo posible por mostrarse animosa, continuó.
-Me alegro de haberlo encontrado. Llegué nadando hasta aquí porque mi barco naufragó. Mi nombre es Elena. Usted, ¿cómo se llama?
El viejo no contestó y se limitó a guiarla en silencio pero con determinación, tanta que Elena se sintió tironeada pero incapaz de quejarse por eso.
Fueron descendiendo por el lado más oriental de la isla hasta una zona donde las rocas eran tan grandes que tapaban el mar.
El viejo se detuvo de golpe, señalándole un lugar entre las piedras. Elena tardó en darse cuenta de que se trataba de una choza, de techo tan bajo que se asemejaba más a una madriguera. Con gesto perentorio y sin decir nada, la instó a entrar.
Algo parecido a una bolsa, desteñida por el sol y deshilachada en los bordes, le dio la certeza de que esa era la “puerta”. Medio en cuclillas apartó la tela y entró a un lugar absolutamente oscuro. Temía el enojo del viejo si se detenía pero no veía por donde avanzar.
Lo primero que le ocurrió fue chocar contra algo que pendía del techo y, tratando de evitarlo, tropezó con el hogar rodeado de piedras en medio de la habitación y, trastabillando, llegó al fondo de la choza y allí se sentó.
Ahora podía ver el contorno de la cabaña, cuya única fuente de luz era el agujero tapado con la bolsa y lo que había en el interior no contribuyó a tranquilizarla. Del techo, formado por ramas entrelazadas y barro, dispuestos de cualquier manera, colgaban cosas tan diversas como pescados parecidos a momias, oscuros y hediondos y bolsas de contenido desconocido sostenidas por ganchos. Se quedó inmóvil porque no sabía qué hacer. El viejo le tiró algo parecido a un tapado con las mangas arrancadas y, sin mirar si ella se lo ponía o no, tomó de una olla que hervía en el centro del cuarto un poco de sopa y se la acercó; sabía horrible pero la bebió con desesperación y luego se durmió, arrebujada en el tapado, sin atinar a decir ni gracias.
Despertó en lo que parecía ser el amanecer, con todo el cuerpo acalambrado, pero tomando nota que estaba sola en la choza.
De pie, casi tocando el techo con la cabeza, trató de poner en orden sus sentimientos. En primer lugar saberse viva le daba una sensación de alegría tan intensa que la obligó a sonreír a pesar de la situación. Con cautela, se asomó fuera de la cabaña y el sol le pegó en la cara sin piedad. Se tomó sólo el tiempo necesario para untarse de grasa la nariz y los hombros y volvió a salir, arrullada por el sonido del mar y sonriendo de nuevo ante la brisa suave que le acariciaba el cuerpo.
El atuendo que el viejo le proporcionó el día anterior se completaba con unas chinelas de felpa, raídas y del mismo pie, pero mucho más cómodas que sus pies lastimados y desnudos para caminar hacía la costa.
No tenía ganas de meterse en el agua, el cuerpo le dolía demasiado como para intentarlo, además, aunque le costara reconocerlo, tenía miedo. Pensar en introducirse nuevamente en el mar la sumergía en el horror de flotar a la deriva, en medio de la nada, sin la menor esperanza de costa alguna. Recién ahora podía permitirse el lujo de reconocer la magnitud de su miedo en el desierto de ese océano calmo en el cual abrió los ojos, nada más que para darse cuenta de que no tenía a donde ir.
No quería entrar pero se sentó en la arena, contemplando la inmensidad calma del mar el tiempo suficiente como para sentir su soledad de naufraga.
El viento cambió y las nubes comenzaron a tapar el sol. Volvió, con paso cansino y muerta de hambre a la choza donde el viejo la esperaba con pescado asado y unos frutos que no sabían a nada que ella hubiera probado nunca.
-Gracias, no se si me entiende, pero igual quiero agradecerle lo que hace por mí. La comida es muy rica.
Elena mintió con la sonrisa aún bailándole en la cara y miró esperanzada al viejo, aún esperando que se decidiera a hablar. La tarea fue inútil porque él se mantuvo ocupado con los cacharros de la comida sin mirarla siquiera. Volvió a arrebujarse en el camastro de hojas, tapada con el abrigo y se durmió de inmediato.
Se estableció algo parecido a una rutina. Cuando se despertaba por las mañanas el viejo ya no estaba ahí pero no olvidaba dejarle un cuenco, oscuro de puro sucio, con pescado fresco. Elena lo comía, disciplinadamente y emprendía el camino hacía la costa como si algo tuviera que hacer ahí; sin embargo, sólo se limitaba a mirar, durante horas, el horizonte vacío.
No quería pensar pero las imágenes acudían solas a su memoria y cada día añoraba más a su marido y su casa. El sentido común le decía que esa era una ruta olvidada y la posibilidad de ser rescatada era más bien remota. De a ratos lloraba pero, sobre todo, se dejaba estar, mirando el infinito.
Nunca supo cuanto tiempo pasó repitiendo esa rutina. Hubo un día “uno” pero los demás eran simplemente días. Lentamente comenzó a volver. Se permitió pasear la mirada a su alrededor y el mar fue perdiendo su capacidad hipnótica. La isla no se había vuelto más habitable pero se sintió mejor formando parte de lo que le estaba ocurriendo.
No estaba acostumbrada a la inmovilidad así es que, aprovechando una profunda concavidad en las piedras que constituían la barrera entre el refugio del viejo y el mar, comenzó a construir su propia casa. Cavó una grieta profunda en la arena en el perímetro aledaño a la excavación rocosa y plantó piedras a modo de cimiento en un radio corto y circular, no estaba muy segura de cómo mantener una pared en pie pero sabía que los cimientos eran como las raíces de las casas. Copiándose del viejo, después de observar detenidamente su casa, hizo una amalgama húmeda de arena y tierra de la zona cercana a la vertiente y con ella fue pegando piedra por piedra.
La tarea era lenta pero ella no tenía apuro y, para su sorpresa, durante una de las frecuentes tormentas nocturnas que barrían la isla como un huracán, no se derrumbó.
La pared fue creciendo; no quería que fuera muy alta y decidió dotarla de una ventana que ya vería como cerrarla durante el invierno. La puerta resultó un agujero estrecho entre la pared y las piedras del acantilado. Le pareció perfecto y, aunque aún no se le ocurría el modo de construir un techo aceptable, estaba tan satisfecha con la construcción que pasaba largas horas en su interior, sin pensar en nada pero sintiéndose a salvo.
El viejo la miraba hacer, mudo como siempre pero, por lo poco que Elena había llegado a conocerlo, sabía que no la reprobaba. Continuó alimentándola durante todo ese tiempo en el cual ella no se atrevió a volver al mar, sin embargo, emprender la construcción de su propia casa la dotó de una seguridad nueva y, una mañana, se levantó con la convicción de que podría volver al mar y contribuir con la comida de ambos.
-No sé si usted es sordo o simplemente no me entiende pero igual se lo digo. Necesito algo de ropa para entrar en el agua. Una malla o un pantalón corto y una remera. Puedo pescar y traer huevos o algas pero para eso tengo que entrar en el agua; por ahí usted no lo entiende pero no puedo volver a nadar desnuda. Me asusta demasiado.
Elena se quedó en silencio observando al viejo, el cuál, al principio, la había mirado directamente a los ojos pero luego pareció distraerse antes de que Elena terminara de hablar.
Callado, como de costumbre, salió de la choza y volvió muy tarde por la noche. Parecía cansado; casi sin mirarla le alcanzó a Elena una bolsa de tela con los elementos que ella le había solicitado. Algo parecido a una remera de chico que a gatas cubría sus senos y un pantalón, corto y deshilachado, pero que le entraba perfectamente.
En la bolsa había algunas otras cosas ella no sabía para qué servían pero que desaparecieron por la mañana, antes de que pudiera reflexionar al respecto. Sin olvidar las formas y por que de veras necesitaba decirlo, exclamó: -Gracias, señor. Mañana salgo de pesca.
Por la mañana caminó hacía la costa con la determinación intacta. Recién a mitad de camino se dio cuenta de que había olvidado las chinelas y, pensando en el dolor de sus pies llenos de costras sanguinolentas, el primer día en que despertó en la choza del viejo, se sentó en una piedra y examinó largo rato las cicatrices blancas y gruesas que surcaban las plantas de sus pies. Esa fue la primera medida que tuvo del tiempo transcurrido en ese lugar. Decidió seguir porque había sorteado sin mayores molestias la zona más densamente poblada de piedras y, en adelante, el terreno estaba cubierto más que nada de arena.
Se mojó los pies en los charcos efímeros de la costa y avanzó hasta sentir el agua lamiéndole las rodillas, miró a ambos lados no por precaución sino más bien buscando el pánico que le había impedido volver a entrar en el mar y, como no encontró nada de eso, se zambulló en el agua calma de la bahía y volvió a ser feliz después de vaya una a saber cuantos meses.
Nadó y se sumergió un par de veces antes de recordar el propósito que la había llevado ahí. No tenía la menor idea de cómo hacer para atrapar un pez con sus manos pero, en cambio, logro recoger un buen manojo de algas con las cuales volvió a la costa. Ya se disponía a irse cuando divisó un cangrejo que trataba, presuroso, de enterrarse en la arena. Usando parte de las algas lo envolvió y corrió lo más rápido que pudo hacía la choza. El animal, desesperado, sacaba sus pinzas por el entretejido de algas pero Elena conservó el control y logró depositarlo junto al caldero humeante en el que el viejo preparaba la cena. Esta vez no hubo dudas, su anfitrión estaba riendo.
Las algas no fueron, al parecer, comestibles, por lo menos el viejo no las incorporó a la sopa. El cangrejo, en cambio, resultó la primera comida sabrosa que Elena disfrutó en la isla.
Cuando a la mañana siguiente se despertó y salió dispuesta a volver a la playa, vio las algas extendidas sobre las rocas como ropa puesta a secar. Sabía que eso significaba algo pero tardó en decodificar de qué se trataba.
Corrió descalza y se zambulló en el agua azul, medio incandilada por los destellos del sol en la superficie pero feliz porque podía participar de la fiesta que ofrecía el mar. Se tendió en la playa a descansar y volvió a sumergirse tantas veces que perdió la cuenta pero no se olvidó de las algas, supuestamente inservibles y, para no caer con las manos vacías, se hizo de unos cuantos huevos, según creía, de gaviotas, y llegó poco después de mediodía a la choza. El viejo no estaba y ella comió sin culpa del cuenco sucio.
Las algas expuestas al sol finalmente le decodificaron el mensaje que estaba buscando. No sabía para qué las quería su anfitrión pero vio que se habían tornado rígidas como palos y sus ramificaciones, duras y resistentes, seguramente resultarían un buen soporte para el techo de su casa.
No se atrevió a usar las que el viejo tenía al sol así es que hizo lo propio con las que trajo ese día, disponiéndolas, lo más extendidas que pudo, sobre las rocas bajas, más allá de la construcción. Por una vez, cuando despertó, tenía tantas cosas qué hacer que no sabía por donde empezar.
Fue a la costa, en primer lugar porque era lo que más le gustaba pero, además, sentía la responsabilidad de llevar algo a la mesa. Cómo si esto fuera poco estaban las algas -¿para qué las usaría el viejo?-, necesitaba más para completar su techo y además le encantaba bucear en la bahía calma y de aguas cálidas.
Las algas que necesitaba crecían en una zona rocosa que, desde la costa, parecía bastante superficial pero en realidad enraizaban, o lo que fuere, varios metros más abajo.
Con el correr de los días fue descubriendo diferentes especies de algas, la mayoría de las cuales no servía a su propósito y sólo unas pocas resultaron aptas, a juicio de su anfitrión, para el consumo como alimento. Le apenaba verlas fuera del agua y darse cuenta de que se había equivocado. Las pobres se limitaban a secarse hasta casi desaparecer antes de que ella hubiera descubierto cuál era su diferencia con las que buscaba.
Lo peor, debía reconocerlo, era la mirada socarrona con que el viejo desaprobaba una cosecha inútil. Muda, como él, se concentraba, furiosa, tratando de conocer las diferencias para ganarle la pulseada.
Aprendió que las más aptas se daban en mayor número cerca de la costa y, a medida que se alejaba de la playa, las variedades se entremezclaban y le resultaba mucho más difícil reconocer las que necesitaba. Con las comestibles no logró grandes progresos; sólo estaba segura una vez depositada su cosecha en la arena y, para evitar las burlas de José, así era como había bautizado al viejo para sus adentros y terminó llamándolo de esa manera en voz alta, dejaba allí a las inútiles o las devolvía al mar.
La cantidad de “leñosas”, extendidas del lado que consideraba suyo de las piedras, fue creciendo hasta que le pareció que el número era suficiente. Quizá había llegado el momento de volver a preparar el barro para encarar la construcción del techo.
Durante todo ese tiempo aprendió varias cosas, a saber: la zona de la playa a la cual iba regularmente, el manantial, la construcción de “su casa” y la madriguera de José eran de acceso irrestricto. Es decir, en esa zona podía hacer lo que quisiese. Fuera de allí las cosas eran bastantes distintas.
A veces emprendía largos paseos a lo largo del islote y José se mantenía al margen y la dejaba hacer pero en otras oportunidades, y ella no sabía a santo de qué, él le impedía el paso donde, ayer mismo, había caminado sin problemas. Pero el verdadero tabú estaba en la zona oeste de la playa: siempre que intentaba acercarse a ese lugar, José aparecía, con la mirada hosca, cerrándole el paso con determinación; un par de veces Elena intentó sortearlo, después de todo era bastante más alta que él, pero el viejo parecía crecer con la furia y ella lo dejó pasar. Después de todo, la había cuidado durante todo ese tiempo y le merecía más respeto que indignación.
Abandonó sus pretensiones sobre el lado oeste y se dedicó a techar su cabaña. Los días se acortaban y, por las tardes, un frío viento del sur la corría de la playa.
Preparó el barro y entretejió lo mejor posible las hirsutas ramas de las algas secas y embadurnó como pudo los huecos con la pasta. La mayor parte de las veces el barro caía sobre las piedras del piso de la choza pero, de tanto intentarlo, los huecos se fueron cerrando y la luz dejó de asomar entre la enramada.
-José.
El aludido se dio vuelta y la observó con detenimiento.
-Quiero que vengas a ver mi estufa para el invierno y, si me conseguís algo para tapar la ventana y la puerta, por ahí te invito a cenar en mi casa.
Esta frase nada pereció significar para él porque dejó de mirarla y continuó revolviendo lo que fuere que estaba cocinando.
Elena continuó hablando porque no podía parar de hacerlo y, aunque no la escuchara, tenía que decírserlo.
-¿Qué vamos a hacer en el invierno, José? Ahora en la playa hace frío y yo ni siquiera pude armar una red que me garantice pescar algo cada día. No sé como conseguís vos tus peces. No sé cómo has hecho para sobrevivir ni cuanto hace que estás acá. Ojalá pudieras contestarme, no sabés cuánto daría yo por una palabra.
Elena lloraba cuando terminó de hablar y no podía explicar qué se había hecho de la alegría que la embargó cuando probó la hoguera en su cabaña, junto al cúmulo de rocas del fondo y, según ella lo había imaginado, el humo se elevó recto y salió por la chimenea natural. Estaba deslumbrada con su invento cuando salió a contárselo a José y terminó llorando cómo una niña desvalida. No entendía qué le pasaba, por lo cual, se replegó en su casa y continuó llorando frente a las llamas del hogar.
Poco a poco se fue calmando y, cuando estaba a punto de irse a dormir, entró José. Sin mirarla se dirigió al fuego y contempló con admiración la chimenea, luego se volvió y depositó, en medio de la habitación, un enorme saco. Sólo entonces la miró, como si de veras entendiera y, con una breve inclinación, se retiró como una sombra.
La luz que irradiaba el fuego había disminuido notablemente por lo cual Elena alimentó la fogata antes de tomar el saco. Era pesado; lo arrastró hacía el lugar mejor iluminado y lo abrió. Una tela enorme, una cortina quizá, salió en primer lugar. A la luz vacilante parecía de un color rojo oscuro y el tejido era grueso, “rústico” dirían sus amigas a miles de kilómetros de distancia y desde un pasado tan remoto que le sonaba irreal, pero supo que le serviría para la puerta y la ventana; después apareció una chaqueta con botones dorados, como de uniforme, un par de zapatos con cordones, dos pantalones, gruesos y apolillados y tres camisas de diferente tamaño y algo manchadas. Pero la frutilla del postre estaba en una caja rectangular, de madera delicada: una caña de pescar compuesta por varios segmentos que encajaban perfectamente entre sí y una variada gama de anzuelos. Se reía y lloraba de agradecimiento mientras miraba los objetos esparcidos por el piso.
-Lástima que no le dije que jamás pesqué y, además, no recuerdo un lugar adecuado para hacerlo en mi sector de la isla.
Le hablaba a él, aunque ya no estaba y también se hablaba a sí misma porque detestaba el silencio.
-Mañana veré, o le pregunto, total, siempre parece saber lo que quiero.
Dispersó las brasas y se acostó envuelta en la cortina sucia. Se durmió de inmediato.
Por la mañana, bien abrigada con los pantalones masculinos, la chaqueta abrochada y la caña en la mano, llamó a José desde la puerta de su cabaña. -Ahora somos vecinos, se dijo y, medio en serio pero con una sonrisa, decidió que, de ahora en más, no volvería a entrar sin llamar.
El gesto fue inútil porque él no estaba y lo vio cruzar con paso cansino la cuesta, desde la otra orilla, en su dirección.
Mostrándole la caña y antes de que alcanzara a llegar, Elena ya le estaba gritando.
-José, quiero pescar pero no sé donde hacerlo, además no me dijiste qué usar a modo de carnada.
Elena aprendió a pescar pero la llegada del invierno, con sus días eternamente grises, la volvió taciturna; el viento, cada vez más frío, la desalentaba de permanecer en la costa.
Sentada, con la caña en la mano, medio empapada entre las rocas, inmóvil de cara al mar y esperando que picaran los peces, se sentía más perdida que nunca. A decir verdad, lo que más le molestaba era verlos contorsionarse en la arena, desesperados por el oxígeno que no podían obtener del aire. Más de una vez los devolvía al mar, por lo cual, pasó gran parte del invierno comiendo huevos o el horrible pescado ahumado que le ofrecía su vecino.
La soledad y la ausencia de palabras la estaban enloqueciendo. Por las madrugadas se despertaba escuchando voces que la llamaban y, cuando se levantaba, sólo el viento le ofrecía un sonido familiar. En esos momentos, aunque jamás se lo dijo, odiaba a José. No era justo, él no podía haber sido más amable con ella, pero tampoco lo era morirse en un lugar ignoto sin una palabra de consuelo.
-Sé que voy a morir antes de la primavera. Esta oscuridad es peor que el mar cuando me perdí en él. Nunca un puto rayo de sol, sólo nubes y lluvia y viento frío. ¿Quién mierda inventó este islote? Si no fuera por este estúpido pedazo de roca yo estaría felizmente ahogada y ya.
Se dio cuenta de que hablaba en voz alta porque sintió la mano de José, dura como una garra en su hombro y se volvió para mirarlo. Parecía más flaco y pequeño que la primera vez que lo vio. Su mirada era intensa, como siempre, pero ésta vez creyó notar un matiz de desesperación. Como si, por una vez, le estuviera pidiendo ayuda. Se puso de pie y, luego de recoger la caña, lo miró con detenimiento. A pesar del deterioro de su cuerpo más que un viejo le pareció un niño desnutrido, solo e infinitamente más perdido que ella.
-Mejor nos volvemos, José. Hace mucho frío y me duele el estómago. Si querés, tengo huevos en mi casa. Son más fáciles de conseguir que los peces.
Elena hablaba sin pensar en lo que decía porque la desesperación de José era más de lo que podía soportar. Quería hacer algo para romper el sortilegio de su mirada y caminó esperando que él la siguiera.
José aceptó los huevos y se marchó agobiado, sin mirarla.
Por la mañana salió hacía la costa, algo más animada porque las nubes eran menos oscuras que de costumbre y se quedó hasta que consiguió pescar. Volvió, caminando rápido porque tenía hambre y no se podía sacar de la cabeza la mirada de José; a medida que se acercaba a la casa sintió las primeras gotas de la lluvia casi cotidiana sobre su piel, bajó la cabeza y sólo la levantó cuando ya estaba muy cerca de su refugio.
Frente a la casa de José había algo, un bulto desconocido y anómalo, tanto que tardó en darse cuenta de qué se trataba, después de todo, nunca lo había visto sentado. Parecía un títere, apoyando la espalda contra la pared y con el torso levemente torcido hacía la entrada, como si aún tratara de penetrar en su interior. Supo que estaba muerto antes de llegar.
Lo tomó en brazos y lo levantó con notable facilidad, pesaba menos de lo que había supuesto y en su carita devastada leyó la soledad que no le había notado mientras estaba vivo. Con desesperación le frotó las manos heladas, llorando, porque sabía que todo esfuerzo era inútil. José estaba muerto y no había estado ahí para ayudarlo en el peor momento.
El se ocupó tan concienzudamente de ella durante todo ese tiempo, sin pedirle nada a cambio, que Elena actuó como si fuera parte de la isla. Muerto José no pudo menos que asombrarse de que el islote no desapareciera con él. Todo pareció precario a su alrededor porque ese hombrecito sin edad se transformó, nomás llegar a la isla, en su punto de referencia y ahora no sabía qué hacer ni que esperar de la vida sin él.
Hacía el mediodía decidió darle sepultura aunque no podía ni siquiera imaginar como sería un rito funerario acorde a una vida como esa. En el fondo de su corazón ella sospechaba que José no era un humano pequeño sino otra cosa; un ser proveniente de otro tiempo o de otro lugar. En realidad sentía que era más que eso porque parecía llegado de algo así como un universo semejante pero con códigos incompatibles. Era parecido a cualquier persona pero nada encajaba del todo. No hablaba pero la lógica no le era desconocida, sin embargo no podía imaginarse a un ser pensante sin un lenguaje y él no emitió jamás ningún sonido, por lo menos en su presencia.
Por primera vez exploró la cabaña de José y tuvo tiempo de asombrarse de la cantidad de cosas que había acumulado en ella; sin embargo, no encontró nada parecido a una pala. Había, eso sí, cacharros de todos los tamaños al parecer de barro y, cuando se disponía a irse vio, contra la pared del fondo, algo que tomó por un balde, de latón o algo parecido. No tenía importancia cuán resistente fuera porque el suelo donde pensaba enterrarlo era más que nada barro, si no había parado de llover desde la llegada del invierno.
Transportó el cadáver de José en brazos hasta las inmediaciones del manantial, lo depositó en el suelo y, luego de apartar las rocas más grandes, cavó en el barro, con la ayuda del balde, más que una fosa, una canaleta corta y poco profunda. Cuando lo depositó en ella vio que sobraba espacio, como si ese pequeño ser se hubiera encogido aún más con la llegada de la muerte. Lo acomodó como si se tratara de una cuna y pasó mucho tiempo llorando antes de decidirse a cubrirlo con la tierra.
Colocó tres piedras sobre la tumba no porque significaran algo sino como señal, temía olvidarse del lugar y necesitaba volver.
Entró en su casa, empapada y muerta de pena al atardecer. El espacio se había vuelto infinito y ninguna mirada la incluía.
Seguramente, durante todo el tiempo que se tomó la primavera para afianzarse, se ocupó de sí misma de manera eficiente, aunque no lograra recordarlo porque el primer día de sol, con un cielo tan diáfano que dolía mirarlo, la tomó por sorpresa mientras caminaba decididamente hacía la costa. Se detuvo a contemplar el cielo con el ceño fruncido por la luminosidad y el corazón golpeándole el pecho.
Continuó recorriendo el sendero, guiada por la urgencia cotidiana pero luego aminoró el paso sacudiéndose la rutina, mientras y, como si fueran fotos, los sucesos de los últimos meses fueron ocupando el lugar correspondiente en su memoria.
Se vio cubriendo de piedras la tumba de José y repitiendo los ritos de todos los días, pescar, caminar a lo largo de la isla esquivando las piedras y cargar los cacharros con agua fresca de la vertiente y, sobre todo, respetando las reglas, como si aún hubiera alguien capaz de garantizar que se cumplieran.
La consciencia vino acompañada de la curiosidad. Volvió lentamente sobre sus pasos y se dirigió con determinación a la costa oeste.
Sorteando las últimas estribaciones rocosas que la ocultaban se encontró, de pronto, con una playa amplia de arena blanca y aguas calmas. Encantada, pisó la arena blanda antes de pasear la mirada a su alrededor.
Para su asombro, ahí estaba la respuesta a todos los interrogantes que se formuló desde su llegada a la isla. A la luz deslumbrante de la mañana los restos de un navío, encallado en la arena, le dieron la pista que José le negó.
A decir verdad se trataba de una mitad porque la proa estaba desaparecida.
Un miedo reverencial le impidió avanzar durante un largo rato aunque sabía que ya no podría volverse como si no hubiera visto nada. El barco estaba ahí, desafiándola y Elena sintió que, entraba ahora, o se marchaba para no volver.
Estaba inclinado sobre la arena y los maderos sueltos le facilitaron la tarea. Pudo treparse sin mayor dificultad; se trataba de una embarcación pequeña, de estructura tan simple que le pareció antigua. Podría haber estado encallada durante decenios.
La parte de la cubierta que no fue destruida por el choque contra la playa estaba llena de arena y sólo un espacio central, desde el exterior a la cocina, mostraba signos de haber sido transitado durante todo ese tiempo.
José no tuvo interés por ningún otro lugar, al parecer, pero Elena sí. Avanzó, evitando deliberadamente el camino que él frecuentaba y se encontró en un corredor con puertas a ambos lados; estaban parcialmente trabadas por la arena y, en las dos primeras, no encontró nada que llamara su atención, si bien tomó nota de las cuchetas y de la ropa de cama, bastante bien conservada. Siguió avanzando a pesar de que la sensación de estar cometiendo un sacrilegio no hacía más que crecer en su interior.
En el siguiente camarote la cucheta estaba ocupada. Seguramente se trataba del capitán del barco, o algo así, aunque su tamaño no era mayor que el de José. El cadáver estaba ataviado con un uniforme blanco y la gorra, algo grande en el cráneo desnudo, se había movido de lugar y le tapaba parcialmente la cuenca del ojo izquierdo. El olor de la muerte había desaparecido o, por lo menos, ella no lo percibió. No entró, ni siquiera tocó la puerta abierta y, dispuesta a no perderse nada, continuó avanzando hasta el próximo cuarto. El pasillo era estrecho y los pies de Elena parecían de plomo. En realidad, la puerta que le faltaba era la última porque más allá reinaba la destrucción generada por la colisión contra la playa, pero se obligó a mirar. No sabía por qué, pero debía hacerlo. Tal cual lo supuso, un cadáver la esperó en el último camarote; también ataviado de blanco aunque la gorra parecía diferente y el esqueleto ocupaba un lugar mayor en la cama.
El final del pasillo era un hueco enmarcado por maderas astilladas. Con sólo un pequeño salto estaría nuevamente en la playa. Sin embargo, Elena volvió sobre sus pasos.
Superando a duras penas el temor, volvió a entrar en los camarotes vacíos y abrió con impudicia los armarios. Necesitaba ropa, porque la que tenía estaba hecha jirones y el tapado original, rígido de mugre. Riéndose, momentáneamente a salvo del temor, cargó en una bolsa blanca pantalones y camisas, de un blanco amarillento pero en buen estado. También puso sábanas y chaquetas, toallas y zapatos varios hasta vaciar el camarote. Ya volvería más tarde, para ver que quedaba en la cocina. Una vez en su casa, se entretuvo midiéndose la ropa limpia, lamentando, por primera vez, no tener un espejo.
La tarde declinaba pero la urgencia por los víveres, seguramente abundantes en la embarcación, la obligaron a volver, con un propósito más preciso. Siguiendo, esta vez sí, las huellas de José, caminó con decisión. Se detuvo un instante, antes de entrar a la cocina, observando atentamente el camino que los diminutos pies de José habían trazado en la arena.
Nunca le faltó la comida mientras él vivió y, muchas veces, se daba cuenta ahora, fue gracias a las provisiones que sustraía del barco. A pesar de todo, sintió que transgredía las prohibiciones impuestas por José y, pidiéndole perdón en voz baja, se internó en la cocina. En la bolsa más grande que encontró cargó la mayor cantidad de comida enlatada que pudo.
Los llamó víveres o los tomó por tales, dada su ubicación en los anaqueles, aunque las latas y frascos, perfectamente etiquetados, no contenían una sola letra que pudiera identificar. De todos modos, pensó, algunas de esas cosas comí, cuando José vivía, y no le habían hecho mal.
La bolsa estuvo llena rápidamente, aunque aún quedaban muchos envases en las repisas más altas. -No importa-, se dijo, -total, mañana puedo volver.
Salió, por segunda vez en ese día de la embarcación siniestrada, arrastrando la bolsa por la arena blanca de la playa. La noche se acercaba pero el cielo continuaba despejado y sólo una brisa leve agitaba los pastos reverdecidos.
Intensamente fatigada depositó la bolsa en medio de la cabaña y la vació con prolijidad, depositando al lado de la estufa los envases con las cosas que suponía comestibles. Tenía hambre y, en una de las etiquetas, le pareció reconocer la imagen de los frutos con los cuales José solía agasajarla. Se trataba de un frasco de aproximadamente medio litro, con la tapa enroscada. Se equivocó porque no eran frutos sino alguna clase de carne, fuertemente avinagrada, que comió con placer hasta la saciedad.
Con camisa limpia y chaqueta blanca, nunca sabría si de marinero o capitán, se quedó dormida, por primera vez en mucho tiempo, con la panza llena.
Hacía la madrugada escuchó el ruido del viento, aún sabiendo que se despertó por otra causa. Desde la estufa, siempre encendida porque el frío no había amainado, le llegaba el resplandor de las piedras y una breve sombra de las cosas que la rodeaban. El blanco de las bolsas rescatadas del barco y la silueta de las redes apiladas a la izquierda y casi nada más, sólo sombras.
Trató de dormirse nuevamente. El viento no la asustaba ya, total no hacía más que rugir durante todas las noches, pero no pudo relajarse porque el ruido parecía demasiado cercano. Era como si algo intentara introducirse dentro de la cabaña. Irreflexivamente miró la estufa y, para su horror, vio piedras, pequeñas pero cada vez más numerosas, que penetraban a través de la chimenea y terminaban su carrera en medio de la habitación.
Se incorporó mientras notaba que la tormenta rugía más furiosa que de costumbre. Se irguió, ahora totalmente despierta y, ni bien afirmó sus pies descalzos sobre las piedras desparejas, notó el temblor. El suelo se movía como si toda la isla estuviera a punto de cerrarse sobre sí misma. No sabía hacía donde correr y se quedó parada, viendo como la avalancha de piedrecillas apagaba el fuego y luego la oscuridad. Se acurrucó en el piso frío esperando el final.
Lentamente y de manera espasmódica, el piso dejó de saltar, mientras el viento perdía parte de su furia. Elena temblaba, envuelta en una cortina, acurrucada sobre el piso helado sin animarse a dar un paso. La oscuridad era completa y la estufa apagada le negaba cualquier referencia posible. Estaba convencida de que, si mantenía los ojos abiertos, sabría qué hacer si las cosas empeoraban. El ruido del viento, hasta ese momento ensordecedor, fue disminuyendo hasta permitirle escuchar el sonido de las olas en la rompiente más próxima. La tormenta pasó y, por fin, la claridad del amanecer comenzó a filtrarse por la espesa cortina de la puerta.
La lluvia cesó junto con la aparición de la luz y, cautelosamente, sacudiendo sus piernas entumecidas, se acercó a la salida porque necesitaba constatar que el islote seguía ahí y no había sido arrastrado, en el curso de la tormenta, transportándola a algún lugar de pesadilla, como supuso en el curso de la noche.
A la temprana luz de la madrugada el paisaje era aterrador. Todo parecía fuera de su sitio y la cabaña de José, a la cual mantuvo intacta como un santuario durante todos esos meses, estaba, lo que quedaba de ella, aplastada contra el piso. Las paredes, construidas con rocas puestas de cualquier manera, rodaron, dejando el techo sin sostén. Las piedras de los alrededores estaban agrietadas y, algunas, habían rodado hacía la playa; los arbustos, apenas reverdecidos, con gran parte de sus ramas quebradas y esparcidas lejos de sus troncos, aparecían vencidos, asomando apenas a ras del suelo.
Elena dio un par de pasos más y luego se volvió, aterida. Regresó a su cabaña pensando que si había resistido a tamaña devastación, dentro de ella era invulnerable. Antes de entrar observó con asombro el cielo, el cual, inexplicablemente, lucía despejado.
Levantó la compleja armazón de ramas y tela que le servían de puerta y lo propio hizo con la ventana.
La estufa, atorada de piedras, dejaba pasar los rayos del sol por un espacio que antes no estaba ahí. La chimenea era ostensiblemente más grande y la garganta mostraba grietas profundas y nuevas.
Se apresuró a despejar de piedras la estufa porque temía que este nuevo formato resultara poco apto para llevarse el humo fuera de la cabaña. Por suerte, no fue así y, en cuanto encendió el fuego, usando el eficiente yesquero de José, el humo se elevó, recto, desde las llamas reconfortantes de su hogar recuperado.
Algo más tranquila recordó su propósito del día anterior en el sentido de traer la mayor cantidad de cosas útiles de la embarcación a su casa. Con paso decidido se dirigió a la costa oeste pero mucho no avanzó por la invitadora arena blanca. La playa se hallaba reducida a la mitad y la embarcación había desaparecido.
A pesar de su formación religiosa, Elena nunca pensó en el destino como ineludible, sin embargo ahora, frente a la desaparición de la nave, no podía dejar de sentir que la furia de los elementos de la noche pasada fue algo así como un castigo por su temeridad.
José, furioso como cuando Elena insistía en introducirse en las zonas prohibidas, la castigó, llevándose el barco y sus provisiones.
Retrocedió sobre sus pasos, temerosa y profundamente acongojada y, pasando de largo la puerta de su cabaña, se acercó a la tumba de José, casi esperando que hubiera desaparecido. Estaba ahí, con las tres piedras intactas, más blancas que de costumbre por la acción de la lluvia de la noche anterior. Se quedó largo rato parada frente a ella, con los pies húmedos de barro, sin lograr articular una plegaria o una invocación que le permitiera recurrir a él, como en cada una de las crisis anteriores.
El viento frío le recordó que aún tenía muchas cosas para hacer antes de que terminara el día.
La costa oeste le había deparado otra sorpresa, además del barco. Una corriente cálida le permitió volver al mar y nadó feliz en las aguas cristalinas y, cómo si esto fuera poco, los huevos, incluidos los de tortuga, eran más abundantes. Comió, en parte gracias a las provisiones del barco pero, sobre todo, porque la pesca era más fácil en esa zona. No quería decirlo, pero de veras consideraba que José la marginó de la comida, más allá de su decisión de apartarla del barco, cuando le negó el acceso a esa playa.
La primavera, aunada a la alimentación abundante, le inspiraron ideas nuevas. Quería volver. Añoraba su casa y sus costumbres y estaba harta de frotar con aceite de pescado sus manos agrietadas.
No valía la pena repetirse que nadie la buscaría en ese lugar porque, en tanto y en cuanto este lugar existía, alguien tendría que verlo con sólo pasar cerca si ella pudiera enviarles una señal. No tenía cohetes ni nada que sirviera para hacer una hoguera en medio de la isla, pero estaban las cortinas.
-¿De donde sacaste estas cortinas, José? Sólo vi tanta tela junta en la sala de juegos de un casino, en mi país.
José, como de costumbre, no le contestó pero, por su gesto, Elena supo que sabía de qué le hablaba. El misterio continuó sin develarse aún cuando descubrió el barco, porque las cortinas de los camarotes eran pequeñas y de colores neutros. Sin embargo, ahora, esas enormes telas del color de la sangre coagulada, iban a tener un uso nuevo. Lejos de tapar, se convertirían en el único faro posible.
Las rocas que servían de pared frente al mar, en la zona prohibida, le parecían difíciles de escalar pero debía intentarlo para llevar a cabo su propósito. Una bandera colorada en medio del océano debía, necesariamente, ser visible desde una distancia considerable.
Subió, temprano por la mañana porque era la hora más calma del día, con la cortina atada a un hilo, muy atrás. De pronto se había vuelto temerosa y se imaginó cayendo entre las piedras, enredada en su improvisada bandera; por eso la llevaba lejos.
Parada sobre el peñasco y mirando al mar, sintió un poco de vergüenza por los temores que habían retardado la realización de su proyecto.
No sólo la ascensión fue fácil, sino que, mirando la playa, notó que su bandera no estaría tan alta como ella la necesitaba. Desde arriba, lo que consideró casi una montaña cuando la vio por primera vez, aparecía como lo que realmente era: una enorme roca, vieja y fragmentada por la erosión.
El mástil de la bandera, dos de los estantes de la cabaña de José atados con una cuerda, resultó tosco y poco apto para permitir que la cortina flameara como Elena supuso que lo haría, además, tratándose de maderas planas, fue difícil afianzarlo en las rocas fracturadas de la cúspide.
Parada sobre la arena blanca de la playa, Elena contempló su obra con escepticismo.
La bandera, más que flamear, a pesar de que el viento aumentó mientras ella miraba, parecía empeñada en enroscarse sobre las maderas que la mantenían amarrada sobre el peñasco.
Caminó de vuelta a su casa, desencantada y sintiéndose, más que nunca una extraña en ese lugar. El viento, siempre frío, le erizaba la piel pero no apuró el paso. La casa que construyó con tanto entusiasmo dejó de ser un refugio agradable en cuanto comenzó a considerar como factible el rescate. Ya no le gustaba tanto, ciertamente, pero tuvo que reconocer nuevamente su utilidad; en cuanto dejó caer a sus espaldas la cortina enmarcada que le servía de puerta, el viento dejó de silbar y la estufa volvió a encandilarla con el reflejo de sus brasas, parcialmente cubiertas de cenizas.
Los días comenzaron a transcurrir como al principio, nada diferenciaba una jornada de otra y, sólo de tanto en tanto miraba a lo alto del risco, nada más que para cerciorarse de que la bandera seguía ahí, casi siempre enroscada en la madera que hacía las veces de mástil, pero, por lo menos, no fue arrastrada por el viento.
Cuando el verano se afianzó Elena pasaba la mayor parte del día en el agua. Tenía la piel correosa y oscura de quienes están mucho tiempo al sol y sus músculos destacaban cubriendo valerosamente los huesos casi desnudos. Como alguna vez lo soñó, siendo una señora de la clase media acomodada, su cuerpo era esbelto y sus movimientos tan gráciles como en los primeros años de su juventud. Lo que no imaginó jamás fue el hambre, mucho más poderoso que una buena imagen en el espejo, como motor de la figura estilizada contemplada en su sombra.
Aún tenía unas cuantas latas sin abrir cuando escuchó la sirena.
Fue durante las primeras horas de la tarde, apenas después de acabar su pescado asado.
Hacía calor y le apetecía una siesta. En la agradable penumbra de su cabaña se tendió sobre su cama y, claro, destacando sobre el ruido de la rompiente, la oyó. Parecía el grito de un animal herido.
No podía siquiera sospechar que se trataba del sonido de un barco y se asustó, todavía sugestionada por la imagen de la isla cerrándose sobre sí misma de la noche del terremoto y continuó refugiada en su casa, esperando que el sonido y su presagio cesaran.
La tensión le aventó el sueño. Se levantó y, de rodillas frente a la estufa, se cansó de escuchar las olas rompiendo contra la playa, y nada más.
Lentamente y, un tanto avergonzada de sus temores, recordó que aún era mucho lo que le faltaba por hacer antes de que concluyera el día; salió, caminando decidida hacía la fuente, en busca de la cotidiana provisión de agua. Entonces los vio. Cuatro hombres avanzaban en su dirección. Como los tripulantes de la embarcación de José, vestían uniforme pero, a diferencia de los ocupantes de los camarotes más encumbrados de la nave, estos le inspiraron un temor paralizante.
Se observaron largamente, como contendientes potenciales, hasta que uno de ellos, adelantándose con una sonrisa tranquilizadora, le habló.
-Vimos la., -dijo señalando hacía lo alto del peñasco y agregó, -¿Vive sola acá?
Elena no logró articular una respuesta. Eran demasiado grandes y el temor la hizo retroceder.
-No se asuste, señora. Estamos tratando de ayudarla. ¿Usted puso esa tela en lo alto del risco? La vimos de casualidad, ni siquiera sabíamos que hubiera una isla por estos lugares. ¿Qué le pasa? ¿Se siente bien? El desconocido se adelantó mientras Elena sentía que algo se aflojaba bajo sus pies. Esa fue la última imagen que conservó de la isla.
El sonido del motor la despertó, muchas horas después, y se incorporó en la litera, horrorizada, pensando que se había quedado dormida en el barco de José.
Una mujer le habló, suavemente, durante unos cuantos minutos antes de que ella pudiera prestarle la atención necesaria como para entender. Había perdido la costumbre de la conversación y tardó en comprender, aunque la mujer le hablaba en su propio idioma. Sin embargo, se sintió interrogada, como si fuera una prisionera en campo enemigo. Notó su voz algo ronca al contestar a la primera pregunta de la mujer.
-Me llamo Elena Fernández. Mi barco naufragó y no sabría decirle cuanto tiempo pasé en ese lugar, creo que más o menos un año.
Finalmente Elena volvió a su casa, la que tanto añoró en la isla, pero nada resultó como ella lo había imaginado. Pasaron seis meses y, sin lugar a dudas, fueron terribles para Elena y su marido.
El la suponía muerta y ella no sabía cómo adaptarse nuevamente a su vida ciudadana. Vivía sobresaltada. Tardaba en reconocer los ruidos más habituales y, por las noches, se despertaba gritando en la oscuridad.
Una mañana, sonó el teléfono. Estaba sola y atendió algo envarada, cómo de costumbre.
-Quiero hablar con la señora Elena Fernández de Aloisio, por favor.
-Soy yo, -la voz de Elena no sonó muy convencida pero su interlocutor continuó, imperturbable. -Soy el ingeniero Víctor Maura. Probablemente me recuerde, fui la primera persona con la cual habló, en el puerto. Necesitamos conversar con usted lo antes posible y, si su salud se lo permite, quizá debamos realizar un nuevo viaje a la isla. ¿Sabe que ahora se llama Elena, cómo usted?
-No, no lo sabía y no me interesa cómo la llamen. Me gustaría volver pero no con usted y, quiero que lo sepa, no estoy enferma ni soy una anciana e, independientemente de lo que usted opine al respecto, esa es la isla de José y además, ¿qué quiere decir “debamos?”
-No se precipite, señora. Comprendo perfectamente sus sentimientos y no quiero imponerle nada. Se trata de una situación excepcional. Tenemos que volver porque el análisis de los restos, efectuados en la Facultad de Medicina de la Capital, dieron un resultado sorprendente. No podemos obligarla pero nos resultaría muy útil que nos contara nuevamente la historia, sobre el terreno, por así decir.
¿Quiere decir que hicieron la autopsia del cadáver de José? Y, si es así, ¿qué descubrieron de excepcional?
-No es humano, señora. Su ADN difiere notablemente del nuestro. Para decírselo lo más claramente posible, existe más parentesco entre nosotros y las cucarachas que entre José y usted.
Elena no contestó porque cualquier comentario le parecía superfluo. No le extrañaba para nada el resultado del ADN, pero no podía sobreponerse a la bronca por la profanación de la tumba de José. Mientras colgaba el teléfono, en medio de una acalorada frase de su interlocutor, se consoló a sí misma con la certidumbre de que si, mientras José vivió, se comunicaron perfectamente, más allá de las palabras, no tendría ningún inconveniente en entender que lo que ahora correspondía era hacer desaparecer ese islote de una vez.
Desconectó el teléfono y se retiró a su cuarto y no volvió a salir hasta la mañana siguiente, luego de escuchar a su marido cerrando la puerta de calle.
El diario estaba ahí, sobre la mesa de la cocina y Elena lo abrió, más interesada que de costumbre. En las páginas interiores, muy atrás, encontró la información que estaba buscando: .”la pequeña isla llamada Elena, luego del rescate de una de las pocas sobrevivientes del naufragio que conmovió a la Nación, desapareció, ayer al atardecer, durante una tempestad.

Fin
Datos del Cuento
  • Categoría: Misterios
  • Media: 5.62
  • Votos: 52
  • Envios: 4
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  • Valoración:
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Comentarios


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1 comentarios. Página 1 de 1
william vallejo
invitado-william vallejo 01-03-2014 08:14:23

Es una historia que lo entrelaza como una red por su trama, me encanta el final digna de la narrracion no soy un critico pero me encanto.....................!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!

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