Esta historia ocurrió en un lejano país, donde existían muchas islas; había tantas que no podía saberse con precisión el número exacto de las pequeñas porciones de tierra existentes en el inmenso mar que rodeaba aquel lejano país.
Eran tantas las islas que había, que sus habitantes, después de haber efectuado múltiples y fallidos intentos para colocarle un nombre digno y representativo para aquel lugar, decidieron unánimemente colocarle el nombre de ISLEMANCIA.
Y Así, dicho país, crecía y crecía al mismo ritmo de su gente, parecía que mientras más habitantes poblaban el lugar, entonces brotaban nuevas islas para albergarlos a todos.
Exímedes y Enalda eran antiguos pobladores de Islemancia, los cuales habían decidido tener un hijo para echar raíces en la isla. Fue así como nació el pequeño hijo, el cual llamaron Ranís.
Ranís era un pequeño juguetón, travieso y muy astuto, que acostumbraba a divertirse sacando caracoles y pequeños pececitos mientras nadaba ágilmente de isla en isla.
Una tarde cuándo el pequeño Ranís se divertía como a cinco islas de su casa, el cielo comenzó a nublarse de repente, y entonces se desató una fuerte tormenta con relámpagos, fuertes vientos y grandes cantidades de agua, que hacía imposible ver a más de un metro de distancia. Fue tan larga la tormenta que cesó al anochecer, y el pobre Ranís, lleno de frío y de miedo no supo volver a su isla esa noche.
Al día siguiente, ya cansado de tanto nadar y caminar y buscar, pudo al fin llegar a su casa; pero no pudo encontrar a Enalda ni a Exímedes, quienes desesperados por la ausencia del pequeño habían salido a buscarlo por cada una de las innumerables islas y en la infructuosa búsqueda también se extraviaron y nunca más pudieron regresar.
Ranís fue recogido por otros isleños, que al verlo solo y desamparado se apiadaron del niño y lo alimentaron y cuidaron hasta que se hizo un hombre mayor. El pequeño aunque extrañó a sus padres, pudo superar la ausencia de ambos y creció con l firme esperanza de algún día volver a encontrarse con ellos.
Así fue pasando el tiempo, y Ranís contrajo matrimonio con una isleña igual a él, de la cual tuvo un hijo, al cual llamaron, igual a su padre, pero la similitud entre ambos iba más allá del sólo nombre, ya que ambos, padre e hijo eran idénticos en todo lo visible, el rostro, la mirada, el cuerpo, los gestos; y también eran idénticos en las cosas no visibles, en lo travieso, astuto y juguetón, parecía una duplicidad genética que había brotado como una nueva isla en Islemancia.
El pequeño Ranís, igual que su padre, se divertía de isla en isla jugando con pececitos y caracoles, a pesar de las reprimendas de que era objeto cada vez que su papá se daba cuenta que se había alejado de la casa.
Una tarde ocurrió lo inesperado, lo que nadie pensaba que podía ocurrir, al menos en una misma familia. Igual que años atrás, Islemancia fue azotada por una fuerte tormenta, tal vez más fuerte que aquella, y ésta vez, igual que la anterior, sorprendió al pequeño Ranís muy lejos de su casa y no pudo regresar.
El pequeño asustado comenzó a buscar a sus padres de isla en isla, pero no podía encontrarlos. Al cabo de algunos días, llegó a una apartada isla y pensó que había hallado a sus padres, porque desde adentro de una cabaña escuchó que lo llamaban por su nombre: “Ranis, Ranís... Donde estabas hijito?”, fue la pregunta que no pudo responder, porque dos ancianos, Exímedes y Enalda lo cubrieron de besos, apretujados entre sus brazos ante la mirada de asombro del pequeño Ranís que no pudo entender aquel recibimiento.