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Vida y muerte con olor a café

Honoria era una anciana que a sus casi ochenta años todavía se mantenía en pie luchando contra la vida. La abuela Honoria, que era como le decían los vecinos del barrio, vivía en su humilde casita en el mayor abandono. Nunca se le conoció hijos, ni nietos; aunque ella en conversaciones con la con la vecindad, aseguraba que tenía dos hijos, que probablemente éstos ya tendrían hijos, y que ella sin saberlo, sin conocer nietos siquiera ya se había convertido en abuela.
Honoria esperaba que sus hijos regresaran de un largo viaje, llevaba veinte años esperando sin perder las esperanzas de llenar su casa de gritos y de risas.
Todos los días entre las tres y las cuatro de la tarde, la abuela Honoria preparaba su habitual cafecito que impregnaba con el olor que salía de la humilde ventana, todas las casas del barrio.
“Esta es mi medicina pa’evitar la puntada de cabeza”, decía Honoria, cada vez que alguien conversaba sobre el asunto del café. Ella sola podía decirse que consumía aquellas infusiones calientes que le daban vida, a no ser que algún esporádico visitante quisiera compartir con ella, la cual gustosamente accedía; pero la abuela tenía un asiduo invitado, el ciego Homero, que vivía en una pequeña casita que colindaba con la cerca del patio de la casa de Honoria, el cual pasaba todo el día solo hasta que su hijo regresara del trabajo por la noche y le llevaba comida; por tal razón para calmar su hambre y entretener el estómago; Homero tan pronto sentía el aroma del café, se acercaba a la cerca del patio y gritaba:”Honoria, mi cafecito” y acto seguido la abuelita le llevaba su tasa de café caliente y se quedaba parada, esperando que se lo tomara para llevarse de vuelta la tasa vacía.
Una calurosa mañana, la abuela Honoria dejo de existir, muchos dicen que cansada de tanto esperar a sus hijos se entregó en los brazos del sueño eterno. Los vecinos apesadumbrados y conmovidos diligenciaron darle a Honoria una cristiana sepultura, y recolectando fondos para tal fin, lograron comprar el pequeño ataúd, y alquilar los servicios funerarios, que colocaron en la única pieza de su humilde vivienda, para velar aquel cuerpo sin vida y sin dolientes.
Algunos preparaban el café para las escasas personas que se acercaban a dar la última despedida a la abuela, y el característico olor salía por la ventana impregnando con su acostumbrado aroma las casas del barrio, mientras los cuatros candelabros velaban el cadáver de la anciana, se escuchaba a lo lejos la ronca voz del ciego Homero, que gritaba de vez en cuándo:”Honoria, mi cafecito”.
Datos del Cuento
  • Categoría: Tradicionales
  • Media: 5.17
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Comentarios


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1 comentarios. Página 1 de 1
Juan Andueza G.
invitado-Juan Andueza G. 11-07-2003 00:00:00

Muy bien como siempre el amigo Díaz Valero. O sea que nunca llegaron los hijos. (A ver si no le pasa eso a uno algún día.....)

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